Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Una tarde se encontraba con un codo apoyado en el muro de un balcón y la barbilla sobre la mano mientras contemplaba la vista una vez más, recordaba los acontecimientos del último mes e intentaba olvidarlos. Desde aquel punto aventajado, Lenya podía ver con claridad el otro lado de Middenheim. Podía oír el zumbido de un millar de voces, salpicado por los gritos de una multitud de comerciantes callejeros. Veía las más anchas calles y avenidas del norte de la ciudad. Hacia el sur y el este, las calles se estrechaban en un apretado laberinto gris, que nunca podía seguir. En algunos puntos, los tejados estaban tan juntos que lo único que podía ver era una estrecha línea de oscuridad. Sólo podía imaginar lo que sucedía en aquellos lugares sucios, oscuros e íntimos. Sabía que había ladrones, mendigos y personas de razas extrañas, y sabía que la única esperanza de ser feliz que le quedaba era escapar al interior de esa ciudad y convertirse en parte de ella.

Lenya estaba de espaldas a la puerta del balcón y no oyó los pasos que se le acercaban por detrás. No supo que tenía compañía hasta que un par de manos sólidas y gruesas le rodearon la cabeza para taparle los ojos. Con un movimiento veloz, Lenya giró al mismo tiempo que un puño apretado y duro se estrellaba contra el rostro silueteado que tenía a sus espaldas.

—¡Lenya! ¡Ah! -gritó Drakken-. Soy yo.

—¡Krieg! ¡Dioses, no te acerques por sorpresa nunca más!

—Tranquila, que no lo haré -replicó Drakken mientras se enjugaba la sangre de la nariz con una manga-. ¡Por las mandíbulas de Ulric! Suponía que iba a darte una sorpresa agradable.

Posó una mirada dócil sobre la diminuta, terrible y sólida muchachita, que a veces lo trataba con ternura y que, en una o dos ocasiones, le había ensangrentado la cara.

—¿Y tú te llamas Lobo? -le gruñó ella en tanto en sus ojos veía cómo se le caía el corazón al suelo. Luego, odiándose por haberle hecho daño, se arrepintió-. Lo siento, Krieg -le aseguró-. Es que… ¡necesito salir de aquí!

—Bueno, déjame llevarte de paseo al Konigsgarten.

La seguridad de los formales jardines cercanos al palacio no era precisamente lo que Lenya tenía en mente. Había dado numerosos paseos por allí con Drakken. Era un Lobo Blanco, por supuesto, y ella lo había visto demostrar su valentía en combate. Deseaba que fuese igual de fuerte con ella, pero, en cambio, él se mostraba tan apasionado como los senderos bien cuidados, recortados y musgosos del Konigsgarten. ¡Ah, sí!, allí había árboles, hierba y flores, pero los obligaban a crecer donde pocas plantas decidirían hacerlo de manera natural. La roca sólo criaba líquenes y diminutas plantas descoloridas. No había tierra. Para Lenya, en los jardines no había naturaleza; las plantas estaban forzadas o no existían, y el verde lo aportaban el musgo, más que la hierba, y los árboles retorcidos, que no podían hallar sitio para arraigar y, consecuentemente, daban escasas y oscuras hojas frágiles. Había tanta espontaneidad y libertad en aquellos apretados racimos de pétalos desteñidos y macizos de esponjoso musgo como en la vida de Lenya. Y detestaba eso. Suspiró.

—Hoy, no -dijo-. Ve a limpiarte la nariz…, ¡y deja de comportarte como un perrito faldero!

Drakken dio media vuelta, herido y desconcertado, y Lenya escuchó sus pasos que se alejaban en la quietud. Desvió los ojos hacia el gris uniforme de los edificios de Middenheim, y luego giró rápidamente sobre sus talones. Temerosa de que Drakken se hubiese marchado, lo llamó por su nombre.

—¿Krieg? ¿Krieg? -Lo vio antes de oír sus pasos-. ¡Puedes llevarme de paseo! -dijo. De pronto, la idea le pareció agradable y le sonrió-. Lobo Drakken -volvió a comenzar-, ¿me harás el honor de acompañarme a la ciudad?

La sonrisa de la muchacha hizo que el corazón de él volviese a dar un vuelco. Nadie le había ordenado que no sacara a Lenya del palacio y sus terrenos, aunque él sabía que la esposa del Margrave insistía en que Lenya estuviese siempre cerca.

—Lenya… -comenzó al mismo tiempo que se odiaba por decepcionarla.

