Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Gruber la había tratado bien y con bondad. Cuando la devolvió al palacio a través de una de las más discretas puertas laterales, se había detenido a hablar con los hombres de la guardia de la ciudad que estaban allí de servicio. A ella la había presentado como a una muchacha que estaba bajo la protección directa del templo. Ninguno de ellos quería ponerse a malas con los Lobos Blancos, y entonces habría varios guardias en la puerta que la reconocerían en caso necesario. Si estaba de servicio cualquiera de esos hombres. podría salir y entrar de los terrenos del palacio sin tener ningún problema. En caso contrario, había un corto paseo hasta el templo, y calculaba que si Gruber la había reconocido con tanta facilidad, también otros lo harían. Nunca carecería de una escolta de confianza para que la acompañara hasta el palacio.

Dos días más tarde, pues, Lenya salió del palacio del Graf y dirigió sus pasos hacia el sur para ir al Gran Parque, donde encontró la puerta por la que había entrado en la ocasión anterior. Era más o menos la misma hora del día, y el lugar volvía a hallarse abarrotado de gente. Los senderos rocosos estaban brillantes a causa de la ligera llovizna, y cuando los apretados grupos la obligaban a desviarse por las musgosas terrazas, la oscura superficie esponjosa tenía un tacto casi grasiento bajo sus pies. No apartaba los ojos de la gente que pululaba por el parque, pero todos tenían asuntos que atender y hacían caso omiso de la muchacha. También tenía cuidado con los elementos de aspecto más duro, e incluso llegó a cambiar de sendero para evitar a un grupo de jóvenes obscenamente borrachos, que estaban dispuestos a mirar con sonrisa impúdica cualquier cosa que llevara faldas.

Necesitó dos o tres intentos para encontrar el tramo de estrecha escalera donde había estado sentada con Arkady hacía apenas dos días, y cuando lo encontró, fue por accidente. Bajó tres o cuatro escalones y se sentó allí, fuera de la vista. Pasada una media hora, Lenya comenzó a preguntarse si sería la misma escalera de la vez anterior, y entonces alzó los ojos de modo repentino, sin saber por qué. No había oído nada nuevo por encima del murmullo de la muchedumbre, pero al fijar la mirada vio una cabeza de negro cabello lacio y se puso de pie, suspirando de alivio, para saludar a Arkady.

El se acercó hasta unos pocos escalones de distancia, inclinado para que no lo viesen por encima del muro, y le hizo una señal a fin de que lo siguiera. A medida que los escalones descendían y giraban en cerrados ángulos a derecha e izquierda, Lenya se dio cuenta de por qué no habían encontrado a nadie en aquella escalera. Al volverse más empinados y estrechos los escalones, los muros se hicieron más altos y se transformaron en un arco bajo que goteaba ligeramente con espeso líquido negro de vegetación podrida. Los escalones pasaron de ser húmedos a ser oscuros y mojados, cubiertos con viejo musgo resbaladizo. El ruedo del vestido de Lenya se puso pesado al empaparse con agua salobre, y sus altas botas comenzaron a permitir el paso del agua. Se detuvo.

—¿Adonde vamos? -preguntó, aprensiva por primera vez.

Se encontraba en compañía de un completo desconocido, al que le había confiado su vida en una ciudad extraña, y él parecía estar conduciéndola bajo tierra, hacia el silencio y la oscuridad. El muchacho reparó en el tono de voz de ella.

—Confía en mí -le pidió, y rió-. Te aseguro que no pasa nada malo. Verás, ya nadie usa mucho esta vieja escalera, pero es segura y nos llevará adonde queremos ir. -Ella lo miró en la oscuridad-. Llegaremos pronto -añadió el joven-; te lo prometo.

Al cabo de unos minutos, los escalones acabaron de modo brusco, y Lenya siguió a Arkady al otro lado de un diminuto patio cerrado, donde los tejados de las casas de ambos lados casi se tocaban en lo alto. Desde allí entró a la habitación trasera de lo que pensó que tenía que ser una vivienda privada, pero que, en realidad, era uno de los muchos agujeros de una sola habitación donde se despachaban bebidas y que plagaban los callejones del extremo sudeste de Middenheim.

—¡Vaya! -exclamó Arkady-. En nombre de los dioses, ¿qué vamos a hacer con ese lamentable vestido?

Lenya bajó los ojos hacia su atuendo. Nunca le había gustado y ya sabía que no podría moverse con seguridad por ese distrito de la urbe si lo llevaba puesto. No necesitaba más que su propio instinto para saber eso.

—¿Puedes conseguirme un par de calzones y un cuchillo? -le preguntó a Arkady mientras se tironeaba de las mangas del vestido.

Él la miró, desconcertado, y luego le pasó el cuchillo que llevaba en la parte trasera de sus calzones y en el que ella no había reparado antes.

—Dentro de un momento, regresaré con lo otro -le aseguró él al mismo tiempo que daba media vuelta y desaparecía por donde habían llegado.

Lenya cogió el cuchillo y cortó las mangas del vestido a la altura de la sisa, de modo que dejó a la vista las más sencillas de la camisa que llevaba debajo. Luego, cortó los diez centímetros inferiores del ruedo de la falda; estaban empapados y olían a agua estancada. Tras arrojar la tela al fuego junto con las enaguas, Lenya tuvo otra idea. Movió el negro tizón del hogar hasta lograr que se encendiera y dejara caer cenizas a través de la rejilla, esparció éstas con una pala de hogar torcida y después frotó las cenizas entre las manos. A continuación, se ensució con hollín el corpiño del vestido y la falda. Cuando regresó Arkady, ya había logrado un parecido bastante aceptable de una mujer ordinaria. El muchacho le tendió los calzones.

Lenya le volvió la espalda y cortó de un extremo a otro la parte delantera de la falda, desde un poco más abajo de la cintura hasta el ruedo. Luego, disminuyó en varios centímetros las perneras de los calzones y se los puso. Se volvió hacia Arkady y levantó las manos en un gesto espectacular, en espera de la aprobación de él. El muchacho le sonrió y tendió las manos hacia los cabellos de la joven, los cuales revolvió sin piedad alguna hasta convertirlos en una masa ladeada en lo alto de la cabeza de la muchacha, de la que caían mechones sobre su frente y cuello. Retrocedió un paso y rió con verdaderas ganas.

—Casi perfecto -dijo-. Verás, esos brazos de ordeñadora te delatan demasiado, pero creo que tenemos lo que les hace falta.

Tras desaparecer otra vez, Arkady regresó un momento después con un justillo de cuero negro, corto. Pertenecía al lavaplatos, y Arkady lo había cogido del gancho de detrás de la puerta. Lo sostuvo ante Lenya para que ella se lo pusiera. Le quedaba bastante bien, y completaba los cambios que ella había hecho en su atuendo. Lenya podría andar de modo anónimo por las más oscuras calles de la ciudad; podría pasar por cualquiera o por nadie. Estaba preparada para presentarse ante el tunante al que Arkady se sentía tan orgulloso de conocer.

***

Kruza se encontraba sentado y encorvado sobre una jarra de cerveza en la única habitación pública del cochambroso establecimiento que, incongruentemente, se daba a sí mismo el nombre de taberna. Era aficionado a la cerveza, pero aquella mezcla débil y rancia estaba revolviéndole el estómago, y profirió un eructo sonoro en el momento en que Arkady y Lenya entraron a través de la puerta posterior, situada detrás de la estructura de tablas y barriles que hacía las veces de barra. Arkady profirió su carcajada característica, y Kruza alzó la cabeza sin mover para nada los caídos hombros.

Al ver a la guapa muchachita con ropas que estaban descosiéndose en varios lugares prometedores, Kruza se irguió y, cohibido, se alisó la parte frontal del jubón antes de sonreír.

—¡Pensaba que ibas a traer a una granjera tosca y mal hecha! -le murmuró a Arkady-. Esta criatura no parece proceder de ningún sitio cercano a una vaca.

—Espera hasta que abra la boca -aconsejó Arkady con una ancha sonrisa, y Lenya, al mismo tiempo que apretaba los dientes, le propinó una fuerte patada en una espinilla-. Creo que la dejaré contigo -dijo, y le guiñó un ojo a la muchacha antes de retroceder hacia la puerta que tenía detrás.

Lenya se sentó al lado de Kruza y miró los verdes ojos de él para ver si podía hallar algo que la ayudara a entender por qué se sentía tan atraída hacia aquel hombre. Era algo que le daba un poco de miedo. Entonces, él sonrió otra vez, y el cuerpo de ella se relajó.

—Arkady me ha dicho que estás buscando a alguien -comenzó Kruza.

—A mi hermano Stefan. Tiene dos años más que yo. Es un poco más alto, con el pelo rubio y los ojos como los míos. Se marchó de Linz para venir a Middenheim hace un año. Arkady me dijo que probablemente estaría trabajando como chico de los recados para uno de los… ¿Cómo los llamó? ¿Bajos Reyes?

—Es más probable que esté muerto -respondió Kruza mientras bajaba los ojos hacia la cerveza cubierta de pelusa que no iba a beberse-. Y si no lo está, debe haber en Middenheim un millar de hombres que se ajusten a esa descripción.

—¡Pero sólo hay un Stefan! -exclamó Lenya-. Si no quieres ayudarme, encontraré a esos Bajos Reyes por mí misma.

Kruza volvió a mirar a la muchacha. Arkady le había contado cómo lo había golpeado en el mercado, pero no parecía ni con mucho tan dura como podía indicar su modo de hablar. Y estaba seguro de que no tenía dinero para pagarle sus servicios. Suspiró.

—Bien -dijo-. Te ayudaré, pero no vamos a recurrir a los Bajos Reyes. Lo último que te interesa es enredarte con hombres como Bleyden. Comenzaremos por el sacerdote.

Lenya estaba a punto de protestar. ¿De qué le serviría un sacerdote? Pero Kruza ya la había tomado de la mano y, antes de que supiera dónde estaban, habían salido de la taberna y habían comenzado a caminar por la estrecha calle mal iluminada y mugrienta. Ella dedujo que aquello era Altquartier, la parte más dura, pobre y depravada de la ciudad. Lenya sólo la había visto desde lejos cuando estaba en el balcón del palacio. Las vías públicas, estrechas y serpenteantes estaban abarrotadas de activa gente sucia. Mujeres que les chillaban a golfillos descalzos y arrojaban la basura de manera indiscriminada a la calle. Casi no había luz: el cielo era una serie de finas cintas grises de bordes dentados que se tendían en lo alto, en gran parte ocultas por los tejados bajos de edificios inclinados. Perros flacos gruñían y ladraban, y escapaban cuando les daban patadas los indolentes hombres que estaban sentados en los estrechos escalones de la calle. Allí no había ningún orden, sólo malos olores, luz escasa y demasiado ruido. Lenya se mantuvo cerca de Kruza mientras se hacían invisibles entre las harapientas gentes de los tugurios.

Al cabo de poco rato, Lenya se dio cuenta de que no podía recordar de qué dirección habían partido. Su sentido de la orientación estaba completamente cegado en aquel lugar. Era la parte más empinada de Middenheim, con más meandros y desviaciones, más cuestas y escaleras. Los callejones parecían acabar ante ella, pero en el último minuto giraban en una nueva dirección que no había visto antes. Se sentía como si estuviese en un laberinto sin una salida clara, aunque sabía que el palacio se encontraba a poca distancia a pie.

Durante varios minutos caminaron apresuradamente por los caminos de ratas del Barrio Viejo, antes de que Kruza comenzara a aminorar el paso. Luego, se detuvo, se recostó contra una pared y se llevó los dedos a los labios, a la vez que le indicaba a Lenya que hiciese lo mismo, aunque ella pensó que eso sólo atraería la atención hacia ellos. Los callejones y calles de esa parte de Middenheim no estaban precisamente desiertos. Pasaron varios segundos, y Lenya comenzaba a sentirse aburrida e inquieta, hasta que se dio cuenta de que sucedía algo y se puso a escuchar las voces que sonaban al otro lado de la pared.

—¡Hans, ay, mi pobre Hans! -gemía una mujer profundamente trastornada. Una voz profunda, indistinta, algunos resuellos, y luego-: ¡No lo toquéis! ¡No lo toquéis! -Y el gemido se transformó en un chillido.

Respondió la voz grave y calma que parecía tranquilizar a la nerviosa mujer, pero, por mucho que se concentró, Lenya no logró discernir las palabras; sólo oía la tranquilizadora monotonía de la voz. Kruza se volvió para dedicarle a Lenya una ancha sonrisa.

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