—Estoy impresionado por la lealtad fraternal de los Caballeros del Lobo Blanco -dijo con una voz empalagosamente dulce-. ¡Pagar las deudas de un colega!
—Los Lobos nos mantenemos unidos -replicó Ganz sin el más ligero rastro de ironía o emoción.
«Nos mantendremos unidos, en efecto -pensó Aric-, y esta noche observaremos cómo Ganz golpea a Anspach hasta matarlo en la parte trasera de los establos.» Una sonrisa luchaba por abrirse paso hasta los labios de Aric, así que se mordió la mejilla con fuerza.
—¿Deseabais algo más? -preguntó Bleyden-. Tengo trabajo, y el local está cerrado, como no dudo que os ha informado Kled.
—Información -intervino Ganz. La palabra salió de sus labios dura y sólida, como una esquirla de la roca Fauschlag-. Anspach me ha dicho que sabes cosas acerca de la circulación de… mercancías dentro de la ciudad.
—¿Ah, sí? -preguntó Bleyden al mismo tiempo que miraba a Anspach con las cejas alzadas-. Me sorprendes, Anspach. Ya sabes lo que les pasa a las lenguas sueltas.
—Se caen -dijo Kled con tono ominoso detrás de ellos.
Bleyden rió entre dientes.
—¿Cómo te llamas, amigo de Anspach?
—Ganz.
—¡El comandante de la Compañía Blanca! ¡Vaya, me siento honrado! -Bleyden volvió a reír entre dientes-. No tenía ni idea de que estaba en presencia de tanta grandeza. El comandante Ganz…, vaya, vaya, vaya. Un extraño para mi establecimiento. ¿Y eso por qué?
—A diferencia de Anspach, no siento ninguna necesidad de correr riesgos ni contemplar la muerte cuando estoy fuera de servicio. Mi vida laboral está ampliamente llena de tales actividades.
—Y el hecho de que te encuentres ante mí con vida supone que la muerte de la que hablas es la que causas tú. Vaya, vaya, comandante Ganz. Eso está más cerca de ser una amenaza que cualquier cosa que haya oído en años.
—Deberías salir más -replicó Ganz.
«¡Grandioso Ulric, lo está provocando!», pensó Aric. De repente se preguntó dónde estarían el enano y su cuchillo herrumbroso. Aún detrás de ellos. ¿Debería arriesgarse a posar una mano sobre el puño de la daga que llevaba en el cinturón, o eso le daría a Kled la excusa que necesitaba? Aric tragó. «Cuidado, comandante», pensó con toda su alma.
—La información tiene un precio, comandante -dijo Bleyden, que continuaba sonriendo-. Lo único que has hecho ha sido reducir la deuda de Anspach. Hasta el momento no he visto nada que me sugiera que debo darte información de manera voluntaria.
—¿Y qué lo lograría? -quiso saber Ganz.
—Si saldaras completamente la deuda de Anspach, tal vez me inclinaría a considerarlo; que la saldaras con intereses.
—Pero si te he dado todo mi…
Bleyden frunció los labios y sacudió su cabecita.
—Las monedas son monedas. Si te has quedado sin ellas, tienes otras formas de pagar. ¿Un favor, tal vez? Valoraría enormemente tener la posibilidad de recurrir a un comandante de una compañía templaría cuando lo necesite. Considéralo como un anticipo de confianza.
Aric pudo ver que los hombros de Ganz se tensaban. Anspach parecía preocupado porque, como Aric sabía, lo último que había pretendido era que su comandante se ensuciara las manos haciéndole una promesa de honor a una bestia como Bleyden. Las cosas no iban bien.
Pero también estaba el honor del templo, el de los Lobos en su totalidad. De repente, Aric comprendió en lo más profundo de si que Ganz estaría dispuesto a aceptar la oferta, a corromperse y comprometer su honor con aquella escoria si era necesario.
Ganz estaba a punto de hablar cuando Aric se adelantó y arrojó su bolsa sobre el escritorio. Bleyden la miró como si fuera un excremento de pájaro.
—Mis monedas. Cincuenta y ocho coronas. Cuéntalas. Eso, junto con el dinero de mi comandante, cubre la deuda de Anspach…, con intereses.
Bleyden se chupó los dientes.
—Como ya he dicho, estoy impresionado por la fraternal lealtad de los Caballeros del Lobo Blanco. Preguntad.
Anspach se aclaró la garganta.
—¿Ha pasado algo… de singular valor al mercado clandestino esta mañana? ¿Algo que podría tener un precio imponente?