Drakken podía ver en el rostro de la joven una mezcla de petulancia, desafío y algo parecido a la chulería. Era un rostro al que podía amar, aunque temía no llegar a comprenderlo jamás.

—No me lo digas -respondió ella-. Lo sé. Gurdrun no lo aprobaría. -Esto último lo dijo con un tono de voz avinagrado y altanero, que, para ella al menos, era una imitación de su señoría-. ¡Entonces, me marcharé yo sola! -insistió a la vez que giraba sobre los talones y cruzaba los brazos.

Lenya había desarrollado la habilidad de mostrarse airada practicando con su padre, que había engendrado una serie de muchachos vivaces y fuertes antes de tener a su adorada y única hija. Se preguntó si habría llegado demasiado lejos con Drakken, si le habría dado la oportunidad de ver la manipulación subyacente en aquella pataleta. Al menos, Drakken podía sacarla del palacio.

—De acuerdo -asintió Drakken en voz baja. Luego, al darse cuenta de que tenía la oportunidad de acompañar y proteger a aquella maravillosa muchacha y de estar a solas con ella, se animó-. Lenya, me sentiré orgulloso de acompañarte a la grandiosa ciudad de Middenheim -declaró.

La ancha y embrujadora sonrisa de ella acabó con cualquier duda que pudiera abrigar sobre la prudencia de tal aventura.

Drakken y Lenya salieron sin incidentes de los terrenos del palacio. Los Caballeros Pantera que estaban de guardia reconocieron al joven templario de la Compañía Blanca y los saludaron con una inclinación de cabeza; los que no lo conocían, se limitaron a dejar pasar al bajo y fuerte hombre de uniforme y a su compañera sin molestarlos. Drakken se sentía orgulloso de Lenya, y ella de él, aunque su relación provocaba constantes comentarios entre la servidumbre de palacio, y no pocas cantidades de envidia entre las mujeres solteras.

Drakken decidió que lo primero que quería enseñarle a Lenya era su hogar espiritual, el templo de Ulric.

—Ya he tenido bastante de grises edificios de roca y lugares fríos y muertos -se quejó Lenya-. ¡Quiero ver gente! ¡Vida! ¡Emoción! En la ciudad tiene que haber algún lugar donde la gente pase sus ratos de ocio, lejos de las calles oscuras y las casas grises. Aquí tiene que haber vida en alguna parte.

Drakken cogió con su enorme mano la de Lenya y la hizo avanzar deprisa hacia el sur, bajando por una empinada avenida de espléndidas casas. Salían y entraban de las muchedumbres que Lenya había estado observando durante semanas, desde lo alto. Eso se parecía más a lo que quería.

—Bueno, ¿adonde me llevas? -preguntó la muchacha.

—Al Lago Negro, un famoso punto de reunión -respondió Drakken-. Y si vamos por esta calle, aún podré enseñarte el templo.

Lenya no se sintió complacida. No tenía las más mínimas ganas de ver un templo, y el Lago Negro tampoco parecía un lugar muy animado a juzgar por el nombre, pero Drakken la había cogido de la mano con tanta fuerza y parecía tan emocionado que no podía decir nada. Mientras bajaban a paso rápido por la avenida, subían y bajaban cortos tramos de escalera, y rodeaban empinadas pendientes, Lenya intentó mirar las lujosas casas que la rodeaban, y a los mercaderes, caballeros y mujeres que las visitaban. Durante mucho tiempo no había visto nada de la ciudad, y entonces la llevaban a demasiada velocidad para apreciar los detalles.

Giraron en una esquina. Enfrente, vio un esbelto edificio y quiso preguntar qué era. Drakken dijo algo que ella no pudo oír y continuó arrastrándola.

«Ya basta», pensó. Aceleró lo bastante para quedar a la misma altura que Drakken y plantó un pie justo delante del de él, un viejo truco que había desarrollado para usarlo con sus hermanos. El templario salió disparado hacia adelante, con los brazos extendidos mientras sus pies buscaban el pavimento de piedra. Dos, tres pasos en medio del aire, y logró alzar la cabeza, que estaba seguro de que se estrellaría contra las losas y lo dejaría inconsciente al instante. Encontró sus pies y se irguió. Detrás de él, Lenya tenía una mano sobre el rostro, dispuesta a horrorizarse o a reír, según el resultado del tropezón de su amante. Al volverse él con el rostro enrojecido, ella profirió una risilla.

