Ganz posó los ojos sobre él. En las manos tenía un objeto envuelto en una vieja piel de lobo.
—Los Caballeros Pantera se sentirán de lo más agraviados por el hecho de que les hayamos robado la posibilidad de lucha -comentó Lowenhertz mientras se levantaba.
Ganz asintió.
—Sobrevivirán. Y pensar que creíamos que nos íbamos a perder la acción…
Se produjo una larga pausa, y luego Ganz clavó una mirada fija en su compañero.
—Supongo que ahora volverás a trasladarte.
—No si tú me permites quedarme, comandante -replicó Lowenhertz con un encogimiento de hombros-. Hace mucho tiempo que busco mi sitio, y tal vez esté aquí, en esta compañía de Lobos.
—En ese caso, bienvenido a la Compañía Blanca, guerrero -respondió Ganz-. Estaré orgulloso de tenerte bajo mi mando.
—Debo ir a ver a los sacerdotes armeros -repuso Lowenhertz-. Necesito que me consagren otro martillo.
Ganz le tendió el objeto envuelto en la piel de lobo.
—No es necesario. El propio Ar-Ulric me autorizó a coger esto del relicario del templo.
El viejo martillo de guerra era magnífico y estaba recubierto por una pátina de tiempo y uso.
—Perteneció a un templario del Lobo llamado Von Glick. Fue uno de los más valientes; un compañero y un amigo al que echamos muchísimo de menos. Le complacería que su martillo volviese a estar en las manos de un caballero del Lobo Blanco, en lugar de deslucirse en un viejo arcón relicario.
Lowenhertz cogió el martillo y comprobó su peso y equilibrio.
—Será un honor -aceptó.
En torno a ellos, el canto de los coros de Lobos ascendió y se encumbró, salió del grandioso templo y subió como humo hacia los cielos de Middenheim.
La conexión bretoniana
Fue un obrero quien nos lo contó; llegó corriendo desde los quemados restos del templo de Morr donde había estado trabajando. La noticia debía haberse propagado por todo Middenheim en el momento en que nosotros la oímos, transmitida de mercado a cafetería, de posada a tugurio, gritada de ventana a ventana por encima de las torcidas calles y empinados callejones. A aquellas alturas estaría en boca de todos. Dejamos de cavar, nos apoyamos en las palas y picos, y nos quedamos de pie en la fosa a medio terminar mientras meditábamos sobre aquella nueva. Era el comienzo de un día primaveral en la Ciudad del Lobo Blanco, y la muerte flotaba en el aire.
La primavera llega tarde a Middenheim. La tierra del parque de Morr permanece congelada durante meses. Cavar era duro y agradecimos el descanso, aunque pronto habría más trabajo. La condesa Sofía de Altdorf, dama de la corte y plenipotenciaria imperial ante el Graf de Middenheim, antigua esposa del delfín de Bretonia, hermosa, mujer conocidísima de la alta sociedad, diplomática, protectora de huérfanos y enfermos, había sido asesinada en su cama. Sentíamos algo más que tristeza por su muerte. Éramos sacerdotes de Morr, el Dios de la Muerte, y aquélla sería una semana atareada para nosotros.
Nos miramos los unos a los otros, dejamos las herramientas en el suelo y avanzamos entre las lápidas hacia el templo de Morr, que se alzaba en el centro del parque, envuelto en andamios como si fueran vendas y cabestrillos. Había personas que también atravesaban el parque para dirigirse hacia el mismo destino que nosotros; de hecho, había centenares de ellas, solas o en pareja. Algunas lloraban.
***
El reciente incendio había quemado el templo casi hasta los cimientos, pero el Factorum subterráneo y las catacumbas donde descansaban los ricos estaban intactos y en uso. Todos los sacerdotes de Morr que había en Middenheim -cuatro de nosotros más uno del templo de Shallya, que nos ayudaba mientras eran sustituidos los que habían muerto en el incendio- nos reunimos en la oscuridad del Factorum, la sala ritual donde se prepara a los muertos para el entierro, la cremación o la larga caída desde el barranco de los Suspiros hacia las rocas del fondo. Había cadáveres sobre dos de las losas de granito, y la entrada de las bóvedas sepulcrales se alzaba, negra y formidable, como la boca del mundo ultraterreno. La sala estaba inundada de olor a muerte, aceites de embalsamamiento y tensión.
