—No. Soy un soldado, como ya sabes.
—Cualquier hechizo, desde el más sencillo al más abstracto, requiere un símbolo, algo que pertenezca al individuo que quieres hechizar. Para hacer una pócima de amor, un mechón de cabello; para la suerte, unas monedas de su bolsa o su anillo favorito; para una maldición…, bueno, una gota de sangre es lo más eficaz. El símbolo se convierte en la base para el hechizo, el corazón del ritual de hechicería.
La escalera giró a la izquierda y volvió a descender en empinada pendiente. El aire se hacía más frío, más húmedo, y entonces tenía como un sabor a humo.
—Imagina que quieres hacerle un hechizo a algo más grande que un hombre, a una ciudad, digamos. Un mechón de cabello no te serviría. Necesitas un tipo de símbolos diferente.
Shorack miró a Gruber con una ceja alzada para saber si le entendía.
—¿Los objetos que hemos perdido son los símbolos?
—En efecto. Bueno, no puedo estar seguro del todo. Podríamos estar sobre la pista de un coleccionista de trofeos demente, pero lo dudo. Creo que alguien está planeando hacerle un conjuro a toda la ciudad de Middenheim.
Gruber contuvo el aliento. Para ser sincero, ya había comenzado a imaginar algo parecido antes de conversar con el remilgado mago. Desde los campos de batalla de su profesión, había visto cómo los impíos enemigos atesoraban objetos distintivos de sus oponentes debido a su potencia mística. Eran capaces de llegar muy lejos para apoderarse de estandartes, armas, cabelleras y cráneos. Gruber no dijo nada más y continuó a la cabeza del grupo.
La escalera acabó por llevarlos, al fin, hasta el interior de una enorme cámara. «Es una bodega», pensó Aric. Pavimentada con baldosas de color violeta, era tan grande como el campo de entrenamiento de las barracas de Tos Lobos, aunque interrumpida en secciones por hileras de columnas que se elevaban a sardinel. Aric imaginó que, en otros tiempos, aquel lugar había sido una despensa descomunal, un almacén de vinos y provisiones, abarrotado de botellas de cerveza de enanos, estantes de hortalizas en escabeche, quesos envueltos en muselina y frutas en conserva, y de la cual colgaba carne en salazón. Entonces estaba vacía, tenía paredes y columnas embreadas, y en ella sólo había las ristras de lámparas. Del extremo más lejano, que quedaba a unos sesenta metros de distancia, manaba luz de una fuente más potente, sobre cuyo resplandor dibujaban un entramado las sombras de las columnas en contraluz. Se oía un sonido grave de absorción rasposa, como si las piedras que los rodeaban estuviesen realizando largas y lentas inspiraciones. Olía a leche agria.
Les llegó otro sonido: una salmodia, un murmullo de voces sacerdotales que entonaban algo a gran distancia. El sonido procedía de la misma dirección que el resplandor lejano, y el batir de un tambor bajo marcaba su ritmo. Los miembros del grupo se dispersaron, agachados y en silencio, manteniéndose pegados a las columnas para cubrirse. Gruber se apartó hacia la izquierda, con Einholt, Machan y Von Volk. Aric se alejó hacia la derecha, con Hadrick y el tileano Guido. Por el centro, avanzó Lowenhertz con Shorack y el otro mercenario, Lorcha. Iban de columna en columna; corrían entre las sombras con las armas desnudas, hacia el resplandor.
Lowenhertz se escondió detrás de una columna. El sonido -no la salmodia, sino el jadeo sísmico- le llenó la mente de miedo. Shorack se escabulló hasta su lado y se dio unos toquecitos en los bordes de la boca con un pañuelo de seda. Había sangre en la tela.
—¿Maestro Shorack? -susurró Lowenhertz.
—No es nada, viejo amigo -le respondió Shorack tosiendo, y Lowenhertz pudo percibir el olor metálico de la sangre en su aliento-. Nada. Aquí hay espíritus en libertad por el aire…, cosas muertas y viles. Su olor me quema la garganta.
Desde su punto de observación, a cubierto, Aric miró hacia la fuente de luz. Era una hoguera de leña encendida dentro de una antigua tinaja de salazón, hecha de piedra. Las llamas se alzaban y ponían incandescentes los hatos de ramas de madera olorosa, que despedía un hedor amargo. El humo ascendía como si tiraran de él y salía a través de una abertura que había en el techo de la bodega. «Ahora, al fin, se aclara cuál es el origen del humo perdido», pensó.
