Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Se trataba de Reinhold. ¡Que Morr se me llevara, pero si era Reinhold! Parecía viejo, gastado y cansado, y estaba sucio, pero en diez años no había cambiado demasiado. Cuando yo dirigía la empresa familiar más grande de Middenheim, él había sido mis ojos y oídos. El pequeño Reinhold conocía a todos los serenos y guardias de los almacenes de la ciudad, podía abrir cualquier cerradura en medio minuto y frecuentaba al menos una parte de los antiguos túneles de enanos que corrían por debajo de la urbe. Reinhold, que tantas cosas me había enseñado… «¿Qué lo habrá llevado a acabar así?», me pregunté, y tras pensarlo, lo supe: en parte, el hecho de que yo cerrara la empresa y me hiciera sacerdote.

Pero ya habría tiempo más tarde para ese tipo de pensamientos. Tenía trabajo que hacer. Agradeciendo que Sargant me hubiese dejado tranquilo y suponiendo que no podía conocer el antiguo vínculo entre mi yo anterior y Reinhold, posé los dedos sobre la frente del cadáver -la piel estaba grasienta y fría- y comencé a entonar la Bendición Protectora con el fin de sellarlo a la influencia de las fuerzas oscuras que hacen presa en los cuerpos de los muertos. El alma de Reinhold ya se encontraba con Morr y no podía ayudarla. Encendería una vela por él cuando llegara al templo.

A la luz de la lámpara, el rostro de Reinhold parecía viejo y macizo, como tallado en madera de pino del Drakwald. Pasé los dedos con lentitud por su cara, y continué bajando mientras entonaba las antiguas palabras de la oración. Llegué a la garganta…, y allí me detuve. Había una marca, una depresión del tamaño aproximado de una corona de oro; habían presionado algo con fuerza sobre la nuez de Adán.

Ya había oído hablar de eso. Se envolvía una moneda o una piedra en una tela, luego se rodeaba el cuello de la víctima y se tiraba con fuerza. La moneda cerraba las vías respiratorias o taponaba la vena del cuello -nunca he sabido muy bien cuál de las dos cosas-, y la muerte sobrevenía con mayor rapidez y resultaba menos obvia. A Reinhold lo habían asesinado.

Pensé en sus bolsillos. Con toda seguridad, Sargant los habría registrado, pero aún podría quedar en ellos algo que resultase revelador. Las ropas de Reinhold tenían el tacto duro y húmedo de la grasa, la suciedad y el sudor, lo que indicaba que las había llevado puestas cada día durante meses. El olor que desprendían se correspondía con eso, y me sentí sucio al manipularlas. Más aún: sentí que estaba invadiendo la intimidad de mi amigo muerto. Pero eso no me detuvo.

Un pañuelo mugriento. Un ejemplar sucio del libro de plegarias sigmaritas. Cinco trozos de alambre doblados, que reconocí como ganzúas improvisadas. Restos de grava. Nada de dinero. El bolsillo derecho estaba aún más pringoso que el izquierdo, y sólo contenía una pequeña navaja de muelles, muy embotada y oxidada. Saqué la hoja y no me sorprendió ver que en ella había sangre razonablemente fresca. Ése era el Reinhold que yo conocía.

Me senté en la penumbra y pensé durante un momento, para luego continuar con la Bendición Protectora. Había poco que pudiera hacer ya por Reinhold. Una parte de mí sabía que su último viaje estaba destinado a ser una larga caída por el barranco de los Suspiros, la salida de la vida y de la ciudad de que disponían los indigentes; eso era inevitable. No tenía una bóveda familiar debajo del templo, ni el dinero para pagar una sepultura en el parque de Morr, donde los muertos más adinerados ya descansaban unos sobre otros en cuatro y, a veces, cinco niveles. Lo único que podía hacer por él era averiguar por qué había muerto. No buscaba venganza, pues ser un sacerdote de Morr no tiene nada que ver con eso. Me bastaba con averiguar el motivo.

Cuando concluí la bendición, se abrió la puerta y entro Sargant.

—¿Ya está? -preguntó.

—Casi. -Me puse de pie y me encaminé hacia la puerta para salir a la calle. No tenía sentido comunicarle lo que sabía-. Enviaré un carro para que recojan el cuerpo. ¿Murió en esa habitación?

—Sí. La mayoría de las noches estaba en el dormitorio colectivo con otros, pero anoche llegó tarde, con dinero, y solicitó una habitación privada. Olía a bebida y pidió salchicha y una bota de vino para su amiga. Bebieron hasta después de las once campanadas, y luego él se marchó a dormir. Esta mañana, allí estaba, tieso como una tabla. «Come, bebe y alégrate -me dijo ayer-, porque mañana moriremos.» Y tenía razón.

