Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Era la esposa del Margrave quien había gritado. Se encontraba en terreno abierto e intentaba coger a los dos aterrorizados críos. La niñera se encontraba a su lado y trataba de cobijar a los chiquillos entre sus brazos. Los guerreros arremetieron hacia ellos, con las espadas en alto.

Gruber se lanzó hacia adelante al mismo tiempo que blandía el martillo con una sola mano. El golpe destrozó una armadura y derribó a uno de los guerreros. Se enfrentó con el otro y bloqueó los mortales golpes deslizando lateralmente el mango del martillo contra la hoja: una vez, dos veces, tres veces. Para entonces, el primero de los atacantes volvía a estar de pie.

Gruber abolló el yelmo del segundo, al que hizo rodar por el suelo a tiempo de defenderse del renovado ataque del primero. Miró fijamente al interior de las rendijas de la visera, iluminadas de rojo, y respondió al furioso asalto con una arremetida que destrozó el escudo de la criatura. Luego, le propinó un fuerte golpe con la punta del mango del martillo en la mandíbula. El enemigo cayó, y esa vez, golpeándolo fuertemente de nuevo, se aseguró de que no volvería a levantarse.

El segundo ya se había incorporado de nuevo y, una vez más, centraba su atención en la esposa del Margrave.

Con un rugido, Gruber le arrojó el martillo. La enorme arma atravesó el claro silbando en al aire y girando, y partió la espalda de la criatura negra.

Gruber avanzó hasta donde estaba la esposa del Margrave y la ayudó a subir al carruaje, mientras la niñera reunía a los chiquillos.

—¡Entrad en el carruaje! -siseó.

—Gra,… gracias… -tartamudeó ella.

—Estaban completamente decididos a atraparos -le gruñó Gruber al mismo tiempo que clavaba sus ojos en los de ella-. ¿Qué hay en vos? ¿Acaso sois el pájaro de mal agüero que atrae hacia nosotros la Oscuridad?

—¡No! -respondió ella con tono implorante y horrorizado-. ¡No!

No había tiempo para debates. Gruber recobró su martillo y se unió a la lucha.

***

—¡Están retrocediendo! -anunció Anspach, al fin.

—¡Gracias al Lobo! -murmuró Ganz.

La lucha había sido intensa y demasiado igualada para que se sintiera cómodo. Varios de sus hombres estaban heridos, y había siete guerreros oscuros contorsionados y muertos en el suelo; se habían convertido en esqueletos. Los otros, como los fantasmas de los cuentos fantásticos, se desvanecían entre los árboles.

—¡Reagrupaos! -les dijo Ganz a sus hombres-. Entremos en el campamento y reconstruyamos la muralla de fuego. Falta mucho para el alba.

—¡Comandante! -Era Gruber quien lo llamaba.

Ganz se reunió con él. El guerrero al que Gruber le había partido la espalda estaba aún con vida, y se retorcía y siseaba como un reptil sobre el suelo. Los civiles formaban a su alrededor un amplio círculo, fascinados y horrorizados a la vez.

—¡Apartad a esa gente! -les espetó Ganz a Dorff y Schiffer. Luego, se volvió a mirar a Gruber-. Estoy empezando a creer que Lowenhertz tiene razón. Tenemos algo o a alguien que estas criaturas quieren…; por eso, tomaron la casa solariega y ahora nos persiguen.

—Estoy de acuerdo. Esto no era una incursión de acoso, sino una misión destinada a llevarse algo. Fueron demasiado directos y se pusieron en peligro para entrar en el campamento, en lugar de hostigarnos desde lejos. -Gruber inspiró profundamente-. Creo que es alguien que forma parte de la familia del Margrave, y me parece que sé quién…

—Vos creéis que es por mí -dijo una voz desde detrás de ellos. Era la esposa del Margrave, que tenía abrazado a uno de los sollozantes niños-. No sé qué he hecho para ganarme vuestra desconfianza, señor Gruber. Sólo se me ocurre pensar que os sentís amenazado por mí. Durante toda la vida, mis cabellos oscuros y mis gestos vivaces han hecho que los hombres me imaginaran como una diablesa, una mujer descarada, a quien había que temer. ¿Acaso puedo disimular mi aspecto o mi apetito por la vida? ¿Puedo cambiar la forma en que estoy hecha? No soy ningún demonio. ¡Por mi vida, por la vida de mis niños, señores!, yo no soy el motivo de todo esto.