En torno al fuego, habían colocado piedras a modo de yunques o taburetes. Habían sido dispuestas alrededor de la hoguera central de una manera peculiar, aparentemente fortuita. Sobre cada una se encontraba un trofeo invalorable: una destellante copa de ruegos, una botella de cristal, una gasa doblada, un cáliz de oro, un brazalete de garras de pantera con cuentas y perlas, un insignia de mayoral, un cetro, un reloj de plata, una daga envainada, una pequeña bolsa de seda…, y otros objetos que no podía distinguir. Había otro, en cambio, que sí veía: las Mandíbulas del Lobo, abiertas y destellando a la luz del fuego.
Aric también veía las veinte figuras embozadas, que estaban arrodilladas entre los bloques de piedra, de cara a la hoguera. Eran ellas quienes salmodiaban, y una golpeaba un tambor.
En el centro, con la espalda vuelta hacia el fuego para mirar a los adoradores, había una figura delgada. Demacrada, envuelta en oscura tela, la figura parecía moverse con los gestos espasmódicos y rígidos de una marioneta. Se contorsionaba al ritmo del tambor. Aric no podía distinguir detalles, pero sabía que era la cosa más repugnante que había visto jamás, y deseó encontrarse en cualquier otro lugar; luchar con una manada de hombres bestia en el Drakwald, parecía una fiesta en comparación con ese horror.
Agachado detrás de la columna, junto a Shorack, Lowenhertz se dio cuenta de lo pálido que estaba el hombre y de lo mucho que sudaba.
—¿Shorack? -susurró con voz preocupada.
Shorack apoyó la espalda contra la columna durante un momento e intentó ralentizar su respiración. Tenía el semblante pálido y húmedo.
—Esto es… algo malo, Lowenhertz -murmuró-. ¡Corona de Estrellas! He pasado toda la vida entrenando mis poderes en el mundo invisible, y bien saben los dioses que a veces he jugado con los excesos del mundo más oscuro. Su atractivo es enorme. Pero esto…, éste es un ritual de magia tan oscura, tan abominable que… nunca he visto nada parecido. ¡Lowenhertz, ni siquiera había soñado jamás con que existiera semejante abominación! ¡Ahora este lugar es la Muerte!
Lowenhertz miró al mago bajo la luz mortecina. La impresión de que era una figura altanera y capaz había desaparecido por completo, y sus modales seguros y teatrales se habían desvanecido. Lowenhertz sabía que Shorack era poderoso para ser un mago urbano, y que estaba entre los mejores de la ciudad. Sus habilidades habían bastado para llevarlos hasta allí, pero entonces no era más que un hombre, un hombre asustado que se encontraba muy fuera de su elemento. Lowenhertz sintió una inconmensurable lástima por el mago, y un inconmensurable miedo por todos ellos. Si el gran Shorack estaba asustado…
Desde su lugar de observación, Gruber se tendió sobre el vientre y contempló la escena. Allí había muchos tesoros, y no le cabía duda de que los estaban utilizando, como había dicho Shorack, a modo de símbolos de un gran hechizo. «No -pensó, reconsiderando su opinión-, lo más probable es que la palabra adecuada sea maldición.» Se le puso la carne de gallina. Aquel sonido de respiración, de jadeo, como si las paredes suspiraran… Aquel batir de tambor, aquella salmodia y, lo peor de todo, la figura de la marioneta que se sacudía cerca del fuego. Gruber deseó que Ulric hubiese sido más misericordioso con él, que le hubiese evitado tener que ver algo semejante.
Von Volk se encontraba junto a él. El miedo transformaba los ojos del Caballero Pantera en pozos negros que no parpadeaban.
—¿Qué hacemos, Lobo? -susurró.
—¿Tenemos elección, Caballero Pantera? -preguntó Gruber con voz casi inaudible-. Aquí está naciendo una oscuridad grandiosa y sofocante, que abrumará a la ciudad que defendemos con nuestras vidas. Debemos hacer lo que nos han entrenado para hacer, y rezar para que eso baste.
Von Volk asintió con la cabeza, realizó una profunda inspiración, preparó su espada y luego se volvió para mirar al grupo de Aric, situado al otro lado. El capitán de los Caballeros Pantera captó la mirada de Hadrick e hizo un brusco gesto, como si cortara algo en el aire con el puño. Hadrick alzó la ballesta.
El tambor continuaba sonando. La salmodia proseguía. Las piedras jadeaban en torno a ellos como si inspirasen aire. El fuego crepitaba. El hedor a muerte y putrefacción colmaba el aire. La figura de marioneta se sacudía.
Hadrick disparó. La flecha de la ballesta se clavó en el pecho de la marioneta y la derribó de espaldas sobre la hoguera. El ser profirió un chillido, un sonido horrible e inhumano, manoteó la flecha que lo atravesaba y se revolcó en las llamas que consumían la asquerosa tela que la envolvía.
Los adoradores embozados se interrumpieron a media salmodia, se levantaron de un salto y comenzaron a volverse. Un segundo más tarde, los Lobos, los Caballeros Pantera y los mercenarios de Shorack cayeron sobre ellos.
Aric entró a la carga en el círculo de luz del fuego, con el martillo girando en la mano. Todo se transformó en una escena borrosa. Lorcha estaba junto a él y su larga espada siseaba en el aire.
El ser que parecía una marioneta, encendido como una antorcha, continuaba chillando e intentaba salir del fuego.
Los embozados corrieron para enfrentarse a los asaltantes. Tras arrojar a un lado las capas de terciopelo negro quedaron a la vista hombres feroces, protegidos por armaduras, que blandían espadas y hachas de guerra. Sus aullantes rostros y sus armaduras estaban embadurnados de sangre y lucían símbolos pintados.
El girante martillo de Aric se estrelló contra el rostro del primer enemigo con el que se encontró. La cabeza del martillo le arrancó la mandíbula inferior y lanzó por el aire el rosáceo trozo brillante, que voló como un cometa con cola de sangre, en el que destellaba el blanco hueso desnudo. Cayó sobre él el siguiente, y paró el golpe del hacha con el mango del martillo. Con una fuerte patada baja, Aric derribó al atacante y, luego, descargó un golpe para aplastarle la cabeza entre el martillo y las baldosas de color violeta.
Gruber embistió con violencia; partió un cuello de cuajo con su martillo y, luego, giró para enfrentarse con la siguiente espada dirigida hacia él. Einholt se encontraba a su lado, y hundió una caja torácica con un golpe lateral. A Von Volk se le partió la espada en el primer choque con el enemigo, y después desgarró salvajemente a su agresor hasta matarlo con el trozo que le quedaba, antes de arrojarlo a un lado y apoderarse del hacha del caído, que, manejada por las expertas manos de Von Volk, se enterró profundamente en el cráneo del siguiente enemigo que tuvo al alcance.
Lowenhertz lanzó a uno de los enemigos hacia atrás con un diestro golpe asestado desde abajo, que le hizo astillas la cara gruñente.
Machan asestaba golpes con su espada, que zumbaba en el aire. De las heridas que abría saltaban regueros de sangre, pero luego fue cogido entre las espadas de dos enemigos como entre las hojas de una tijera. Cayó, profiriendo alaridos, en dos mitades que vertían sangre a borbotones.
Hadrick ya había tenido, por entonces, tiempo suficiente para volver a cargar la ballesta y clavó una flecha en la frente de uno de los asesinos de Machan. Un segundo más tarde, fue arrastrado hacia atrás, chillando; quedó clavado contra una columna por una lanza enemiga. Guido decapitó al atacante y arrancó la lanza, lo que permitió que Hadrick cayera, pero ya estaba muerto.
Aric ya casi había llegado hasta las Mandíbulas del Lobo, pero entonces recibió un tajo en un hombro y cayó de rodillas. Lowenhertz y Gruber estaban cercados, trabados en un feroz combate mano a mano con hombres que los acometían desde todas las direcciones. La parte superior de la cabeza de Guido fue cercenada por un hacha, y cayó, muerto. Von Volk asestó un golpe de hacha ascendente entre las piernas de un enemigo, y lo abrió hasta el esternón, pero el hacha quedó encajada y él tironeó en vano para liberarla.