Clavé los ojos en Sargant. ¿Acaso Reinhold sabía que iba a morir, que alguien planeaba matarlo? Y de ser así, ¿por qué había muerto silenciosamente en lugar de luchar? ¿Era posible que la vida en la calle lo hubiese quebrantado hasta el punto de no defenderse siquiera de un asesino? ¿O habría otra razón? Tenía que averiguar algo más acerca de la vida que había llevado Reinhold en los últimos tiempos y sabía que no obtendría esa información de Sargant.

—¿Y esa amiga que has mencionado? -pregunté-. ¿Puedes darme su nombre?

—Louise -respondió-. Es una pequeña rata bretoniana. Viene por aquí casi todas las noches. Estaban saliendo juntos. Ayer querían pasar los dos la noche en la habitación, pero yo no acepto ese tipo de comportamiento; no, en mi casa.

«No, por supuesto que no. Coges el dinero de personas que no tienen nada para que puedan pasar la noche en esta inmundicia, pero les prohibes cualquier cosa que les procure un momento agradable, aunque sea algo tan pequeño como el afecto de otra persona.» Conocía a demasiados hombres como Sargant; Middenheim estaba lleno de ellos. Ya casi habíamos llegado a la puerta delantera de la posada cuando reparé en algo que me sorprendió.

—Llevas un brazalete negro -dije-. ¿Estás de duelo?

El hombretón bajó los ojos hacia su brazo, como si estuviese momentáneamente sorprendido.

—Sí -replicó.

—¿Por el mendigo? -inquirí yo.

Él me clavó una larga mirada.

—Por ese viejo borracho, no -respondió con sorna-; por la condesa.

Dio media vuelta y se adentró en la sórdida oscuridad de sus dominios. Yo lo observé mientras se marchaba, y luego desvié la mirada hacia el grupo de indigentes que aún estaban en torno a la puerta. Uno de ellos alzó la vista hacia mí. Nuestros ojos se encontraron, y él dio un respingo, como un ratón atrapado por una lechuza.

—No eches a correr -le dije-. Estoy buscando a Louise.

***

Fueron necesarias un par de monedas y dos horas dejándome guiar, a través de muchos callejones, hasta posadas baratas y escondrijos de mendigos dentro de viejas cisternas y bodegas abandonadas; pero, al fin, la encontramos: un montón de harapos y huesos acurrucados cerca de un brasero próximo al puesto de guardia que está situado junto a las ruinas de la puerta sur. Ella alzó la mirada cuando nos aproximamos, y reconoció a mi guía. Tenía el rostro ensangrentado y cubierto de cardenales. Me acuclillé ante ella.

—¿Quién te ha hecho esto? -pregunté.

—Hombres.

La palabra salió indistinta y espesa, aunque resultaba difícil saber si se debía a su acento bretoniano o al labio que tenía partido. Me di cuenta de que no podía calcular su edad: veinte, treinta, incluso cincuenta años. La gente de la calle envejece deprisa, y la lluvia, la escarcha y el vino barato no habían sido amables con ella.

—¿Qué hombres?

—Hombres que oyeron mi voz, que dicen que soy una espía, que maté a la condesa. ¡Hombres estúpidos, que la Dama se los lleve! -replicó ella-. ¿Quién eres tú para preguntar esas cosas?

Me contempló con ojos grises, y yo recordé a otra mujer, pero aquélla había sido rubia y su rostro había estado lleno de vida y alegría. Filomena había sido su nombre, y yo la había amado… Hacía ocho años que no la veía. Se produjo un silencio, y luego recordé que Louise me había hecho una pregunta.

—Yo era amigo de Reinhold -dije.

Ella apartó la mirada; tenía los hombros caídos. No hice nada por consolarla: le quedaba tan poco en la vida que sentí que debía dejarla que guardara su dolor. Al menos, no tenía que darle la noticia. Pasado un largo minuto, volvió a mirarme; las lágrimas abrían surcos en la suciedad de su rostro.

—¿Tú eres sacerdote? ¿Tú lo enterrarás?, ¿sí? -preguntó.

—Me haré cargo de su muerte. -Pareció que la réplica la satisfacía-. Louise…, ¿había alguien que odiara a Reinhold?

—¿Odiara?

Su rostro quedó inexpresivo, así que lo intenté de otra manera.

—¿Qué hizo Reinhold ayer? ¿Estuvo trabajando?

Louise se enjugó el rostro con una manga mugrienta.

—No encontró trabajo. Fue a buscar, pero no encontró.

—¿Y qué hizo entonces?

—Mañana en Wendenbahn, para mendigar.