El padre Ralf descendió con lentitud los escalones hasta el Factorum, al mismo tiempo que se aclaraba ruidosamente la garganta. La pesada cadena de su dignidad de sumo sacerdote le pendía del cuello, y sus dedos jugaron con ella mientras nos contemplaba. Cerca de los sesenta y con una grave artritis, jamás había esperado llegar tan arriba en su profesión y no era algo que le gustara particularmente, pero no había habido nadie más adecuado. Todos los demás sacerdotes eran demasiado jóvenes, demasiado inexpertos…, excepto yo. Yo no le gustaba. A mí me daba igual, porque no le gustaba a nadie. En muchas ocasiones, tampoco yo me gustaba a mí mismo.
—Seré breve -comenzó-. Estoy seguro de que estamos todos conmocionados por la muerte de la condesa Sofía, pero la misión del templo, en un momento como éste, es proporcionar ánimos y tranquilidad espiritual. Debemos ser fuertes y demostrar fortaleza. -Lo interrumpió un acceso de tos, y luego prosiguió-: Yo mismo me encargaré de las disposiciones del funeral de la difunta condesa. Pieter, Wolmar y Olaf, quedaos en el templo. Habrá muchos deudos, y necesitarán vuestra presencia y consejos. El resto de vosotros atenderá los asuntos normales.
—El resto de nosotros -dije yo- somos dos. -Hice un gesto para señalar al hermano Jacob y a mí mismo-. Y el asesinato de la condesa no impedirá que muera gente corriente.
El padre Ralf me lanzó una mirada de ferocidad con sus ojos reumáticos.
—Éstos son momentos excepcionales, hermano. Si no hubieras quemado el templo, tal vez tendrías menos trabajo.
Pensé en recordarle que, en parte, lo había quemado para salvar su vida. Pero no era una buena idea: no, entonces; no, con aquel humor en el aire. Quizá Ralf fuese inexperto en dirigir, pero se mostraba entusiasta a la hora de imponer su autoridad y tendía a reaccionar de modo excesivo.
—Así pues -pregunté-, ¿el hermano Jacob y yo debemos volver a cavar, o hay algún asunto más urgente para nosotros?
—Jacob acabará la sepultura. Por lo que a ti respecta, una posada de baja categoría de Altquartier, Sargant’s, ha enviado mensaje para decir que un mendigo borracho ha muerto allí. Tú pareces aficionado a esa clase de gente: hazte cargo del cuerpo. Y, hermano, no hagas una montaña de ello. Tenemos cosas más importantes por las que preocuparnos.
Aguardé mientras los demás salían y ascendían la escalera hacia la luz diurna y la multitud de personas desconsoladas que estaban fuera. Jacob también se demoró. Sentí pena por él. Hacía apenas unos meses que estaba en el templo, y el cataclismo que había seguido a la muerte del padre Zimmerman lo había enervado. Y entonces que sucedía algo realmente importante, en lugar de permitirle que ayudara, lo enviaban a cavar tumbas.
—¿Por qué nosotros? -me preguntó, y había amargura en su voz.
—Porque tú eres joven y porque yo no les gusto, y ninguno de nosotros sabrá consolar a los deudos -respondí-. Será mejor que te pongas a trabajar en la fosa mientras el sol deshiela la tierra.
Él me miró con ojos llenos de curiosidad.
—¿Qué quiso decir el padre Ralf cuando comentó que eres aficionado a los mendigos?
—Vete a cavar.
***
Pensé en la pregunta de Jacob mientras caminaba por las serpenteantes calles de la antigua ciudad, hacia el Altquartier. ¿Eran los mendigos lo que me importaba? No, sino cualquiera que muriese en solitario y sin que nadie le llorase: aquellos cuya muerte a nadie importaba: ésa era mi gente. Alguien debía ocuparse de ellos, y si nadie estaba dispuesto a hacerlo antes de que murieran, yo lo haría después. A menudo, la gente mostraba su mejor lado cuando estaba muerta; perdía sus hábitos poco atractivos y se transformaba en alguien calmo y sereno. En ese estado, era mucho más fácil no odiarles y, además, en eso consistía mi trabajo. Si ese trabajo me llevaba a veces hasta una muerte sin explicación, yo consideraba que era mi deber averiguar lo que pudiese al respecto. Además, como solía decirles a mis escasos amigos, eso me ayudaba a matar el tiempo.
