Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Ése es nuestro hombre -dijo con satisfacción.

Lenya comenzó a separar la espalda de la musgosa pared húmeda; no obstante, dado que Kruza no hacía movimiento alguno, volvió a recostarse en ella con impaciencia. Aguardó a que su guía le hiciera una señal. Por segunda vez aquel día, estaba poniéndose en manos de un completo desconocido.

Mientras esperaba, miró a su alrededor, pero el callejón había quedado desierto. Contempló con fascinación a una rata que caminaba entre los miserables montones de detritus esparcidos. Las sobras eran escasas en aquella zona. La gente partía los huesos para comerse el tuétano, y luego los molía para espesar el caldo. Allí las frutas se comían enteras, con pepitas, hueso y piel, al igual que las verduras. Y cuando los moradores de ese barrio comían carne, ingerían el animal entero; dejaban la sangre para hacer morcillas, y masticaban los cartílagos y tendones hasta que quedaban lo bastante blandos como para tragarlos. Los únicos desechos allí eran los humanos. Las gentes de aquella zona eran criaturas harapientas, a las que les faltaban el pelo y los dientes. La flaca rata pelada que sólo tenía la mitad de los colmillos le recordó a esa gente. Con una sensación que estaba a medio camino entre el patetismo y el horror, se dio cuenta de hasta qué profundidades habían sido arrastrados los habitantes de Altquartier. Las ratas prosperaban en cualquier parte, pero allí incluso ellas tenían que luchar para sobrevivir.

Cuando las voces del interior comenzaron a aplacarse y la gente volvió a entrar poco a poco en el callejón, Kruza se movió. Tras dar dos pasos, se volvió para mirar a Lenya y la observó durante un momento, mientras ella contemplaba a la rata. Luego, la tomó de la mano y la condujo al diminuto patio que había al otro lado de la pared. Dos hombres ataviados con capas largas de tela gris amarillento estaban sacando al patio una carretilla estrecha y provista de una sola rueda. Un tercer hombre permaneció de pie durante un momento, como sumido en contemplaciones, y luego los siguió. Cuando la carretilla giró con brusquedad en una esquina, Lenya vio que la carga rodaba y se mecía antes de que una mano cayera de debajo de la piel impermeabilizada que lo cubría. La muchacha le tiró de la manga a Kruza.

—¡Hay un cuerpo en ese carro! -exclamó con horror y sorpresa.

—Teníamos que esperar hasta que se lo llevaran -explicó Kruza- para hablar con el sacerdote. Tiene trabajo que hacer, y un poco de respeto por los muertos es algo que siempre se agradece.

Lenya quería formular más preguntas; no entendía qué estaba pasando, y eso no le gustaba.

Kruza y Lenya siguieron a los hombres a lo largo de dos o tres manzanas más, hasta que el carro y su macabra carga se alejaban del hombre que Lenya suponía que era el tercer miembro del grupo. Se sintió aliviada al ver que el carro desaparecía de la vista cuando Kruza avanzó para hablar con el hombre.

Éste se volvió con una expresión benigna, casi vacua en el rostro. No sabía qué había esperado, pero no era el caballero macilento y entrado en años al que entonces contemplaba.

—Una palabra, señor, si nos lo permites -comenzó Kruza-. Mi acompañante está buscando a un pariente en la ciudad… Esperamos que no puedas ayudarnos, pero…

—Lo mismo espero yo -respondió el hombre con su voz calma-. Venid, nos sentaremos a hablar. Si la noticia es mala, no debe darse en la calle.

Lenya y Kruza lo siguieron, y la muchacha tiró de su compañero para que se retrasara algunos pasos.

—¿Quién es? -le siseó-. ¿De qué malas noticias habla?

—Es un sacerdote de Morr -respondió Kruza-. Se hace cargo de los muertos de Middenheim, y a veces descubre sus secretos.

—¿Y si Stefan no está muerto? -preguntó Lenya con un susurro de pánico.

—Si Stefan no está muerto, el sacerdote de Morr no lo conocerá.

Dicho esto Kruza apresuró el paso para dar alcance al sacerdote, que entraba en un albergue situado unas pocas calles al norte del patio en que había muerto el hombre, Hans.

Kruza se había dejado su jarra de cerveza de la tarde, así que se sintió encantado de proporcionarles a sus acompañantes, y a sí mismo, una clase de brebaje bastante mejor que el que había encontrado hasta el momento durante ese día.