Yo asentí. Esa calle era popular por los comerciantes que daban limosna a los mendigos para tener suerte.

—Volvió a dos campanadas, asustado.

—¿Asustado?

—Vio un hombre. Reinhold dijo hombre lo buscaba a él. No amigo. Entonces cogió su… Salió otra vez y… Regresó tarde -acabó con voz débil.

No, no era eso. Estaba ocultándome algo, algo importante, porque yo la ponía nerviosa. Yo sabía cómo tratar con aquella situación: pasar a un tema que no revistiera problemas, lograr que se sintiera confiada y volver más tarde al secreto.

—Louise -comencé-, ¿sabes quién era ese hombre? ¿Te contó Reinhold algo acerca de él? -se produjo una larga pausa mientras ella intentaba recordar.

—Del oeste. De Marienbeg. De tiempos pasados, dijo Rein. Lo llamó Gusano.

Gusano: Claus Grubheimer. Yo lo recordaba. Es extraño, pero por mucho que intentemos huir de nuestro pasado, siempre está ahí, esperando a nuestras espaldas para tocarnos el hombro y clavarnos un cuchillo por detrás. Diez u once años antes, un comerciante de fresco rostro, con nombre imperial y acento bretoniano, había llegado a Middenheim con grandes ideas y un permiso para comerciar con hierbas de Loren. Mientras yo le daba la mano y hablaba con él de asociación y ayuda, Reinhold había abierto sus cerraduras, había copiado sus papeles y había robado sus muestras. Luego, lo cargamos con un poco de loto negro y le dimos el soplo a la guardia sobre la mercancía que estaba comprando y vendiendo. Yo había apostado cinco coronas con Reinhold a que la cabeza del bretoniano estaría ensartada en una pica antes de que pudiera huir de la ciudad. Había ganado Reinhold, y ésa había sido la última vez que habíamos visto a Grubheimer; hasta el día anterior.

Pero ¿Grubheimer había matado a Reinhold? Y de ser así, ¿estaría buscándome a mí también? ¿Y a Yan, de Norsca, y a Kaspar Tres Dedos, que por entonces también trabajaban para mí? Hacía años que no los veía. Quizá también estaban muertos. Unas garras de frío pánico me aferraron los hombros. «Cálmate -me dije-. Cálmate.» Y sin embargo, mi viejo instinto enterrado bajo mi vida sacerdotal me gritaba que si Grubheimer estaba en la ciudad era por una sola razón: la venganza. Necesitaba tiempo para pensar, pero si Reinhold estaba muerto, tiempo era lo último de que yo disponía.

—Tengo que regresar al templo -dije mientras me ponía de pie.

Los ojos de Louise me siguieron.

—¿Dinero? -me preguntó con la única nota de esperanza que había oído en su voz.

Posé los ojos sobre su forma lastimosa.

—¿Reinhold no te dio nada? -pregunté.

Ella no respondió, pero sus ojos se apartaron de los míos. Había algo que no quería decirme; otra vez aquel detalle oculto. Podía esperar. Di media vuelta para echar a andar de regreso por el laberinto de frías calles llenas de personas tristes. Algo en mí, duro y afilado, estaba cristalizando. Supe que sabría de qué se trataba en cuestión de minutos.

—¡Espera! La condesa… -dijo ella a mis espaldas.

—No, no me hables a mí de la condesa -respondí, y me alejé.

Aquello duro que tenía dentro estaba aceradamente frío de miedo… y algo más. Sabía que si Grubheimer había regresado a la ciudad, estaba allí para matarme: tal vez fuese ciudadano de Marienbeg, pero su sangre era bretoniana, y los bretonianos no eran gente que perdonara a sus enemigos. Yo había perdonado a los míos hacía ocho años, cuando me hice sacerdote e intenté olvidar todas las malas acciones que había cometido. No lamentaba ninguno de esos actos, pero cuando ingresé en el templo de Morr supe que jamás volvería a hacer nada parecido. Entonces, ocho años después, un sacerdote sería un blanco fácil para que lo matara Grubheimer.

Desde que mi esposa y mi hijo habían desaparecido, una parte de mí quería morir, pero era una parte muy pequeña, y mientras recorría las estrechas calles, sentí que aquella dureza de mi interior aumentaba para luchar contra esa parte. Grubheimer era un hombre desesperado, un hombre capaz de estrangular a un mendigo en su cama para vengarse de algo sucedido diez años antes. Si quería que sobreviviera el sacerdote que entonces era yo, tendría que ser duro. Debería transformarme otra vez en el hombre que había dejado atrás: pensar en la vida de una manera que había intentado olvidar durante ocho años. La perspectiva no resultaba seductora.

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