La ciudad estaba plagada de noticias y chismorreos referentes a la muerte de la condesa. La gente veía mis ropones y me paraba en la calle para descargar su tristeza, y daba la impresión de que todos tenían algo que decir: algún testimonio de la bondad de la muerta, alguna anécdota acerca de sus legendarias aventuras amorosas, o simplemente sollozos y gemidos. Reparé en que parecían ser sólo los humanos los que estaban tan afectados. Los elfos, enanos e híbridos mostraban una mayor reserva; pero siempre han sido una minoría en Middenheim. Los mercados continuaban con sus actividades, aunque no había espectáculos por las calles: no se veían juglares, ni luchadores enanos, ni ilusionistas que produjeran estallidos de bellas luces con su magia insignificante. La ciudad estaba más viva que en cualquier momento posterior al carnaval pasado, pero era una vida extrañamente deprimida.
Todas las conversaciones de las calles giraban en torno a la muerte de la condesa: ¿era homicidio o asesinato? Y de ser lo segundo, ¿quién era el culpable? Las teorías de la mayor parte de la gente afirmaban que los bretonianos, de alguna forma, estaban tras aquello. La muerte de la condesa no sólo permitiría al delfín volver a casarse, sino que, como ella aún era muy querida en su país y durante los últimos meses las tensiones habían sido enormes entre el Imperio y Bretonia, había pocas formas mejores de impulsar a un ejército a la invasión que el asesinato de un tesoro nacional, particularmente uno que estaba en territorio extranjero y que podría resultar embarazoso si se lo dejaba con vida. Otras teorías culpaban a los hombres bestia (probablemente, al recordar que pocos meses antes los templarios habían sido atacados por mutantes), o a los míticos skavens salidos furtivamente, hacía mucho tiempo de los túneles abandonados, que recorrían el subsuelo de la ciudad. Oí todas esas ideas y más, y las dejé resbalar sobre mí como la lluvia primaveral sobre las murallas de granito de la ciudad. No era más que una muerte, y para mí no revestía una importancia mayor que cualquier otra.
Las serpenteantes calles se estrecharon y se hicieron más oscuras, perdidas entre las sombras de los altos edificios de Altquartier, donde acababa de entrar. Allí, los edificios aparecían y desaparecían, pero nunca cambiaba el aspecto de tugurio de la zona. La posada Sargant’s era un nombre nuevo para mí, pero al mirar el exterior, el antiguo almacén de un comerciante situado en un callejón típicamente empinado de Middenheim, supe cómo sería por dentro: infestada de piojos, pulgas y toda clase de alimañas, con jergones de paja sobre el piso de largos dormitorios colectivos, y olor a col hervida, suciedad y desesperación. Al igual que cualquier posada de baja estofa de la ciudad, hedía a desgracia. En el exterior había hombres informes vestidos con harapos, algunos con muletas o cicatrices terribles, que se pasaban una bota de vino barato entre ellos. Al acercarme a la puerta, se apartaron con respeto por mis hábitos de sacerdote de Morr. Incluso aquellos que no tienen nada por lo que vivir, temen a la muerte.
Justo en la entrada esperaba un hombre corpulento y calvo, cuyos músculos se habían transformado principalmente en grasa. Sus ropas eran un remedo de opulencia, copias baratas de prendas de última moda, y en el cinturón llevaba un corto cuchillo que parecía destinado a utilizarse. No esperaba que mi apariencia le causara preocupación, y estaba en lo cierto.
—Tú debes ser Sargant -dije.
El tipo ni se movió, sino que clavó sus ojos en mí durante un largo rato.
—¿Tú no eras antes Dieter Brossmann? -preguntó con un tono duro en la voz, y lo miré a los ojos.
—Ése era mi nombre hace mucho tiempo -respondí con lentitud-. Desde hace ocho años, soy un humilde sacerdote de Morr. Veamos el cuerpo.
—Sí. Sígueme, entonces.
Lo acompañé por oscuros corredores con la esperanza de que no formularía más preguntas acerca del hombre que yo había sido en otros tiempos, y aguardé mientras abría con una llave la fina puerta de madera de pino. La habitación que había al otro lado era pequeña y carecía de ventanas, y Sargant no me siguió al interior. Vi un camastro con un cuerpo encima y una silla situada cerca, sobre la que había una pequeña lámpara de aceite que iluminaba el rostro del cadáver.