—¿Y cómo se llama tu hermano? -preguntó el sacerdote de Morr cuando Kruza regresó tras haber llenado las jarras en el barril.

—Stefan Dunst. Se marchó del campo hace más de un año. Desde entonces no he sabido nada de él -replicó Lenya.

—No he atendido a nadie con ese nombre -respondió el sacerdote-. Descríbemelo.

—Era menudo para ser un hombre -explicó Lenya con voz ligeramente temblorosa. Se aclaró la garganta-. Bajo y delgado, pero fuerte. Tenía la piel muy blanca y el cabello muy rubio, ojos de color gris pálido y grandes, como los míos.

—Y tal vez aún los tenga -dijo el sacerdote-. Tampoco he atendido a ninguna alma con esa descripción, cuyo nombre fuese desconocido.

Lenya, aliviada se relajó.

—¿Estás seguro? -preguntó.

—Muy seguro -replicó el sacerdote.

Se puso de pie y se marchó sin pronunciar una sola palabra más. Su jarra de cerveza quedó sobre la mesa, intacta.

—¡Bueno, ya está! -exclamó Kruza.

Después, Kruza vació su jarra y se chupó los labios; pero Lenya no iba a conformarse.

—No del todo -dijo-. Está vivo. Ahora lo único que tenemos que hacer es encontrarlo, y creo que sabes lo que eso significa.

Kruza sabía con total exactitud lo que significaba, y no le hacía ninguna gracia. Él era como muchos otros ladrones y timadores insignificantes de la ciudad, tal vez un poco más próspero que la mayoría, pero en realidad era lo mismo. Kruza trabajaba para alguien. Recibía menos órdenes que el grueso de parásitos de bajo rango que trabajaban en la ciudad; no era precisamente un muchacho de los recados como la mayoría, y al menos imponía un cierto respeto. A fin de cuentas, resultaba útil. Pero lo que importaba era que Kruza tenía un jefe. Era algo que venía incluido en el territorio.

Y ese territorio era del jefe y no constituía un lugar seguro para una muchacha como Lenya.

—No hay nada más que podamos hacer hoy -dijo Kruza al mismo tiempo que miraba a Lenya-. Pronto oscurecerá, y tú debes volver al palacio.

—¡Pero has dicho que me ayudarías! -gimió Lenya.

—Puedo volver a ayudarte otro día -le aseguró Kruza, que intentaba con toda su alma disuadir a la muchacha.

—¡No! -protestó Lenya con tono de urgencia-. ¡Hoy!

«Además -prosiguió, cambiando de rumbo-, no puedo volver al palacio hasta que no encuentre algo decente que ponerme. No creerás que he llegado a Altquartier vestida de esta manera, ¿verdad?

Lenya se encontraba otra vez metida en camisa de once varas. En la anterior ocasión en que se había aventurado a adentrarse en el interior de la ciudad, había estado a punto de quedarse fuera del palacio. Entonces, el cambio en su apariencia le impediría la entrada con total seguridad, o en el mejor de los casos, alguien querría saber por qué tenía un aspecto tan espantoso. ¿Qué le había sucedido? ¿Quién la había atacado? Preguntas con las que no estaba dispuesta a enfrentarse ese día; ni ningún otro, en realidad. Estropear su ropa le había parecido una buena idea en su momento, lo único sensato que podía hacer. Pero entonces estaba horrorizada ante la perspectiva de regresar al palacio en un estado tan lamentable.

—Estoy perfectamente vestida para la vida de esta ciudad, especialmente después de haber oscurecido -dijo-. ¿Qué mejor oportunidad voy a tener de encontrar a mi hermano?

Kruza tuvo ganas de echarse a reír; en parte, porque ella llevaba razón, pero más porque tenía los pies separados y las manos sobre las caderas, lo que le confería todo el aspecto de ser un cruce entre una fulana y un pendenciero de esquina. Su tono era tan exigente y petulante como el de una recién casada insatisfecha. Considerada en conjunto, esa imagen particular de Lenya era demasiado persuasiva para negarle algo. Kruza decidió que, sencillamente, tendría que cuidar de ella.

—De acuerdo -respondió-, lo intentaremos. Pero no te hago ninguna promesa. Conozco a una buena modista que te proporcionará un vestido nuevo antes de que acabe la noche. Y cuando lo haga, regresarás al palacio.

