Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Algo iba mal. El público de arriba había quedado en silencio y, luego, había comenzado a golpear las manos con un extraño ritmo lento que el enano no había oído nunca en todos los años que llevaba trabajando en la plaza de Fieras. Kled dejó caer la porra, cogió el justillo del gancho donde lo tenía colgado y, mientras se lo ponía, ascendió corriendo por la escalera de espiral que lo llevaría hasta el puesto de observación de los entrenadores.

***

Drakken se encontraba al pie de la escalera y miraba hacia el interior del espacio subterráneo que se extendía más allá. No veía nada, pero oía golpes sobre una jaula y el murmullo amortiguado del público. Luego, hicieron las palmas y, a continuación, unas aclamaciones sonoras.

De rodillas sobre el serrín, Kruza miró al interior del gruñente hocico de un robusto perro con pecho de barril, que tenía cabeza cuadrada y pequeños ojos destellantes. La saliva goteaba de los colmillos del bull terrier y, de la herida que tenía en un flanco, caía un líquido amarillento. En menos tiempo del que se necesita para realizar una somera inspiración asustada, Kruza estaba de pie y saltaba por encima del perro. Una aclamación tremenda recorrió al atónito público.

Mientras Kruza se levantaba y saltaba, Lenya captaba la primera visión del entorno. Detrás de Kruza, se alzaba un alto poste, en el centro del local abarrotado. Encadenada a él, había una enorme bestia marrón y sucia, que aullaba, y del collar con púas que le rodeaba el cuello pendían varios palmos de cadena de gruesos eslabones. Las enormes patas que pisoteaban el suelo cubierto de serrín estaban atadas entre sí para restringir su movimiento.

En torno al enorme oso que se alzaba sobre dos patas, varios bull terrier saltaban y lanzaban dentelladas, y sus ojos enloquecidos se desesperaban por lograr morderlo. Lenya se volvió para echar a correr, pero la puerta por la que había entrado estaba cerrada.

***

De pie en el borde de la plataforma de entrenadores, Kled se llevó los dedos a la boca y profirió un agudo silbido, que atravesó el estridente ruido de la arena e hizo que los bull terrier volvieran la cabeza por un instante. Pero sólo por un instante.

Kled les hizo un breve gesto a los cuatro hombres vigorosos que se habían levantado de sus asientos entre la frenética multitud al oír el silbido; en ese momento, ya estaban bajando entre las apretadas hileras de las gradas. Apoyando los pies con firmeza en los bancos, avanzaron sin esfuerzo entre la muchedumbre. Al cabo de poco rato, cuatro hombres corpulentos, ataviados con armaduras de cuero y que se ponían cascos con cuernos, llegaron al muro alto que rodeaba el escenario y saltaron por encima.

—¡Sacadlos de ahí! -les gritó Kled-. ¡Sacadlos!

Ya reinaba el caos. La gente estaba volviéndose loca de entusiasmo. Los hombres de Kled entraron en acción.

Uno de los cuatro hombres cayó justo detrás de Lenya e intentó levantarla, pero no había imaginado que aquella mujercita menuda fuese tan rápida. Se agachó, escapando de su abrazo, y se escabulló entre sus piernas. Al volverse para ver adonde había ido, sintió un agudo dolor lacerante en una pantorrilla. El perro con el que Kruza se había encontrado cara a cara y que había perdido su primer objetivo cerró entonces las mandíbulas sobre la pierna del matón como si fuese su primera buena comida.

Los demás hombres se armaron con las lanzas que había contra el muro del escenario por si surgían emergencias y comenzaron a pinchar a los perros. Su misión consistía en controlar la situación y en sacar a los intrusos de la arena lo más pronto posible, antes de que todo el espectáculo se transformara en una farsa. Kled observaba con ansiedad desde su puesto.

Kruza aterrizó a pocos pasos del oso. Se acuclilló y tendió una mano tranquilizadora hacia el frenético animal, que bramaba y echaba espuma por la boca al mismo tiempo que tironeaba de las cadenas, desesperado por salir tras sus torturadores después de meses de repetidos abusos. Los perros gruñían y describían círculos en torno a él. Al cabo de un momento, uno de los matones comenzó a aproximarse a Kruza, a la vez que pinchaba con la lanza a los perros que tenía delante. Se trataba de un hombre enorme, que lucía tatuajes en las zonas del cuerpo que no estaban cubiertas por la lustrosa armadura de cuero negro. Su mellado casco de acero adornado con cuernos resultaba imponente sobre la frente, pero la mandíbula cuadrada y la ancha boca con su horripilante labio leporino eran aterrorizadores.

Con la vista aún alzada, Kruza bajó la mano al suelo y, luego, arremetió con los hombros y rodeó con los brazos las impresionantes pantorrillas del terrible gladiador. El cuero negro cayó en el serrín, entre una nube polvorienta. Kruza se le sentó sobre el torso y comenzó a tironearle del casco, aferrando un cuerno con cada mano y haciéndolo girar de un lado a otro, hasta casi estrangular al hombre con la tirante correa que le pasaba por debajo del mentón.

Se oyó un rugido de risa procedente de la multitud. Las luchas de fieras eran una cosa, pero esa batalla semicómica era otra muy distinta. Estaba claro que consideraban justo el precio pagado por la entrada.

Kled se cogió la cabeza con las manos. Las cosas iban de mal en peor. Sin duda, mañana se quedaría sin trabajo. Levantó la cabeza al oír que la chusma se ponía de pie, pataleaba, vitoreaba y aplaudía por encima de la cabeza, y entonces miró hacia la arena.

***

En la entrada del escenario, ante la puerta de fieras, había una figura. Kled volvió a mirar. Un enorme hombre enmascarado ocupaba toda la puerta. Estaba desnudo de cintura para arriba y ya brillaba de sudor. En una mano, llevaba un mazo enorme, provisto de mango largo y pesada cabeza de hierro. En la otra, tenía una tosca porra rematada por una serie de robustas púas de hierro. No eran armas, sino herramientas, las herramientas del oficio de Kled, cogidas del subterráneo por aquel pasmoso gladiador. El hombre permaneció allí durante lo que pareció una eternidad, lo bastante para que Kled y el público pudiesen reparar en sus calzones de cuero y sus botas altas hasta la rodilla, las bandas que le envolvían apretadamente las muñecas y el torso lustroso. El hombre era más bajo que la media, pero lo que le faltaba en estatura lo compensaba sobradamente en anchura. Sobre la cabeza, llevaba una improvisada máscara, un saco pequeño con agujeros para los ojos.

Un instante más tarde, el mazo comenzó a girar por encima de la cabeza del gladiador, mientras éste deslizaba la mano por el mango. El hombre había visto algo que a todos los demás les había pasado por alto porque estaban observándolo a él: los movimientos del oso.

El ruido de la muchedumbre y el insólito número de humanos que cabriolaba por la arena habían llevado al oso más allá del pánico. Se arrojó contra el poste con todo su peso y, luego, se lanzó en el sentido contrario y cayó sobre las cuatro patas. La parte superior del poste se había partido a causa de la fuerza del tirón, y la cadena acababa de zafarse. El oso estaba suelto.

Los perros que lo rodeaban reaccionaron con excesiva lentitud. El oso arremetió contra uno, al que atacó con garras y dientes, para luego lanzar a otro por el aire, con el lomo partido y aullando. Los perros restantes retrocedieron, asustados ante aquel cambio de situación. El oso, entonces frenético, lanzaba gotas de sangre de perro por el aire al sacudir el hocico mientras avanzaba hacia los objetivos humanos que lo rodeaban. La multitud bramaba.

El gladiador se mantuvo firme e hizo girar con fuerza el mazo que sujetaba con la mano; luego, lo soltó. El mazo salió volando muy arriba por el aire, giró dos veces a causa del impulso que le había imprimido el gladiador y, al caer contra un lado de la cabeza del oso, produjo un ruido de hueso que se partía. El animal gimió una vez y se desplomó sobre dos de los perros, que quedaron gimoteando bajo el tremendo peso.

La multitud volvió a rugir, y Kruza se levantó de un salto de encima del torso de su oponente semiestrangulado; tenía la intención de evitar el siguiente enfrentamiento cuando se presentase.

Lenya se volvió, distraída, para mirar al gladiador, y alguien la cogió por detrás. Al volverse, vio que era el matón cuya pierna había sido mordida; pese a que sangraba, aún se mantenía fuerte y en pie. Lenya luchó y pataleó, y el público se echó a reír.

