Yo no dije nada. No recordaba haber omitido ningún gesto para nadie mientras estaba en la calle; pero eso no significaba que no hubiese sucedido. De todos modos, dudaba que Ar-Ulric, el sumo sacerdote de Ulric en todo el Imperio, hubiese mostrado el más mínimo interés en ese asunto. El padre Ralf estaba intentando intimidarme y darse aires de importancia, al mismo tiempo. Podría haber resultado si me hubiesen importado él o Ar-Ulric, pero no era el caso.
—Con las seis campanadas celebraremos la misa de duelo y recuerdo por el alma de la condesa -prosiguió-. La oficiaremos Ar-Ulric y yo. Tendrás un papel prominente porque es importante que te vean allí, y te verán llorar por la condesa. ¿Me he expresado con claridad?
—Sí, padre -repliqué, porque manifestar desacuerdo sólo habría servido para iniciar una discusión, y necesitaba librarme de él para tener ocasión de pensar. De todas formas, parecía que él tenía ganas de discutir. Sin embargo, nos interrumpió otro golpe en la puerta. La abrí, y con la corriente de aire frío apareció Schtutt.
—Ayúdame a meter dentro a este mendigo muerto, padre -dijo al mismo tiempo que hacía un gesto hacia el bulto que había sobre un carro que tenía detrás-. Habría traído a uno de los muchachos, pero están todos en Nordgarten, cuidando de los deudos en la casa de la condesa Sofía.
Luego, vio al padre Ralf detrás de mí y guardó un incómodo silencio.
Ralf se encaminó hacia la puerta y, al llegar a ella, se volvió para mirarme.
—A las seis campanadas, hermano. No llegues tarde -dijo, y se marchó.
Entre Schtutt y yo levantamos el cuerpo -el rigor mortis estaba desapareciendo, y Reinhold era como un saco de troncos-, y lo bajamos por los escalones para dejarlo sobre una de las losas de mármol. Schtutt jadeaba.
—No estoy tan en forma como en los viejos tiempos, ¿eh? -Se enjugó la frente-. Pero ninguno de nosotros lo está. Él, desde luego, no, e hizo un gesto hacia el cadáver.
Al parecer, Schtutt estaba de humor para charlar, pero yo no, consciente del paso del tiempo y de la presencia de Grubheimer en alguna parte de la ciudad. Sin embargo, me acosaba un pensamiento.
—Schtutt, ¿recuerdas a un tipo de Marienbeg llamado Grubheimer? Era alto, con pelo grasiento negro y acento bretoniano. Fue expulsado de la ciudad por contrabando de loto negro hace unos diez años.
—No puedo decir que lo recuerde, pero si tiene acento bretoniano será mejor que tenga cuidado. En este momento, la ciudad está demasiado caliente para ellos por los rumores sobre el asesinato de la condesa y todo eso. Ya ha habido dos apuñalados en reyertas, y otro cayó de una ventana alta y se partió el cuello.
—Una desgracia -dije con nerviosismo, preso del pánico y distraído.
Se me ocurrió que si Grubheimer se había enterado de en qué posada se alojaba Reinhold, a esas alturas tenía que saber que yo me había hecho sacerdote, y si me quedaba cerca del templo sería una víctima fácil. Necesitaba marcharme.
—Pero yo debería…
—Sin embargo -prosiguió Schtutt, dejándose llevar por el tema-, los más autorizados me han dicho que el asesinato no fue el móvil del delito.
—¿No? -pregunté, fingiendo interés.
—No. Creen que el robo es lo más probable. Hay un viejo túnel de enanos que da a la bodega de la condesa. Nadie sabía que estaba allí, pero por él entró el homicida. Y faltan un montón de joyas, incluido el anillo de compromiso del delfín de Bretonia. También el dinero ha desaparecido. Debe haberse tropezado con el ladrón y…
Así pues, probablemente les echarían la culpa de aquella muerte a los enanos. No caían bien en Middenheim.
—Una verdadera tragedia -dije-. Todos somos más pobres a causa de su pérdida. Oye, tengo mucho que hacer.
—Sí, me marcharé.
Pareció incómodo por el hecho de que le cortara la charla, pero se fue de todas formas.