—Aminoremos el paso antes de que tengamos un accidente, ¿te parece?

A regañadientes, Drakken continuó guiando el paseo con mayor lentitud. Lenya vio que una masa de gente se reunía tras un muro bajo situado al otro lado de la calle. Podía oír trozos de conversación, y el murmullo le transmitía emoción.

—¿Qué es eso? -preguntó.

—El Gran Parque -replicó él.

—¿Podemos ir allí? Quiero verlo.

—No hay ninguna puerta cerca. Seguiremos por el camino de ronda.

Continuaron adelante, pero a intervalos regulares Lenya volvía la cabeza para mirar la actividad que tenía lugar al otro lado del muro del parque. Allí había gente, y tal vez algunos serían de su clase. Incluso podría comenzar con su búsqueda, el propósito que había mantenido secreto ante todo el mundo. Como mínimo, podría ser ella misma. En el palacio, era invisible para los nobles y despreciada por los sirvientes.

Drakken condujo a Lenya por el camino de ronda, hacia la puerta más cercana. No le desagradaba en absoluto hacerlo, porque la ruta los obligaría a pasar ante el templo de Ulric, su lugar de culto, además del lugar en que se encontraban las barracas de los Lobos, su hogar. Miró la enorme estructura con ojos orgullosos.

—¿Qué te parece? -preguntó.

Como ella no le respondió, se volvió y vio que había continuado caminando sin él hacia la entrada del parque.

Drakken blasfemó. Estaba a punto de correr tras ella cuando una voz lo llamó desde el atrio del templo. Era Ganz, el comandante. Drakken se sintió dividido. No podía hacer caso omiso de la llamada del comandante, pero Lenya estaba ya casi perdida entre la muchedumbre que recorría el camino de ronda.

—¡Espera allí! -le gritó a Lenya-. ¡Será sólo un momento! ¡Espera!

No estaba seguro de que Lenya lo hubiese oído. Ganz volvió a llamarlo.

***

Lenya estaba tan emocionada por el alboroto de la vida callejera que no se preocupó realmente por la ausencia de Drakken. «Ya me alcanzará», pensó, y continuó buscando la entrada del parque.

Siguiendo el camino hacia el sur y bajando por más senderos serpenteantes y empinados, Lenya encontró con rapidez la puerta oeste que daba acceso al Gran Parque. La puerta. abierta en ese momento, estaba hecha de la misma madera oscura que se usaba por todas partes en Middenheim, y los muros habían sido tallados en la misma piedra gris que el resto de la ciudad. Pero lo que la llamaba desde el interior parecía estar más vivo que cualquier cosa que hubiese visto jamás.

Lenya levantó un poco la cabeza al pasar ante el soldado de la guardia de la ciudad que estaba apostado ante la puerta. Vestida como iba, con galas heredadas, ropajes que había desechado la camarera personal de su señora y que ésta había insistido en que se pusiera, se sentía un poco más confiada. Pero la campesina que había en Lenya estaba segura de que iba a tener que soportar alguna burla por parte de aquella figura de la autoridad y deseaba parecer tan importante como pudiese. No tenía nada que temer. El guardia se limitó a inclinar ligeramente la cabeza hacia ella antes de volver a sus asuntos.

El Gran Parque no era en absoluto un parque. Se trataba de un laberinto de senderos que serpenteaban entre una deslucida colección de tenderetes: carros abiertos, sobre los que ardían braseros y donde se vendían tentempiés calientes que olían a grasa rancia, y altas estanterías estrechas con comestibles, ropas viejas y objetos para el hogar. Hombres vocingleros agitaban los brazos y enseñaban mercancías que vendían a precios sospechosamente bajos y en cantidades enormes.

Lenya estaba hipnotizada. Por todas partes había gente que compraba, vendía, miraba, permutaba; familias, parejas, sirvientes de casas nobles que compraban provisiones, y golfillos que corrían entre las piernas de los adultos y causaban su tipo de caos particular. Lenya olvidó que estaba sola y comenzó a caminar, escuchando las conversaciones, examinando las mercancías que había a la venta y mirándolo todo. Nunca había visto tanta gente en un solo lugar, ataviada con estilos tan diferentes, ni había oído tantos dialectos. Ante ella, una ruidosa multitud estaba reuniéndose en torno a una carretilla estrecha. Sólo podía ver la parte superior de la despeinada cabeza color paja del hombre que se encontraba de pie sobre el carro.

Autore(a)s: