Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Kled continuaba impasible en su puesto de observación mientras contaba las pérdidas: dos útiles luchadores, un par de perros (los restantes serían inútiles hasta dos semanas después de aquella abundante comida) y su oso señuelo favorito. ¿Y sus ganancias? Bueno, el enmascarado contrarrestaría cualquier pérdida si podía persuadirlo de luchar otra vez.

Los matones a los que Kruza y Lenya habían dejado fuera de combate volvían a levantarse, pero ninguno parecía querer la revancha. La multitud estaba haciendo un escándalo capaz de despertar a los muertos.

El gladiador se volvió para mirar a Kruza y Lenya.

—Nos marchamos. ¡Ahora! -les dijo a gritos por encima del estruendo.

—La puerta de entrada está cerrada… -comenzó Lenya.

El gladiador levantó el mazo.

—No por mucho tiempo.

Kled bajó a toda velocidad por la curva escalera hasta el subterráneo, desesperado por darle alcance a su nuevo descubrimiento antes de que desapareciera en la noche. Los aplausos frenéticos aún sonaban en sus oídos, y al cabo de poco fueron reemplazados por gritos de «¡Más!» y «¡Hombre Enmascarado! ¡Hombre Enmascarado!».

Camino del exterior, el gladiador, que aún llevaba la máscara de tela firmemente encajada en la cabeza, se echó un hato sobre el hombro y se llevó al desgreñado par lejos de la inesperada aventura. Lenya advirtió que el hato parecía estar envuelto en una especie de piel.

El extraño trío se alejó apresuradamente del exterior desierto de la plaza de Fieras y bajó por una serie de callejones vacíos. Se detuvieron en una plaza diminuta, situada detrás de altos edificios, donde apenas había espacio para los tres. pero tampoco ventanas desde las que pudiesen espiarlos. El hombre enmascarado se arrodilló junto a su peludo bulto y comenzó a desatarlo. Luego, con gesto impaciente se quitó la improvisada capucha de tela y dejó a la vista el pelo pegado a causa del sudor a la frente lustrosa.

—¡Krieg! -exclamó Lenya con un chillido contenido y jadeante-. Krieg… Pero ¿cómo…? ¿Qué…?

Estaba tan sorprendida que no podía recobrar el aliento y comenzó a sentir un hormigueo en los dedos de las manos. Pensó que iba a vomitar.

—¿Lo conoces? -preguntó Kruza.

Luego, reparó en lo que el hombre medio desnudo estaba sacando del paquete. Por un momento, pensó en huir, pero en los ojos del otro había una expresión que le advirtió que no lo intentase siquiera.

Una vez ataviado nuevamente con su piel de lobo y su peto. el Lobo Blanco llamado Krieg Drakken condujo a Lenya y Kruza hasta una taberna cercana. Kruza no sabía qué decir, así que se entretuvo con el barril y llevó a la mesa tres altas jarras de buena cerveza. No le gustaba el hecho de mezclarse con una figura de autoridad tan poderosa como aquel hombre, no le gustaba ni pizca, pero no le apetecía dejar a Lenya después de lo que habían pasado juntos.

—Yo podría haberte ayudado a encontrar a tu hermano -le estaba diciendo Drakken a la muchacha con tono severo-. ¿Por qué no confiaste en mí? ¡He estado a punto de atraer la ignominia sobre mi templo al tener que entrar en la arena para rescatarte! Si alguien me hubiese reconocido…

—Lo lamento -se excusó ella.

Lenya se preguntó por qué no había confiado en él. ¿Era sólo porque ya le debía demasiado? No quería pensar en el asunto.

—¡Ahora nadie va a encontrarlo! -murmuró la muchacha con voz hueca-. Después de todo esto…

Lenya nunca se había sentido tan completamente inútil. Todas las pistas habían sido falsas, todos los rastros estaban fríos y ninguno de los riesgos había merecido la pena. Había luchado con toda la valentía de que era capaz, pero, al fin, el enorme tamaño de Middenheim había vencido a su voluntad y su fuerza.

—¡Ay, Stefan! -exclamó-. ¿Por qué tuviste que venir a este lugar? ¡Valiente pequeño Resollador que quería buscar fortuna!

Se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar.

—¿Qué has dicho? -preguntó Kruza, de pronto-. Dijiste que se llamaba Stefan.

—Sí -respondió ella al mismo tiempo que sorbía por la nariz-, pero cuando éramos niños lo llamábamos Resollador…

—Resollador… -repitió Kruza con voz apenas audible por encima de los sollozos de Lenya-. ¡Que Ulric me condene! -exclamó, y derribando la silla a sus espaldas, se puso de pie a causa de la alarma-. ¿Tu hermano era Resollador?

MITTHERBST

Estandarte de Lobo

La noche era vieja y seca. Las lunas de pleno verano, como gajos de limón, flotaban hoscas en el cielo de suave color púrpura. Las mariposas nocturnas golpeaban contra los cristales y la protección de cristal de las farolas. En los interiores penumbrosos del gran templo de Ulric, un cálido silencio colmaba los pasillos y claustros. Era más de medianoche, y el calor diurno aún no había desaparecido. Más frescas que las calles durante el día, las grandes piedras del templo irradiaban entonces el calor que habían absorbido, y que desprendían las paredes y las columnas.

Aric, el portaestandarte de la Compañía Blanca, atravesó el atrio lleno de sombras del impresionante santuario a la luz de doscientas velas humeantes. El sudor perlaba su ancha frente joven. La costumbre y la observancia de las reglas lo obligaban a llevar la armadura gris y dorada y la piel de lobo del uniforme de templario, pero deseaba con toda su alma poder quitárselas.

Estaba de servicio. La Compañía Blanca tenía la guardia de vigilia y debía patrullar el palacio de Ulric hasta las primeras luces del día y el toque de maitines. Aric ansiaba el frescor y la niebla que esperaba que trajera el amanecer, que marcaría el final del turno de guardia.

Junto a la puerta en forma de arco de una capilla lateral dedicada a los hijos caídos de Ar-Ulric, Aric vio a Lowenhertz. El alto templario había apoyado su martillo de guerra contra la jamba y estaba de pie mirando hacia la ciudad a través de una ventana ojival desprovista de cristales. Al oír que Aric se aproximaba, se volvió a la velocidad del relámpago y enarboló el martillo.

—Tranquilo, hermano -le dijo Aric con una sonrisa.

—Aric… -murmuró Lowenhertz al mismo tiempo que bajaba el martillo.

—¿Qué tal va la noche?

—Sofocante. Huele el aire.

Ambos se quedaron de pie sobre el estrecho parapeto que había debajo del arco e inspiraron: sudor, humo de madera, podredumbre en el sistema de saneamiento.

—¡Ah, Middenheim! -murmuró Aric.

—Middenheim en pleno verano -añadió Lowenhertz-. Maldito sea su corazón de piedra.

En alguna parte de Altmarkt, más abajo, sonaban furiosas campanillas de mano y se veía un lejano resplandor distante. Otro incendio en las calles secas como yesca. Sólo durante esa semana había habido una docena o más. Y fuera de la ciudad, las chispas de rayos veraniegos habían incendiado sectores del bosque por la noche a intervalos regulares. Los pozos estaban secándose, las letrinas hedían, estallaban peleas callejeras, abundaban las enfermedades y florecía la venta de aceite de clavo. Era un verano caluroso y humoso para cualquier región, y para Middenheim constituía uno excepcional.

—Es el verano más caluroso de los últimos ocho años -dijo Lowenhertz, que sabía de esas cosas.

—El más caluroso que yo haya pasado -le aseguró Aric, e hizo una pausa significativa.

—¿Qué? -preguntó Lowenhertz al mismo tiempo que se volvía a mirarlo.

Aric se encogió de hombros.

—Yo… Nada.

—¿Qué?

—Casi esperaba que me explicaras por qué. Con tus conocimientos y todo eso, casi esperaba que me dijeras que un verano tan sofocante como éste es un signo seguro de algún desastre.

Lowenhertz pareció ligeramente enojado, como si pensara que se burlaba de él.

—Lo siento -dijo Aric-, pero debo continuar con la ronda.

—¿Hermano Aric? -dijo Lowenhertz cuando el otro se alejaba.

—¿Lowenhertz?

—Estás en lo cierto, ¿sabes? Un verano como éste…, no según ninguno de mis conocimientos, signos o presagios…, pero un calor como éste se apodera de la mente de los hombres. Les cuece el cerebro, se lo retuerce. Antes del otoño habrá problemas.

Aric asintió con gesto solemne y se alejó. Le caía bien Lowenhertz, pero no había nada en lo que aquel hombre no pudiese ver un aspecto negativo.

***

—¡Entonces quítatela! -le espetó Morgenstern.

