Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Gracias, Bruno.

—Más gracias de las que supones, padre -replicó en voz baja-. ¿Sabes quién es el hombre que ha matado al bretoniano? Es uno de los míos.

—¿Hiciste que me siguieran?

—Y con mucha razón. -Me sonrió-. ¿No te diste cuenta?

—No -repliqué yo con una sonrisa forzada-. La vida sacerdotal embota el instinto.

—No demasiado, espero. Padre, me debes un favor, y aún agradecería tu consejo con respecto al asunto del que te hablé. Cae justo dentro de tu antiguo oficio.

—Mi antiguo oficio -repetí yo con un extraño tono pensativo en la voz.

Aquella tarde me había preguntado si sería capaz de enjaular al lobo de mis antiguos recuerdos e instinto cuando hubiese acabado con Grubheimer. Había olvidado preguntarme si querría hacerlo. Había olvidado el sabor que tiene la victoria. Había olvidado tantas cosas…

—¿Qué me dices, padre? -inquirió Bruno, que no había dejado de mirarme.

Yo sonreí y tendí una mano para estrechar la suya.

—Llámame Dieter -le dije.

El guardián de mi hermano

Pudieron oler la ciudad mucho antes de verla.

Cuando aquel último día de viaje se acercaba a su fin, un olor penetrante comenzó a llegar hasta la caravana; flotaba en el frío y húmedo aire primaveral. Era olor a industria: curtidurías, herrerías, fábricas de cerveza, hornos donde hacían carbón. Se trataba de una empalagosa combinación de metal, ceniza, hollín de chimenea y el aroma dulce de la cebada en fermentación.

En los traqueteantes confines del carruaje, Franckl blasfemó para manifestar su desagrado y vació sus tosas nasales en un pañuelo con puntillas. Enroscada en el asiento de un rincón, rodeada por cajones y arcones que amenazaban con derrumbarse sobre ella, Lenya Dunst apartó la mirada con ligera revulsión. Franckl era el mayordomo del Margrave. un desgraciado melindroso, remilgado y pustuloso, de cerca de cincuenta años, demasiado enamorado de los calzones de ligas cruzadas y los jubones con puntillas almidonadas para darse cuenta de que le conferían el aspecto de un hinchado pavo acabado de matar y preparado para el asador.

—Ese espantoso hedor… -gimió, y se secó la nariz pendular con una esquina de puntilla-. ¿Qué clase de lugar es ése al que nos llevan los Lobos? ¿Esto es la salvación? ¡No lo creo!

Los otros miembros de la servidumbre de Ganmark que se apiñaban dentro del carruaje no tenían respuesta. El ayudante de cocina dormía y roncaba; las dos camareras estaban pálidas y pasmadas de miedo y fatiga, y el lavaplatos había recibido demasiados pescozones en la nuca por parte de Franckl a lo largo de su vida como para empezar a conversar con él entonces. Maris, la anciana nodriza, se encontraba perdida en sus propios sueños, o tal vez pesadillas. Desde que el comandante Ganz había destruido su amuleto y los había salvado a todos, se había mostrado distante y apática. Los ojos de Lenya se encontraron con los de Franckl.

—Pensaba que un hombre tan… mundano como tú, ya habría visitado antes Middenheim, maese Franckl -dijo con dulzura.

Franckl se aclaró la garganta con pomposidad, y luego se dio cuenta de que la humilde ordeñadora era la única que lo escuchaba. Se enjugó la nariz con delicadeza. A fin de cuentas, era una mocita guapa, casi graciosa, al estilo de un gato salvaje.

—¡Ah!, hace mucho tiempo, pequeña mía, mucho tiempo…, cuando era joven, viajé mucho por muchos sitios, y visité muchas grandes ciudades del Imperio. ¡Ah, sí!, las aventuras que he tenido… ¡Hmmm!. Es sólo que los dulces aires forestales de Linz han casi borrado el hedor de Middenheim de mis recuerdos.

—Vaya.

Lenya sonrió.

Franckl se inclinó hacia adelante con aire conspiratorio y sonrió repugnantemente ante el rostro de la muchacha. Luego, posó la mano que aún tenía cogido el pañuelo moqueado sobre una de las rodillas de ella.

—Mi querida pequeña, olvidaba que un lugar como éste será completamente nuevo para alguien como tú, una esbelta y sana damisela, criada en las libres pasturas del campo. ¡Hmmm! Debe ser una perspectiva abrumadora.

—Estoy deseando llegar -respondió ella con una sonrisa de dientes apretados.

—¡Tan joven, tan valiente!

«¡Tan ansiosa por llegar!», pensó Lenya. A pesar de todas las cosas por las que había pasado, aquélla era una oportunidad que le apetecía. ¡Ir a la ciudad! ¡A Middenheim! ¡Moverse en los círculos de la alta sociedad, prosperar! Así las cosas, le gustaba el hedor ante el que Franckl hacía tantos aspavientos para dejar claro su disgusto. Para Lenya, olía a algo tan maravilloso como el futuro. Franckl le apretó la rodilla.

—Mira, no has de tener miedo, pequeña mía. Middenheim te resultará atemorizadora, tanta gente, una variedad tan enorme de experiencias y… olores. Siempre debes recordar que, cuando sea demasiado para ti, tienes un robusto y verdadero amigo al que recurrir. ¿Tienes miedo, Leanna?

—En realidad, me llamo Lenya. No, no tengo miedo. -Tensó la pierna bajo la mano de él, de modo que el hombre pudo sentir los firmes y magros músculos del muslo hincharse y retorcerse-. ¿Y tú?

Él apartó la mano con brusquedad y buscó alguna otra cosa que hacer. Para empezar, le dio un pescozón al lavaplatos.

Lenya se inclinó hacia adelante y retiró las cortinillas de la ventana del carruaje para mirar hacia el exterior. Llovía. El lejano perfume de Middenheim era más fuerte. Justo en ese momento, la caravana y su escolta pasaban de la tierra del camino a una pista de grava. Lenya se echó atrás con sorpresa cuando un Lobo Blanco llegó a medio galope hasta el lado del carruaje y la miró. Los sonrientes ojos de él se encontraron con los de ella.

—¿Va todo bien, mi señora? -preguntó el apuesto y moreno templario, mayestático con su armadura de bordes dorados y los hombros cubiertos por la piel blanca.

Lenya asintió con un movimiento de cabeza. ¿Cómo se llamaba ese templario del Lobo? Buscó en su memoria. Anspach; se llamaba Anspach.

—Todo bien. ¿Dónde estamos?

El jinete hizo un gesto hacia adelante con la cabeza.

—Estamos llegando al viaducto oeste de la ciudad. Media hora más, y estaremos en casa.

Lenya se asomó al exterior y miró hacia el fondo del pavimento empedrado. El largo y suave declive del viaducto que conducía a Middenheim parecía interminable. La ciudad resultaba invisible a causa de la llovizna.

El carruaje de la servidumbre era uno de los últimos de la entonces sucia caravana. Los dos carruajes más elegantes de vanguardia llevaban al Margrave y su familia, seguidos por una serie de cuatro o cinco carros de granja. Un carro de plataforma que llevaba los objetos domésticos esenciales cerraba la marcha.

De repente, Franckl empujó a Lenya para sacar la cabeza y hablarle al templario del Lobo. A través de la llovizna, tuvo el primer atisbo de Middenheim.

—¡Por Sigmar! -exclamó al ver por primera vez la gigantesca roca-. ¡Mirad eso! -gritó-. ¡Es como un monstruo que se alzara del suelo!

Lenya y una de las camareras también intentaron verla.

Lenya profirió una exclamación ahogada. Middenheim era un enorme monstruo negro, uno al que se moría por conocer.

***

En un día despejado, podía verse Middenheim desde varios kilómetros de distancia. Su enorme monolito negro penetraba en los cielos. Pero bajo la densa llovizna de primavera, se la encontraron casi por sorpresa. El olor de la ciudad se hizo más fuerte: olores industriales mezclados con los de la gente que se movía por la urbe, miles de personas; olores de comida, telas, polvo casero y cuerpos se mezclaban en el aire y penetraban por todas las rendijas del carruaje en que Lenya viajaba con el mayordomo, la niñera y el resto de la servidumbre.

Cuando avanzaban por el titánico viaducto oeste, la oscuridad se desvaneció. La Fauschlag, al separarse las nubes y ponerse tras ella un sol anaranjado, destacó contra el cielo gris, nítida y escabrosa. La roca vertical era invisible desde la ciudad que crecía en sus laderas y se encumbraba sobre ella en una serie de duras agujas y campanarios.

A medida que la caravana se aproximaba a la ciudad, el tráfico se hacía más denso, y el grave retumbar de la ruidosa ciudad comenzó a descomponerse en un vanado conjunto de voces individuales. El avance de la caravana se veía estorbado por el variado tráfico compuesto de carros de heno, carruajes, tiros de bueyes, carrozas de nobles, peregrinos rezagados, vendedores ambulantes con carretillas, mensajeros a caballo que tenían muchos kilómetros por delante, hoscos destacamentos de la milicia de la ciudad. Personas ataviadas con abrigadas prendas salían de la ciudad para ir a sus casas situadas en la periferia, o entraban para ofrecer sus mercancías.

—Mantened la caravana unida -les gritó Ganz a sus hombres, y todos hicieron que la formación se compactara un poco más.

El comandante podía ver la masa de gente que aumentaba ante ellos. Sin duda, por razones personales, algunos intentaban escabullirse dentro o fuera de la ciudad sin que los vieran los guardias, y Ganz no quería tener problemas en ese momento. Rodearon el carro de un sombrerero, muy cargado, al que se le había roto un eje y estorbaba la circulación. Morgenstern y Aric se adelantaron elegantemente con sus corceles para detener el tráfico que avanzaba por el otro lado, con el fin de que la caravana del noble pudiese pasar. Morgenstern imprecó a un devoto sigmarita que intentó interesarlo en un recuerdo de plomo para peregrinos, de su dios. Continuaron avanzando por la suave curva del viaducto hacia la ciudad de lo alto.

Lenya, sentada junto a la ventana de su carruaje, miraba al exterior con pasmo, intentando fijarse en todo. Y cuando se vieron forzados a circular pegados al bajo muro del viaducto para rodear al carro averiado, no se asustó de la enorme caída que vio allá abajo; los soportes de piedra travertina del antiguo viaducto se internaban hacia las profundidades del brumoso precipicio. Franckl le echó una mirada al abismo y se recostó en su asiento con el semblante verdoso.

Lenya se inclinó más al exterior para mirar hacia adelante. Los carros muy cargados y las yuntas de bueyes avanzaban con lentitud, pegados a lujosos vehículos y landós dorados, cuyas ruedas golpeaban con palos los golfillos de la calle, para luego salir corriendo y riendo de su propia audacia.

La caravana consiguió permanecer unida mientras caía la noche y el pesado cielo purpúreo cubría Middenheim. No había nubes, y las estrellas, junto con las dos lunas nacientes, hacían que los torreones de doce metros de madera y piedra situados a ambos lados de la puerta sur pareciesen más grandiosos que a la luz del día.

—Bueno, al fin hemos llegado -dijo Franckl.

Mientras cerraba las cortinillas de la ventana por última vez con gesto terminante, Lenya alcanzó a ver, antes de entrar en la ciudad, murallas que se elevaban tanto como cuatro hombres altos, eran tres veces más anchas que el torso de un guardia y ascendían orgullosamente desde la pared de piedra uniforme que tenían debajo. La roca había sido tallada en forma de muralla por centenares de canteros enanos, los cuales habían hecho algo más que dominar la roca: le habían conferido líneas duras y una forma que sólo parecía realzar la fortaleza y longevidad de las piedras.

Al otro lado de la puerta sur, volvía a haber luz, la luz de millares de braseros y farolas que ardían para los habitantes de Middenheim. Era un suave resplandor amarillo, destinado a alumbrarles el camino y mantenerlos a salvo de los parásitos humanos de la ciudad, que acechaban a los incautos para robarles sus pertenencias y su vida.

Lenya volvió a abrir las cortinillas y las sujetó con una pinza para que entrara la luz. También dejaron entrar ruido: el ruido de miles de personas que voceaban sus mercancías, se gritaban y se llamaban las unas a las otras desde las esquinas de la calle. Y todos los olores que se habían acumulado, y habían aumentado durante la última etapa del viaje, entraron entonces en una ola que dejó a Lenya sin aliento y, al parecer, chamuscaron los pelos de la nariz del mayordomo.

—¡Que Sigmar me guarde! -jadeó Franckl-. ¡Esto es demasiado, demasiado, demasiado!

«No es ni suficiente», pensó Lenya.

Desvió los ojos hacia Maris. La nodriza casi había dejado de respirar del todo, sentada y acurrucada en un rincón del carruaje.

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