Sobre una mesa redonda con pie de columna que había cerca y cuya superficie tenía incrustaciones de marfil, había una marioneta, un hombre de mirada feroz con pantalones de payaso, articulaciones enjoyadas y una campanilla por cabeza. La marioneta estaba en reposo; tenía los hilos flojos y un rictus de muerte, como tantos cuerpos que Gruber había visto en el campo de batalla. «Ese aspecto tenemos todos cuando se aflojan nuestros hilos», pensó. La feroz mirada de la marioneta se alzaba hacia él desde el blanco rostro de porcelana. Gruber apartó la vista y se rió de sí mismo. ¡Un veterano de sesenta años como él tenía miedo de una marioneta de treinta centímetros de altura!
Una figura se puso de pie en la penumbra, apartó cortinas de red y salió a recibirlos. Se trataba de un hombre pequeño, vestido con un traje que lucía bordados en los anchos puños y el alto cuello. Su rostro era ceroso y cetrino, y en sus ojos hundidos había una mirada de gran vejez; vejez o quizá…
—¡Mi viejo amigo Corazón de León! -dijo con acento melodioso y muy marcado.
Lowenhertz inclinó la cabeza.
—¡Maestro Al-Azir! ¿Cómo están tus estrellas?
El hombrecillo unió las manos, que surgieron, oscuras y de largas uñas, del interior de las mangas como hojas escondidas de alguna arma mecánica. Gruber nunca había visto tantos anillos: espirales, sellos, bucles y círculos.
—Mis estrellas viajan conmigo, y yo las sigo. Por ahora, mi casa es benigna y me sonríe con los dones del cielo.
—Me siento feliz por eso -respondió Lowenhertz, y le echó una mirada a Gruber.
—¿Eh? ¡Ah!…, al igual que yo, señor.
—¿Amigo tuyo? -preguntó Al-Azir con un destello de dientes blancos al mismo tiempo que inclinaba la cabeza y abarcaba a Gruber con un gesto de la mano.
«Se mueve como una marioneta -pensó Gruber-, como una maldita marioneta colgada de los hilos, a quien la mano de un titiritero diestro le confiere toda la gracilidad y el movimiento.»
—Éste es mi digno camarada Gruber -dijo Lowenhertz-. La confianza que me otorgas a mí también debe incluirlo a él. Somos hermanos del Lobo.
Al-Azir asintió con la cabeza.
—¿Un refrigerio? -preguntó.
«No, no es una pregunta. Es una obligación», decidió Gruber. Al-Azir profirió un breve sonido siseante a través de los dientes, y de detrás de las cortinas de red salió un hombre enorme, calvo, con una musculatura monumental, ataviado sólo con un taparrabos. Sus ojos eran sombreados y nada afables, y llevaba una ornada bandeja, sobre la que había tres diminutas tazas de plata, una tetera igualmente de plata y un cuenco con desiguales cristales de color pardo y con un par de tenacillas en forma de garras que descansaban sobre ellos.
El gigantesco servidor dejó la bandeja sobre la mesa y, al retirarse, se llevó la marioneta. Al-Azir los invitó a sentarse sobre los almohadones y cojines de satén que había alrededor de la mesa. Con gran cuidado, vertió en las tres tazas el humeante líquido aceitoso y negro que contenía la tetera, con movimientos lentos y gráciles.
Gruber observaba a Lowenhertz para saber qué hacer. Su compañero cogió la taza que tenía más cerca -en su mano parecía un dedal de plata- y echó dentro de ella algunos cristales, que cogió con las pinzas; luego, usó éstas para remover el espeso líquido. Murmuró algo y asintió con la cabeza antes de beber.
Lowenhertz no murió ahogado ni espumajeando por la boca, lo que Gruber tomó por una buena señal. Imitó el proceso: cogió la taza, puso dentro los cristales y removió con las pinzas. Después, murmuró «que Ulric me proteja» y asintió con la cabeza. Pero no pensaba beber por nada del mundo.
De repente, se dio cuenta de que Lowenhertz lo miraba con ferocidad, así que bebió un sorbo, se lamió los labios y sonrió. Mantener aquel sorbo dentro de su cuerpo fue la batalla más dura que jamás hubiese librado. Sabía a alquitrán, a alquitrán ahumado, alquitrán ahumado y hervido. Tenía con un amargo sabor a moho y un dulce aroma a jarabe corrompido.
—Muy bueno -dijo al fin, cuando estuvo seguro de que el hecho de abrir la boca no resultaría en una reproducción de su última comida.
—Algo te inquieta -dijo Al-Azir.
—No, en realidad es muy agradable… -comenzó Gruber, y luego calló.
—Se ha perdido algo -prosiguió Al-Azir con voz suave y melodiosa-. Algo precioso. ¡Eh! Precioso.