Bleyden se dio unos golpecitos en los dientes con la punta de los dedos enguantados.
—¿Los Lobos habéis perdido algo?
—¡Responde! -siseó Ganz.
—No, nada. Por mi honor, si lo valoras en algo.
Se produjo un largo silencio. ¡A cambio de tantos esfuerzos, nada! Aric tenía ganas de golpear al sonriente hombre del tamaño de un niño. Sin duda, sabía cómo manejar a los tontos para obtener ganancias adicionales.
—¡Dejadme salir de aquí! -gritó Ganz, y dio media vuelta para marcharse.
Kled se apartó a un lado de la puerta y le hizo una reverencia, de la que habría estado orgulloso cualquier chambelán del palacio del Graf para que pasara primero..
—No te marches enfadado, comandante Ganz -dijo Bleyden, de repente-. Soy un empresario malicioso y conspirador, pero sigo siendo un empresario. Comprendo los mecanismos de mi oficio y sé cuándo un cliente debe sentir que ha obtenido una buena mercancía a cambio de su dinero. Ahora, escúchame…
Ganz se volvió.
—No sé qué habéis perdido los Lobos, y no me importa.
Si llega a mis manos, obtendré por ello el mejor precio, y vosotros tendréis la primera opción de compra. Cuanto puedo ofreceros de momento es lo siguiente: no sois los únicos.
—¿Qué quieres decir?
—Anoche, muchas nobles organizaciones de la ciudad fueron privadas de sus objetos de valor. No sois los primeros que han venido hoy a hacerme preguntas, y tampoco seréis los últimos, os lo aseguro. Todos conocen la habilidad de Bleyden para disponer de objetos valiosos. También corren rumores por la calle.
—¿Y? -preguntó Anspach.
—Por lo que vale vuestro dinero, si os ayuda. La pasada noche, en la sede del gremio de Comerciantes robaron la balanza de oro estampado, el símbolo de la corporación. Anoche, algo de gran valor simbólico fue robado de la capilla de los Caballeros Pantera. Anoche desapareció la taza ceremonial de ruegos de la milicia de la ciudad. La pasada noche, el alambique de Crucifal fue robado del armario cerrado con llave que hay en la cancillería del Gremio de Alquimistas. Anoche, al templo de Shallya le robaron el Velo Irrecusable. ¿La escena queda clara para vosotros? ¿Vale el dinero que me habéis pagado? Son las cosas de las que tengo conocimiento, pero podéis apostar a que hay más. Anoche, alguien robó de manera sistemática los iconos más sagrados de todas las grandes instituciones de esta ciudad.
Ganz profirió un enorme suspiro. Las cosas estaban peor de lo que él había temido.
—No sé qué está sucediendo en Middenheim -dijo Bleyden-. Esto no es una ola de crímenes, sino una conspiración.
Ganz les hizo un gesto a los otros para que lo siguieran, se detuvo en la puerta y se volvió.
—Gracias, Bleyden, valga lo que valga para ti mi agradecimiento.
—Es de un valor inconmensurable, comandante Ganz. Y te pido un favor.
—¿Cuál? -preguntó Ganz tras una pausa.
—Cuando descubras qué está pasando, dímelo. Francamente, es todo bastante preocupante.
Salieron de El Burro Lento por la puerta trasera y se detuvieron en un callejón en sombras mientras Morgenstern orinaba contra una pared.
—Dijiste una cerveza -señaló Drakken.
—Lo limitamos a tres: da gracias por eso -comentó Einholt con voz cansada.
—¡Y sin embargo tenemos algo! -declaró Morgenstern con tono triunfante mientras se componía las ropas-. ¡Ya os dije que en esta ciudad no sucede nada sin que se enteren los taberneros antes que nadie!
Drakken frunció el entrecejo y le lanzó una mirada a Einholt. ¿Acaso él había estado en otra taberna, escuchando una conversación diferente?
—¿Qué tenemos? -preguntó Einholt.
—¿No has visto lo triste y aburrido que estaba el ambiente ahí dentro? ¿No viste qué faltaba?
—No soy tan experto como tú en los detalles de las tabernas de Middenheim -respondió Einholt con acritud.
—Supon que no lo hemos advertido y dínoslo antes de que muramos de viejos -añadió Drakken.
—¡La Copa de la Alegría! ¡¡La Copa de la Alegría!! ¡Era obvio!
Los otros dos le lanzaron interrogativas miradas de incomprensión.
Como si estuviera explicándoselo pacientemente a unos bebés, Morgenstern comenzó.
—La Copa de la Alegría es el icono del Gremio de Restauradores. Cada año compiten por ella, y la taberna ganadora lo coloca en un lugar destacado por encima de la barra; es el sello que señala a la mejor cervecería de la ciudad. La taberna de El Burro Lento la ganó durante el último Mitterfruhl y ¿dónde estaba? ¡Aja! ¿Debajo de la tela drapeada que tapaba el nicho situado encima de la barra? ¡No lo creo! ¡También ha desaparecido!
—Déjame poner las cosas claras -dijo Einholt-. ¿Estás sugiriendo que comparemos la pérdida de las Mandíbulas del Lobo con el robo de un cáliz abollado que es caro a los taberneros?
—Todos tenemos nuestros propios tesoros -respondió Morgenstern.
Probablemente, iba a continuar con la explicación cuando cuatro largas sombras pasaron sobre ellos.
Eran los cuatro hombres de la fuente. Se les aproximaban desde ambos lados del callejón, dos por cada extremo, con miradas fijas y expresiones severas.
—Es hora de divertirse un poco -observó Morgenstern. y cargó contra ellos.
Su enorme corpachón derribó al par que avanzaba desde el oeste; uno salió despedido hacia un lado y cayó en un charco de orina estancada de caballo, y el segundo se estrelló contra la pared. Los otros dos se abalanzaron sobre Drakken y Einholt al cabo de un segundo.
Drakken se agachó y lanzó un golpe bajo, le propinó un puñetazo en las costillas a su agresor y, luego, lo lanzó por encima de su cabeza, aprovechando el propio impulso del hombre. Einholt se trabó en lucha cuerpo a cuerpo con su atacante; se golpearon, forcejearon y derribaron cajones de botellas vacías y basura.
Morgenstern estaba ocupado golpeando la cabeza de su atacante contra la pared mohosa del callejón. Parecía decidido a encontrar un espacio entre los ladrillos en el que pudiera encajarla. El otro agresor volvía a estar de pie, y un destello de acero brilló en sus manos.
Drakken profirió un grito. Tras agacharse para esquivar el nuevo ataque del hombre al que había hecho volar por los aires, evitó uno, dos, tres puñetazos antes de propinarle un golpe que dejó al tipo tendido sobre los adoquines y con la mandíbula colgando. Einholt se libró de la presa de su oponente con un rodillazo en la zona más delicada, y lo derribó al suelo con un golpe de su mano abierta. Las pataleantes piernas del hombre giraron, golpearon las piernas de Einholt y lo hicieron caer. Los dos rodaron por la mugre y el fango, arañándose y mordiéndose.
Drakken corrió callejón abajo, pasó junto a Morgenstern y su víctima desfallecida, y se enfrentó con el hombre del cuchillo. Extendió un brazo por debajo, le aferró la muñeca y arrastró al hombre contra la pared. Un golpe de la muñeca, dos, y al final el cuchillo salió volando.
Al otro extremo del callejón, Einholt pudo, al fin, con su oponente, al que dejó remojándose en la cuneta de desagüe.
Drakken estaba trabado en furiosa lucha con el último y tenía las manos alrededor de la garganta. De pronto, Morgenstern se inclinó sobre ellos, con el cuchillo caído sujeto por la hoja.
—¡Drakken! ¡Muchacho! ¿Ves esta empuñadura? ¿Ves estas marcas? Estos hombres son Caballeros Pantera. Creo que deberíamos hablar con ellos, ¿no te parece?
***
Un anochecer caluroso y bochornoso flotaba sobre la ciudad, y hoscos restos de luz crepuscular se filtraban por las ventanas y arcadas de las barracas de los templarios. En el largo comedor caluroso y sofocante, en torno a las oscilantes luces de vela, se encontraban sentados los integrantes de la Compañía Blanca ataviados con sus variopintas prendas, en compañía de otros cuatro: los personajes bastante vapuleados con los que se había encontrado el grupo de Morgenstern. Ganz se inclinó hacia el rostro del jefe de los cuatro, que estaba dándose delicados toques en el labio ensangrentado con una tela doblada.
—Cuándo estés dispuesto, Von Volk de los Caballeros Pantera.
—Estoy dispuesto, Ganz de los Lobos.
El hombre alzó la mirada hacia él. La última ocasión en que habían intercambiado miradas tan ceñudas, se encontraban ambos a caballo ante las puertas de Linz, y era primavera.
Von Volk se dio unos toques más en el labio hinchado y le lanzó una mirada colérica a Morgenstern, que le respondió con una ancha sonrisa.