La noche sofocante no había mejorado su talante, y su enorme cuerpo estaba empapado de sudor. Se había quitado la piel de lobo y la armadura, y estaba sentado en la parte delantera de la capilla principal. Ataviado con la camisa, presionaba la cara y el cuello contra la piedra fresca de la pila llena de agua. Encima de él, la gran estatua de Ulric se alzaba hacia la oscuridad, silenciosa, inmensa.

«Y probablemente también está sudando», decidió Morgenstern.

—¡Va contra el reglamento! -protestó Drakken, el más joven de los Lobos Blancos.

El recluta más reciente había alargado su turno para quedarse un rato con el veterano grande como un buey.

—¡Que Ulric se coma el reglamento! -le espetó Morgenstern al mismo tiempo que ladeaba la cabeza hacia la enorme estatua como muestra de respeto-. ¡Si tuvieras tanto calor como yo, le abrirías una zanja a esa armadura y chorrearías sudor! ¡En el nombre del Lobo, tienes la sangre lo bastante caliente para galantear a esa feroz mozuela de la corte del Margrave! ¡Debes estar cociéndote dentro de esa chatarra!

Drakken sacudió la cabeza con cansancio y se envolvió los poderosos hombros con la piel de lobo como si quisiera desafiar al calor.

«Bajo, hosco, ancho y testarudo -pensó Morgenstern-. Es indudable que nuestro muchacho Drakken tiene sangre de enano en su linaje. Es seguro que sus bastardos ancestros cavaron esta ciudad en la mismísima roca.»

Se puso de pie al darse cuenta de que Drakken intentaba no observarlo. Morgenstern metió una mano dentro de la fuente.

—¿Qué estás haciendo? -le siseó Drakken.

El viejo veterano sacó del agua bendita una botella de cerveza tapada con un corcho.

—La puse a refrescar -explicó.

Después, quitó el tapón y se echó el frío líquido a la garganta. Casi podía oír cómo Drakken se atragantaba con su propia saliva y su envidia. El joven avanzó hasta él a grandes zancadas.

—¡Por el amor de Ulric, dame un poco!

—¿Un poco de qué?

Aric avanzaba por la fila central de la gran nave, y millares de llamas de vela oscilaban con la repentina brisa producida por su ondulante piel de lobo.

Drakken se quedó petrificado. Se oyó un sonido líquido cuando la botella desapareció de la vista dentro de la pila. Los rechonchos dedos de Morgenstern la habían soltado.

—¿Morgenstern?

El enorme templario giró con sobriedad, hundió las manos curvadas dentro del agua de la pila y las levantó luego para bautizarse el rostro en una salpicante cascada de plata danzante.

—Agua bendita, hermano Aric -respondió Morgenstern mientras sacudía sus empapados rizos como si fuera un sabueso y veía que Aric fijaba la vista en su cuerpo despojado de la armadura-. En las horas tardías como ésta, me gusta purificarme con el agua bendita de Ulric, para estar fresco para la guardia.

—¿De verdad?

—¡Oh, sí! -le aseguró Morgenstern mientras volvía a mojarse cara y torso-. Vaya, me sorprende que un joven serio y devoto del Lobo como tú no conozca el ritual. Absuelve, ya lo creo. Es purificador; muy purificador.

—Muy purificador -asintió Drakken.

Morgenstern sabía que el joven templario estaba a un paso de soltar la carcajada, así que cogió a Drakken por el cuello y lo sumergió de cara en el agua de la pila.

—¿Lo ves? ¡El joven Drakken está ansioso! ¡Se muere por purificarse! ¿Puedo complacerte también a ti con un bautismo nocturno?

—Perdóname por entrometerme en tus prácticas, hermano Morgenstern -respondió Aric al mismo tiempo que negaba con la cabeza-. No sabía que fueras tan… devoto.

—Soy un hermano de Lobos, Aric. Me duele pensar que podrías creerme descuidado con ese tipo de detalles. Que te sirva de lección. Piensas que los veteranos somos descuidados y que estamos más interesados en el vino, la canción y los favores femeninos. -Morgenstern mantenía bajo el agua la cabeza de Drakken, que luchaba por liberarse-. ¡Los Lobos jóvenes os avergonzáis de los que son como yo! ¡Vaya, estoy casi decidido a salir afuera ahora mismo y azotarme la espalda desnuda con amargas varas de mimbre para castigar mi alma por amor a Ulric! ¿Cuándo hiciste eso por última vez?

—Lo he olvidado. Una vez más, te pido disculpas -dijo Aric al mismo tiempo que daba media vuelta para continuar la ronda-. Me inclino con humildad ante tu estricta devoción.

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