Yo me senté sobre la losa, junto a Reinhold, y pose los ojos sobre el cuerpo de mi amigo. ¿Cómo desentrañar aquella muerte? ¿Y por qué mi instinto me decía que era importante averiguar el motivo por el qué Reinhold se había tumbado a morir precisamente en el mismo momento en que había un hombre en la ciudad que intentaba matarme? Cuando me había permitido pensar como mi antiguo yo, había esperado que me acometiera una ola de implacabilidad, de pensamiento repentino y acción decidida, pero no había sucedido nada de eso. Tal vez la parte de mí a la que le había tenido miedo, la que había enterrado ocho años antes cuando ingresé en el templo de Morr, se había embotado con el paso del tiempo como yo había esperado, A lo mejor, había logrado destruir mi mitad oscura. Quizás ese éxito me llevaría a mi propia destrucción.
Aún necesitaba saber de dónde había sacado Reinhold el dinero. Para ser honrado, aparte de huir y esconderme, no se me ocurría nada mejor que hacer. El antiguo Dieter jamás se había escabullido, y yo no iba a empezar a hacerlo entonces. Tenía que hablar otra vez con Louise.
***
El sol ya se había puesto cuando salí del Factorum, y se había levantado un viento que era tan frío junto a la puerta sur que me helaba hasta el tuétano y avivaba el contenido del brasero de los guardias hasta transformarlo en un rojo candente. Miré al otro lado del largo puente torcido, iluminado por antorchas, que se doblaba hacia abajo desde el borde del barranco hasta el suelo situado a muchas decenas de metros al fondo. Aún había hombres atareados con escalerillas, cuerdas, faroles, piedra y mortero. Se afanaban en reparar la gran brecha que había provocado la magia del mago traidor Karl-Heinz Wasmeier en el viaducto cuando había huido de la ciudad tras el carnaval pasado. Necesitarían varias semanas más para acabar las obras.
Detrás de mí, a la luz del resplandor del brasero, Louise acabó de comerse la empanada que le había llevado; su apetito era el de una mujer que no había probado bocado en todo el día. Entonces se sentiría más inclinada a hablar. Sabía que yo había sido amigo de Reinhold, pero a pesar de eso iba a formularle preguntas delicadas. Sería mejor comenzar por las más suaves para que pareciese que me importaba su vida.
—¿Cómo llegaste a Middenheim? -inquirí.
Ella me miró como lo hacen los caballos cuando están nerviosos y a punto de respingar. Le sonreí, y sentí la cara extraña a causa de aquel gesto al que no estaba acostumbrado.
—Cuando estaba en mi tierra, Bretonia -comenzó-, trabajaba para una mujer. Ella estaba con un noble, y me trajo aquí cuando eso se…, cuando lo dejó. Era feroz, tremenda, pero tenía mucho dinero. La serví durante seis años. Luego, sin razón alguna, me echó a la calle desprovista de todo.
Yo había esperado indignación o cólera, pero debía haber explicado esa historia tantas veces que entonces carecía de toda emoción. Sin embargo, me di cuenta de que, en el fondo, aún quedaba un profundo y oscuro dolor. Pero ¿había resentimiento? ¿Odio? No lo sabía.
La miré durante un momento mientras buscaba las palabras adecuadas. Y de pronto, como si la mente se me llenara con una súbita inundación de primavera, caí en la cuenta.
—¡Estás hablando de la condesa! -dije-. Esta tarde pronunciaste su nombre. Estás intentando decirme algo.
Louise no respondió, pero sus ojos me dijeron que había acertado.
—Louise, ¿de qué tienes miedo?
No respondió
—¿Reinhold te dio algo anoche?
Ella asintió, temerosa, con un movimiento de cabeza. Las lágrimas comenzaban a trazar surcos en su rostro. Con una velocidad de vértigo, las madejas de la lógica estaban autotejiéndose dentro de mi cabeza.
—Reinhold sabía lo mucho que tú odiabas a la condesa. ¿no es así? Y tú temes que él haya tenido algo que ver con su muerte. Estás asustada porque ahora te das cuenta de que realmente no querías que ella muriera, y porque no quieres creer que Reinhold fuese capaz de hacer algo así…, y porque si él la mató, la gente podría pensar que también tú estás implicada.
Ella sacudió la cabeza y, por un momento, me sentí confundido.
—Louise, ¿quieres decir que no es eso lo que crees, o -y la comprensión me golpeó de repente con toda su fuerza- que sabes que es así?
Esa vez con apenas un gesto leve, asintió con la cabeza, sin que cesara su silencioso llanto.
—¿Te dio alguna joya anoche?