La risa acabó en otro gran rugido de aprobación cuando el misterioso gladiador blandió la porra a dos manos y descargó un golpe sobre la espalda cubierta de cuero del matón. Éste soltó a Lenya y retrocedió con paso tambaleante. El hombre se volvió al mismo tiempo que desenvainaba un largo cuchillo que llevaba en el cinturón. Lanzó una puñalada y, luego, hizo un segundo intento de hundir la hoja en el musculoso pecho del gladiador, que respondió con otro golpe de porra que dejó al matón tendido boca abajo en el suelo, donde la sangre se mezcló con el serrín hasta formar una oscura mancha.

Kled contemplaba aquello con pasmo. Dos de sus mejores hombres habían sido vencidos por Kruza y aquel misterioso luchador; por no hablar del oso, su actor y aliado de confianza desde hacía ya más de dos años, y que no sería fácilmente reemplazable. Y entonces, Kled oyó que el público salmodiaba el nombre de «¡Hombre Enmascarado! ¡Hombre enmascarado!», y sonrió para sí. Tal vez, después de todo, había tropezado con algo bueno. Quizás aquel hombre enmascarado necesitase un trabajo.

El gladiador cogió a Lenya, y la multitud lo abucheó. Ella miró a Kruza cuando el hombre intentaba llevársela; protestó, pataleó y se puso a gritar.

—¡Kruza! -lo llamó.

—¡Éste no es sitio para ti, señora! -dijo el gladiador.

Mientras aporreaba el pecho del hombre enmascarado, ella lo insultaba.

—¡Bastardo! ¡Suéltame! ¡Tengo que ayudar a Kruza!

Para su sorpresa, él la soltó.

Los restantes perros de la arena habían abandonado la acción al darse cuenta de que el oso estaba muerto y los aguardaba una comida. Los últimos dos matones, que habían estado intentando mantener controlados a los canes con las largas lanzas, se volvieron entonces hacia Kruza. El público esperaba con el aliento contenido mientras las máquinas de lucha recubiertas de cuero describían círculos en torno a Kruza, con las lanzas apuntando el suelo y amenazantes.

—¡Matadlo! -gritó alguien del público.

Otras voces se le unieron hasta que la totalidad del local resonó con el ritmo de centenares de pies que golpeaban lentamente para acompañar cada grito.

—¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Matadlo!

Kruza arrastraba los pies por el suelo del escenario y se preparaba. La primera lanza se adelantó para enredarse en sus piernas, pero Kruza saltó en el momento justo y la evitó. La punta de la segunda lanza avanzó a la altura de los hombros, y tan pronto como Kruza cayó después del salto, se vio obligado a agacharse para dejar paso a la lanza, que le silbó cerca, por encima de la cabeza. Las lanzas arremetían contra él con rapidez, pero Kruza tenía pies veloces. El público estaba casi en silencio y observaba a los tres hombres que ejecutaban aquella curiosa danza.

Lenya se lanzó sobre la espalda del matón que tenía más cerca, del mismo modo como en que había atacado intrépidamente a sus hermanos en las luchas fingidas cuando estaban en su hogar. Tuvo que saltar para pasarle las manos por encima de los hombros y luego izarse, ya que el atacante de Kruza era casi dos cabezas más alto que ella. Le rodeó el cuello con un brazo de manera que el codo quedase a la altura de la garganta; luego, se cogió cada muñeca con la mano contraria y lanzó todo su peso hacia abajo y atrás. Sus pies colgaron sobre el suelo durante un momento, pero sintió que el tipo cedía. Levantó las rodillas, las apoyó contra la cintura de él, se impulsó hacia atrás por segunda vez y salió despedida al caer el matón de espaldas, con un ataque de arcadas y tos a causa de la llave de ella.

***

El gladiador enmascarado se deslizó en torno a la lucha, con un ojo puesto en los perros que comían, y recogió el mazo que estaba tirado en el suelo. A continuación, se dirigió hacia el matón restante. Su primer golpe coincidió a la perfección con la estocada baja que le lanzó el luchador vestido de cuero. Ambos erraron el golpe, pero el enmascarado no perdió para nada el equilibrio y su mazo describió un arco largo al descargar el segundo golpe, que dio en el blanco. El casco de dos cuernos salió volando de la cabeza del matón y cayó entre el público, del cual se alzaron numerosas manos para atrapar el trofeo. Mucho antes de que alguien lograra coger el casco, el matón yacía en el suelo con las piernas torcidas en direcciones poco naturales a causa del impulso del golpe, y la cabeza sangrante y abierta.

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