Lenya le dedicó una ancha sonrisa.

—¡Bien! -dijo-. Pongámonos en marcha.

—Todavía no -la atajó Kruza al mismo tiempo que la atraía con suavidad de vuelta al asiento-. Primero, tenemos que comer, y hay cosas que debes saber sobre la gente a la que conocerás esta noche.

Kruza le hizo un gesto a la mujer que estaba sentada sobre un alto taburete, junto a la barra, fumando una pipa de cerámica de caña larga. Lenya tenía la sensación de que le estaba dando largas, pero no le importó, porque de pronto se dio cuenta de que tenía mucha hambre.

La mujer hosca, con la pipa aún colgándole de los labios, les trajo costillas grasientas y descarnadas, pan negro y coliflor en conserva. Mientras comían, Kruza le habló de los Bajos Reyes y, en particular, de su propio jefe, aunque por el momento no pronunció su nombre.

—El nombre de Bajos Reyes es muy adecuado. Son los monarcas del mundo clandestino, los gobernantes absolutos de las calles. Algunos son los más bajos de los bajos: usan a los demás, son parásitos, tiburones prestamistas. Gobiernan todo el crimen organizado de esta ciudad, y casi todos los carteristas, estafadores y ladrones de poca monta les deben lealtad a los señores de la noche. Y sólo un puñado de esos Bajos Reyes rigen la ciudad de Middenheim. El Graf piensa que gobierna la ciudad, y lo mismo sucede con los gremios. Pero los hombres que gobiernan la auténtica ciudad, los hombres que controlan las calles, a las putas, el tráfico de drogas, las casas de juego, son muy pocos. Se esconden detrás de sus criminales y fulanas, y usan a los patanes y fugitivos de la ciudad como carne de cañón. Nunca los pillan, y cualquiera que trabaje para ellos, se trate de lo que se trate, es prescindible. ¿Entiendes?

Kruza miró a Lenya y reparó en la expresión de su rostro. «Está asustada -pensó-. ¡Bien!»

Altquartier no parecía tan espantoso en la semioscuridad que aguardaba a Lenya y Kruza cuando salieron de la taberna. La pálida luz gris amarillento era incapaz de resaltar los peores detalles de la vida callejera, y los pequeños braseros que ardían en innumerables esquinas disipaban una parte del olor que se embolsaba en el húmedo calor de las horas diurnas. Los estrechos callejones continuaban llenos de gentes; sin embargo, éstas parecían menos atormentadas en la penumbra, o quizá se debía a que Lenya simplemente estaba habituándose a aquel ambiente.

Caminaron juntos, sin prisa, por una serie de calles y callejones, girando hacia aquí y hacia allá. Luego, Kruza se detuvo y se volvió a mirarla.

—¿Sabes dónde estás? -le preguntó.

—No -respondió ella-. Este lugar es un laberinto peor que el palacio.

«Bien», pensó Kruza. No quería que se sintiese capaz de hallar el camino por ella sola en el caso de que se mostrara insatisfecha con los esfuerzos que él hiciese por encontrar al hermano.

La oscuridad era casi absoluta cuando Kruza condujo a Lenya al interior del Weg Oeste. Estaban reuniéndose grupos de gente, y la muchacha oyó el batir de tambores y las notas de estridentes instrumentos de viento que atronaban en el aire. Al girar en una esquina, mientras las muchedumbres se apiñaban en masa, reían y chillaban con anticipado placer, Lenya alzó los ojos por primera vez y su boca se abrió de asombro.

La construcción que tenía delante se destacaba como un achaparrado tambor de piedra, apretado entre ladeados edificios, y su vientre sobresalía hacia la calle como si empujase hacia afuera entre compañeros que lo estrujaban. Los grandes braseros del exterior proyectaban largas sombras oscilantes y altas llamas brillantes a los lados del edificio, las cuales producían la impresión de que las paredes palpitaban. Por encima de los gritos de la muchedumbre que empujaba para entrar en la construcción, Lenya podía oír otros sonidos, como animales en jaulas que eran pinchados y atormentados. Débiles rugidos de frustración y miedo llegaban a sus oídos.

Kruza estaba impaciente por avanzar y arrastró a Lenya fuera de la multitud, mientras se acercaba más gente y empujaba detrás de ellos.

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