Otro diminuto asentimiento.
—Y tú la reconociste.
Otra vez el mismo gesto.
—Porque era de la condesa.
No era necesario que me lo confirmara, pues yo ya sabía la verdad. Inspiré profundamente. Aquello no iba a ser fácil.
—Louise, tienes que confiar en mí. La joya era de la condesa, pero Reinhold no se la quitó a ella. Se la robó al hombre que la mató… ese bretoniano al que él vio antes.
—El Gusano -dijo la mujer con una vocecilla apenas audible.
—Sí, el Gusano. Y luego el Gusano fue a la posada y mató a Reinhold para recuperarla, pero él ya te la había dado a ti. -Hice una pausa. Ella no dijo nada, así que yo no tenía ni idea de si me creía o no-. Louise, es mi deber, como sacerdote de Morr, entender la muerte. Nosotros nos comunicamos con la muerte, le hablamos. Vivimos nuestra existencia rodeados por ella y comprendemos cosas que la mayoría de la gente jamás podrá entender. Sabemos quién mató a la condesa. Pronto será arrestado. Reinhold no tuvo nada que ver con eso.
Hice una pausa para que asimilara mis palabras. Ella continuaba sin decir absolutamente nada y tenía la cabeza entre las manos. El viento frío pasaba entre nosotros, y las débiles llamas del brasero no calentaban en absoluto.
—Pero debes darme la joya -dije.
Al fin, ella alzó la vista y me miró a los ojos. Pasó un largo momento, y luego se puso a rebuscar entre sus sucios harapos, y yo supe que había ganado. Levantó un puño cerrado, y tendí una mano para recibir su contenido. Entonces, me cogió el brazo con la otra mano y me retuvo con fuerza.
—¿Tengo tu palabra de que es verdad? -siseó.
—Tienes mi solemne palabra de sacerdote de Morr -le mentí.
Un anillo engastado cayó en mi mano; era pesado y tenía la suave tibieza que sólo tiene el oro macizo. Con él en la palma, me puse a pensar. No sabía qué iba a hacer con aquello, pero al menos conocía la verdad sobre la noche anterior.
Porque Reinhold sí que había matado a la condesa. Conocía, mejor que cualquiera que no fuese un enano, todos los túneles que discurrían bajo la ciudad. Podía abrir cerraduras. había encontrado sangre en su navaja y le había regalado a Louise aquel anillo. Más aún; yo había conocido a Reinhold durante el tiempo suficiente como para saber qué era capaz de hacer. Creía que los fines justificaban los medios, y sus medios eran implacables. Yo nunca le había pedido que matara a nadie, pero mientras trabajaba conmigo había matado más de una vez.
Así pues, que había visto a Grubheimer en la ciudad. Tal vez Grubheimer lo había espiado y amenazado, o quizá Reinhold simplemente se había enterado de que el hombre estaba de vuelta y hacía preguntas peligrosas. En cualquier caso, se dio cuenta de que tenía los días contados, así que buscó un gesto grandioso, un último intento de fama póstuma sobre la cual yacer. Y dado que su amante tenía motivos para odiarla, ¿qué mejor que asesinar a la amada condesa Sofía?
Se había llevado algunas de las joyas para que pareciese un robo, había vendido la mayoría por muy bajo precio antes de que se descubriera el asesinato, se había bebido o había dado la mayor parte del dinero y había usado el resto para alquilar una sórdida habitación donde pasar la noche. Le había dado a su compañera el famoso anillo de compromiso de su ex patrona. Luego, había muerto. Tal vez murió feliz. Esperaba que hubiese habido una pequeña pizca de contento en su mente cuando el garrote de Grubheimer lo estranguló hasta matarlo.
Pero Reinhold no era estúpido. Sabía -tenía que saberlo- que las joyas que él había robado, las que había vendido y la que le había dado a Louise serían una pista que llevaría hasta él, y su nombre resonaría por toda la ciudad: Reinhold el Cuchillo, el hombre que había matado a la condesa Sofía. Se trataba de una leyenda negra, pero para algunas personas la infamia era mejor que el anonimato. «Sobre todo si estás muerto.» Supuse -no, lo sabía- que él quería que ése fuese su epitafio.
Louise tosió. Fue una tos larga y demoledora, y recordé dónde estaba. Aún quedaba pendiente el asunto con Grubheimer. El anillo que tenía en la mano podría resultarme útil, aunque en ese momento no sabía cómo.