—¿Sabes eso, maestro?
—Las estrellas me lo dicen, Corazón de León. Hay dolor en la casa regente de Xerxes, y tanto Tiamut como Daríos, Hijos de la Mañana, desenvainaron armas curvas contra el otro. ¡Eh! Fue visto y escrito en el agua.
—Tu sabiduría me asombra como siempre, maestro. Los cielos hacen sus circunvoluciones, y tú lees los signos. Dime qué sabes.
—Yo no sé nada y lo sé todo -replicó Al-Azir al mismo tiempo que bebía lentamente, con la cabeza inclinada.
«En ese caso, vayamos a lo segundo -pensó Gruber a la vez que maldecía mentalmente-. ¡Ya he tenido bastante chachara de estrellas!»
Lowenhertz estaba a punto de hablar, pero Gruber intervino antes.
—¿Por qué no…?
Vio la mueca feroz de Lowenhertz y levantó una mano para calmarlo.
—Perdona mi franqueza, maestro Al-Azir -se corrigió-, pero éste es un tema delicado. Te agradeceríamos que nos contaras lo que sabes antes de sincerarnos del todo.
Miró a Lowenhertz, que asintió con reservada aprobación al mismo tiempo que fruncía los labios.
—A cambio de una ayuda semejante -prosiguió Gruber-, estoy seguro de que mi Señor Ulric hará brillar su agradecimiento sobre ti. No tengo duda de que su luz brilla en algún punto de tu firmamento.
—Estoy seguro de que sí -replicó Al-Azir con una sonrisa blanca como el marfil-, en alguna parte.
—Mi amigo habla en serio, maestro Al-Azir -intervino Lowenhertz-. ¿Puedes contarnos lo que sabes?
Al-Azir dejó la taza sobre la mesa y cruzó las manos de modo que cada una desapareció dentro de la manga contraria, para luego fijar la vista en las intrincadas incrustaciones de la mesa.
—Las Mandíbulas del Lobo; es lo que dicen las estrellas.
Gruber sintió que se le hacía un nudo en el estómago, y se inclinó para captar todas las suaves y ondulantes palabras.
—Las Mandíbulas del Lobo, preciosas mandíbulas, hueso brillante. Son preciosas y han sido robadas.
—¿Por quién? ¿Con qué propósito? -preguntó Lowenhertz.
—Por la Oscuridad, Corazón de León. La inmunda Oscuridad. No pueden ser recuperadas. ¡Eh! ¡He visto aflicción en esta ciudad-roca! ¡Dolor! ¡Pestilencia! ¡Eh! ¡He visto desdicha, llanto y lamentaciones!
—¿No pueden ser recuperadas? -De pronto, la voz de Lowenhertz pareció frágil-. ¿Por qué no, maestro? ¿Qué es esa Oscuridad de la que hablas?
—Noche. Pero no una noche de las estrellas en las que se puede leer y aprender de ellas. Una noche sin estrellas. ¡Será entonces cuando las Mandíbulas del Lobo arrancarán de una dentellada el corazón vivo de la ciudad-roca de Middenheim! ¡Eh!
Gruber alzó la mirada. Lowenhertz parecía a punto de marcharse, como si ya hubiese oído bastante.
—¿Qué podemos hacer? -preguntó Gruber sin rodeos.
—Ya está -intervino Lowenhertz-. El maestro Al-Azir ha dicho lo que sabe. ¡Debemos marcharnos!
—¡Yo no voy a ir a ninguna parte! -le espetó Gruber al mismo tiempo que se sacudía de encima la mano de Lowenhertz-. ¡Maestro Al-Azir, si sabes tanto, tienes que saber más! ¡Te lo suplico, dínoslo! ¿Qué podemos hacer?
—¡Basta, Gruber!
—¡No! ¡Siéntate, Lowenhertz! ¡Ahora!
Al-Azir hizo con las manos suaves movimientos para pedir silencio, y Lowenhertz volvió a sentarse.
—Es como ya he dicho. No se las puede recuperar. Para vosotros, están perdidas para siempre.
Gruber se inclinó por encima de la mesa para encararse con Al-Azir.
—Perdóname, señor. Soy un Lobo Blanco, de la Compañía Blanca, amada de Ulric. Sé cuándo una batalla está perdida y cuándo está ganada, pero a pesar de eso continúo adelante. ¡Puede ser que las Mandíbulas del Lobo estén más allá de toda posibilidad de ser recuperadas, pero yo continuaré luchando…, luchando, digo! ¡Un Lobo lucha hasta la muerte, aunque la batalla esté perdida! Así que al menos dime esto: ¿ante qué enemigo estoy perdiendo la batalla? ¿Cuáles son sus señas?
El gigantesco servidor salió de detrás de las cortinas de red y se situó junto a su amo. Su espada era biselada, curva y casi tan alta como Gruber.
El templario no retrocedió. Tenía una mano sobre la empuñadura de la daga que llevaba a la cintura y la nariz pegada al rostro del diminuto anciano alquimista.
—¡Dímelo! ¡Puede ser que en tu opinión no me haga ningún bien saberlo, pero dímelo de todas formas!
Al-Azir hizo un gesto con una mano, y el servidor desapareció con su espada.
—Gruber del Lobo, te compadezco, pero admiro tu valentía. ¡Eh! Aunque perderás lo que te es más caro. Busca la Puerta Negra. Busca al norte de siete campanas. Busca humo perdido.
Gruber se enderezó, sentado sobre el cojín. Estaba atónito.
—Que busque…
—Ya lo has oído -dijo Lowenhertz desde la puerta.
Gruber alzó la mirada hacia los ojos de Al-Azir, que se fijaron en él por primera vez. El templario del Lobo quedó asombrado ante la claridad y humor de los ojos marrones que lo contemplaban bajo los párpados cetrinos.
Sin pensarlo, cogió la taza y la vació. Luego, tendió una mano y estrechó la que Al-Azir le ofrecía.
—Si me has ayudado, te doy las gracias -dijo.
Al-Azir sonrió. Era una sonrisa genuina.
—No puedes ganar, Gruber; pero pierde bien. ¡Eh! Ha sido interesante hablar contigo.
Una vez en el patio, Gruber sonreía mientras se ponía las botas.
—¿Qué creías que estabas haciendo ahí dentro? -le gruñó Lowenhertz-. ¡Existen formas, costumbres, protocolos!
—¡Ah, cállate! Le he gustado…, Corazón de León.
—Pensé que ibas a atacarlo.
—Yo también lo pensé -respondió Gruber, alegremente, mientras abría la marcha hacia la salida-. Pero ¿sabes una cosa? Creo que a él le gusto más que tú. Has estado demasiado tiempo dando vueltas con tus «sí, maestro», «no, maestro» y «aquí estoy yo, un Lobo ignorante», y a mí me dijo las cosas con claridad.
—Tal vez…, pero ¿qué has sacado en claro?
—Una pista, Lowenhertz, ¿o no estabas escuchando? Tenemos una pista.
—Pero ha dicho que perderíamos cualquier…
—¿Y a quién le importa? ¡Vamos!
***
Bleyden era un hombre menudo y ligero de peso, un poco más alto que el enano Kled, pero flaco como un alambre. Vestía un inmaculado jubón de seda y curiosos guantes de cuero negro. Se encontraba sentado en un trono tapizado, que estaba colocado sobre cajas para conferirle una altura imponente. Aric pensó que eso sólo atraía la atención sobre su estatura diminuta, y no pudo evitar una sonrisa al ver que el escritorio de Bleyden también estaba colocado sobre cajas para que quedara a una altura cómoda respecto a la silla que hacía las veces de trono.
El hombrecillo aceptó la bolsa de monedas que le tendió Ganz. Aric vio hielo en los ojos del comandante al entregar la bolsa. «Podría matar a Anspach por esto», decidió.
Bleyden aflojó el cordón que cerraba la bolsa, se asomó al interior como haría un niño con una bolsa de caramelos y una expresión de deleite pasó por su rostro. «Debe tener unos ochenta años, a juzgar por su ralo cabello plateado y tirante piel cerosa -pensó Aric-, y no es más grande que un mozo de caballerizas de las barracas del Lobo. ¿Y este hombre es el Bajo Rey que controla los sindicatos del crimen de la zona oriental de la ciudad?»
Bleyden comenzó a contar las monedas de la bolsa sobre la superficie del escritorio. Sus diestros dedos enguantados formaron perfectas hileras de pilas de diez monedas cada una, todas meticulosamente alineadas y rectas. Tardó tres minutos en concluir, tres minutos en los que sólo se oyó el sonido de Kled al masticar lo que le quedaba de salchicha, y el ruido que hacía al tallar la madera del viejo marco de la puerta con un gran cuchillo herrumbroso, que sacó de pronto.
—Cuarenta y siete coronas -declaró Bleyden con una ancha sonrisa al mismo tiempo que alzaba la mirada de las pilas de monedas y le devolvía a Ganz la bolsa vacía y doblada.
El comandante la aceptó sin pronunciar palabra.
—Un primer pago de mi deuda. Confío en que sea satisfactorio -dijo Anspach.
—Muy satisfactorio -replicó el hombrecillo.
Sacó un libro encuadernado en rojo de un estante situado debajo del escritorio, lo abrió con cuidado e hizo una marca en tinta con su pluma. Luego, volvió a levantar los ojos.