Por la noche, en las ocasiones en que Aric pasaba por allí, aquel edificio con forma de tambor le parecía la boca del infierno, con sus flameantes braseros, su atronadora música de viento y tambores, los pataleos, los vítores y los rugidos de la muchedumbre y los animales.
Durante el día, bajo la implacable luz brillante del verano, era un lugar mísero, descascarillado, gastado, sucio y manchado por toda clase de sustancias malsanas. Carteles pequeños ondeaban y se rasgaban a lo largo de las paredes de piedra travertina, entre frases pintadas por ciudadanos que no estaban sobrios o eran casi analfabetos. Los braseros metálicos ennegrecidos se veían apagados. Dos hombres barrían la entrada, empujando toda clase de basura pisoteada por los escalones hacia la cuneta. Otro bombeaba agua de la fuente de la calle en una serie de cubos. Todos parecían de malhumor y despiertos sólo a medias.
—Habría sido mejor venir esta noche -siseó Anspach-, cuando estuviera abierto. Entonces, la actividad habría encubierto nuestras…
—No hay tiempo -le contestó Ganz-. ¡Y si tanto quieres encargarte de hablar, hazlo con alguien que no sea yo!
Entraron pasando a través de las sombras repentinamente gélidas de la puerta, hasta el anillo de altos bordes, donde hileras de galerías de madera dominaban un profundo foso de piedra, en cuyo fondo había arena sucia y unos cuantos postes bien enterrados en el suelo y provistos de puntos de sujeción. Puertas de reja situadas en la pared a nivel de la arena daban paso a los sórdidos sótanos que había debajo de las gradas. Dentro del foso, un hombre esparcía arena sobre manchas de color marrón oscuro. El aire olía a una mezcla de sudor y humo; era un olor abrumador.
—Está cerrado -dijo una voz brusca desde la izquierda, y el trío se volvió.
Un fornido enano, desnudo de cintura para arriba y tremendamente musculoso, se inclinó hacia adelante y bajó del taburete en que había estado sentado masticando pan y salchicha.
—¿Dónde está Bleyden? -preguntó Anspach.
—Está cerrado -repitió el enano, separando bien las palabras.
Después, le dio un mordisco inverosímilmente grande a la salchicha y masticó mientras mantenía los ojos fijos en ellos.
—Kled -dijo Anspach, a la vez que ladeaba la cabeza y se encogía de hombros para tranquilizarlo-. Kled, tú sabes quién soy yo.
—Yo no sé nada.
—Sabes que está cerrado -lo corrigió Anspach.
El enano frunció el entrecejo. Se llevó la salchicha a la boca para morderla; luego, se acercó el pan, y después otra vez la salchicha. Se mostraba indeciso. Sus ojos no se apartaban de Anspach ni un segundo,
—¿Qué quieres? -preguntó-. Está cerrado -añadió por si alguien no lo había oído y para demostrar que con esa pregunta estaba haciendo una gran excepción.
—Ya sabes que he tenido una racha de… mala suerte. Bleyden ha sido lo bastante amable como para abrirme un crédito, pero insistió en que le hiciera algún pago provisional tan pronto como pudiera. Bueno, ¡pues aquí estoy! -dijo Anspach, que le dedicó una amplia sonrisa.
El enano Kled pensó durante un momento más, mientras las mejillas y los labios se abultaban de modo desagradable al limpiarse con la lengua los trozos de carne adheridos a los lados de las encías. Luego, con el extremo mordido de la salchicha, le hizo una señal para que lo siguiera.
Anspach inclinó la cabeza hacia Ganz y Aric para que lo acompañaran. Ganz tenía una mirada feroz, y su rostro estaba tan tenebroso como Mondstille.
—Espero que tengáis dinero los dos -dijo Anspach en voz baja.
—Si esto es alguna trampa para hacer que te pague las deudas de juego… -comenzó Ganz, que se atragantó con las palabras.
Estaban pasando por una serie de habitaciones de madera hediondas y mal ventiladas, situadas debajo de las gradas. Cajas de trastos flanqueaban las paredes, y había hileras de botellas vacías, cubos y alguna podadera. El enano avanzaba en cabeza con paso pesado y atravesaba limpiamente cada puerta baja, mientras que los templarios tenían que inclinarse.
—Bleyden es dueño de este sitio y de otros cuatro como éste -dijo Anspach-. Controla a todas las muchachas de Altmarkt, y tiene muchos otros tratos… comerciales. Digamos que sabe muchas cosas sobre la suerte corrida por las mercancías hurtadas. Pero no hablará con nosotros a menos que tenga una buena razón para hacerlo, y mis noventa coronas impagadas son una razón muy buena.
—¡¿Noventa?! -gritó Ganz, y la palabra casi se convirtió en un chillido cuando se agachaban para pasar por debajo de otra puerta baja.
—Mi querido Anspach -dijo una voz suave desde la humosa penumbra que tenían delante-. ¡Qué sorpresa tan encantadora!
***
—Mira ahí -susurró Morgenstern por debajo de la ridícula ala blanda del sombrero-. ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡No con tanto descaro, muchacho!
Drakken desvió la mirada para posarla sobre algo que estaba en el suelo, junto a los pies de Einholt.
—¿Los ves? ¿Junto a la fuente, fingiendo que no miran? -continuó Morgenstern al mismo tiempo que miraba atentamente en la dirección opuesta.
—No… -comenzó Drakken.
—Yo, sí -dijo Einholt.
Jagbald Einholt era el hombre callado de la compañía. Alto, ancho y calvo, tenía una barba desigual, y una larga cicatriz le recorría un ojo, una mejilla y la garganta. Con su ojo lechoso, a menudo resultaba difícil saber hacia dónde miraba. En ese momento, con un estilo tan experto como el de Morgenstern, estaba evaluando a los observadores que se encontraban junto a la fuente mientras aparentaba mirar el gallo de la veleta del edificio de los abaceros.
—Boxeadores corpulentos. Cuatro de ellos. Han estado siguiéndonos desde La Dama Presumida.
Morgenstern se desperezó como si no tuviese ni una sola preocupación en el mundo.
Drakken echó una rodilla en tierra para ajustarse una correa de las botas y les echó una buena mirada desde detrás de la voluminosa capa de Morgenstern.
—Estuvisteis haciendo muchas preguntas -le susurró a Morgenstern al mismo tiempo que se erguía-. Ya hemos estado en cinco tabernas, y en todas ellas le planteasteis vagas cuestiones al mozo de la barra acerca de algo perdido.
—Hemos captado el interés de alguien, no cabe duda -reflexionó Einholt.
—Dejemos que sean ellos quienes hagan el primer movimiento -decidió Morgenstern mientras echaba a andar-. Ahora probaremos en El Burro Lento. Ya es más de mediodía, y podremos tomar una cerveza.
—Esto no es una excusa para arrastrarse de taberna en taberna -dijo Drakken.
Morgenstern adoptó una expresión herida.
—Mi muchacho, estoy tomándome esto muy en serio. ¿En qué otra mañana habría pasado yo por cinco tabernas antes de mediodía sin haber bebido una sola jarra?
Se encaminaron al oeste por el ondulante empedrado del pasaje de los Escribanos, donde tuvieron que esquivar los abarrotados carros que subían desde los mercados. Cien metros más atrás, los cuatro hombres se apartaron de la fuente y los siguieron.
***
El Gremio de Apotecarios, situado en Ostwald Hill, tenía una palidez pestífera, amarillenta. Se trataba de un edificio muy viejo y venerable hecho a medias con madera; estando ésta semipodrida, la construcción se combaba como si estuviese envenenada. Gruber y Lowenhertz entraron en el aire estancado de la sala de audiencias a través de una arcada descuidada, y recorrieron con la mirada las muchas fachadas de vidrio coloreado de los talleres y apothecum.
—¿Conoces este lugar? -preguntó Gruber con la nariz fruncida.
El aire era seco y olía a oxidado.
—Vengo aquí de vez en cuando -replicó Lowenhertz, como si tales visitas fuesen tan naturales para un soldado como las que podía hacer a los armeros.
La respuesta hizo sonreír a Gruber, y una fina línea dividió su viejo rostro arrugado. El alto y severamente apuesto Lowenhertz había sido un enigma desde que fue trasladado a la Compañía Blanca en primavera. Habían necesitado un tiempo para confiar en él a pesar de su abrumador intelecto y ampliamente extraña sabiduría. Pero había demostrado que era leal, y había demostrado también lo que valía en el campo de batalla. Entonces ya consideraban con amable buen humor sus modales raros y educados, y nadie de la compañía negaba que era valioso. Resultaba un hombre con la suficiente cultura como para tratar cómodamente un millar de temas y, a pesar de eso, luchar como un lobo dominante cuando las cosas se ponían feas.
—Quédate aquí un momento -dijo Lowenhertz, y se alejó hacia los más oscuros confines del lugar, pasando por debajo del estandarte manchado y alarmantemente chamuscado del gremio.
Gruber se aflojó la capa, comprobó que tenía la daga en el cinturón y se recostó contra la pared. Pensó en los otros que, en grupos de dos o tres, exploraban la ciudad en ese preciso momento: Aric y el comandante Ganz seguían los caminos del azar trazados por Anspach hacia lugares de juego y apuesta; Schell, Kaspen y Schiffer se dirigían a los mercados; Bruckner y Dorff habían ido a hablar con sus compañeros de bebida de la guardia y la milicia de la ciudad; Morgenstern, Drakken y Einholt hacían la ronda por las tabernas. No sabía qué lo alarmaba más: que la actitud altiva de Anspach pudiese provocar problemas incontables entre la clase criminal, que Bruckner y Dorff pudiesen contarles demasiadas cosas a sus compinches, que Schell y su grupo pudiesen ser engatusados por la clase comerciante, o que Morgenstern estuviese visitando tabernas. Sin duda alguna, era eso último: Morgenstern estaba visitando tabernas. Gruber suspiró y le rezó a Ulric para que, entre el estable viejo Einholt y el serio joven Drakken, tuviesen la fuerza suficiente como para mantener a raya al sediento Morgenstern.
Por lo que a ellos se refería, a Gruber le había tocado acompañar a Lowenhertz a explorar la última posibilidad. Lowenhertz había sugerido que las Mandíbulas del Lobo podrían haber sido robadas con algún propósito místico, y que la respuesta podría hallarse en los talleres de alquimia. A fin de cuentas, había sido Gruber quien había deducido que la magia había desempeñado un papel en el robo.
Estaba inquieto. La ciencia no iba con él, y se sentía desarmado por la idea de que unos hombres pasaran el tiempo mezclando frascos, filtros y pociones. Según Gruber, había un corto trecho desde eso a cualquier cosa siniestra y oscura.
Lowenhertz volvió a aparecer bajo el toldo del gremio y lo llamó con un gesto. Gruber se fe acercó.
—Ebn Al-Azir nos recibirá.
—¿Quién?
—El alquimista jefe -respondió Lowenhertz con el entrecejo fruncido-. Hace años que lo conozco. Procede de tierras extranjeras, muy lejanas, pero su trabajo es excelente. Muéstrate adecuadamente humilde.
—Muy bien -respondió Gruber-, pero eso podría matarme.
Gruber tenía muy poco tiempo para los tipos extranjeros con sus pieles extrañas, raros olores y desconcertantes costumbres.
—Quítate las botas -le indicó Lowenhertz al mismo tiempo que lo detenía en el umbral de una puerta estrecha.
—¿Las qué?
—Es una señal de respeto. Hazlo.
Gruber reparó entonces en que los pies de Lowenhertz estaban descalzos. Blasfemó en silencio y se quitó las botas de montar, que eran de piel de cabritilla.
La estrecha puerta conducía a una escalera aún más estrecha, que ascendía en espiral hasta los oscuros confines del gremio. Una vez arriba, se agacharon para pasar por una arcada ojival y entrar en una larga sala del ático. Allí el aire parecía dorado. La luz del sol se filtraba como espesa miel a través de inclinadas claraboyas abiertas en el techo y provistas de cristales esmerilados, para reflejarse y quedar flotando sobre ricos drapeados de seda y red. La sala estaba cubierta por una alfombra de elaborado diseño, cuyos colores y tejido eran asombrosos y vibrantes. Lámparas de intrincada forja e incensarios de filigrana de oro humeaban en la habitación para iluminar, junto con la suave luz del sol, un espacio abarrotado de libros y rollos de pergamino, arcones y drapeados, tablas de elementos y esqueletos articulados de pájaros, bestias y cosas parecidas a hombres. Había mecheros que ardían bajo esculturales recipientes de cristal, en los que líquidos de colores vivos siseaban, humeaban y despedían vapores oleosos. Estaba sonando una campanilla. El aire olía a algo dulce y empalagoso. Gruber intentaba respirar, pero la atmósfera estaba demasiado enrarecida. El perfume embotó sus sentidos por un momento; el perfume y el incienso.