Ganz miró a su segundo al mando, y el hombre de cabellos blancos bajó la mirada.

—Da la impresión de que ambos hemos sacado conclusiones precipitadas hoy. Los dos estábamos equivocados.

—¿También tú? -inquirió Gruber, y Ganz asintió con la cabeza.

—Mi señora, llevad a los niños a cubierto dentro de los carruajes. Nosotros acabaremos esto. ¡Lowenhertz!

Cuando llegó el noble caballero, vieron que se había quitado la armadura. Iba ataviado sólo con el justillo de lana, porque el peto y las hombreras de su armadura habían sufrido serios daños durante la lucha.

—¿Comandante?

—Tienes conocimientos, Lowenhertz…, o al menos, eso te gusta decirme. ¿Cómo podemos obtener información de ese huésped nuestro?

Lowenhertz posó los ojos sobre el tullido guerrero oscuro y se acuclilló. Lo escuchó durante un momento y se estremeció.

—Puedo entender poca cosa de sus jadeos… El idioma…, tal vez sea la lengua de la lejana Arabia. Hay una palabra que repite…

Lowenhertz le repitió a la criatura la palabra con voz apagada y desagrado, y ésta se removió y profirió un gañido. Entonces, el templario del Lobo Blanco volvió a murmurar la palabra con voz baja y gutural. Ganz se volvió.

—No estamos llegando a ninguna parte…

Lowenhertz volvió a repetir la palabra, hasta que la criatura replicó, al fin, con una frase gutural.

—No le entiendo. Las palabras son demasiado extrañas.

Lowenhertz lo intentó con mayor ahínco, repitiendo la palabra una y otra vez. No sirvió de nada.

Entonces, la criatura tendió una huesuda mano y trazó un símbolo curvo en el polvo.

—¿Qué es eso? -preguntó Ganz.

—¡Ojalá lo supiera! -respondió Lowenhertz-. No puedo entenderle. Ese dibujo no tiene sentido. ¿Qué es eso? ¿La luna de la cosecha? ¿La luna creciente?

—Es una garra -dijo Drakken, de pronto, desde detrás de ellos-. Y yo sé dónde está.

***

La anciana niñera Maris retrocedió contra el carruaje, con los ojos colmados de terror y las manos apretadas con fuerza sobre el cuello de su vestido.

—¡No! -exclamó-. ¡No! ¡No os lo daré!

Ganz volvió la mirada hacia Lowenhertz y Drakken. que se encontraban a su lado.

—No es más que la nodriza -dijo.

—Ella tiene el amuleto en forma de garra. Me bendijo con él -aseguró Drakken.

—Si es lo que buscan esas criaturas de la Oscuridad, señora, debéis entregarlo por el bien de todos -dijo Lowenhertz con firmeza.

—¿Esta baratija que me dio mi anciana madre? -tartamudeó la anciana-. Siempre me ha traído suerte.

En ese momento, Gruber se reunió con ellos.

—Eso le da sentido a las cosas. Esos guerreros con los que he luchado… Yo pensaba que iban tras la señora y los niños, pero iban tras la niñera.

—¡Por favor, señor! -exclamó la niñera al ver que se aproximaban el Margrave y su esposa-. Haced que abandonen esta idea disparatada.

—Querida Maris -imploró la dama-, siempre has sido buena con mis hijos, así que te defenderé de todo mal, pero esto es demasiado importante. Comprobémoslo. Dame el amuleto.

Con arrugadas y temblorosas manos, la anciana sacó el talismán en forma de garra y se lo entregó a la esposa del Margrave, la cual dio media vuelta y avanzó hacia el enemigo herido. Ganz estaba a punto de detenerla, pero Gruber se lo impidió.

—Ésa sabe lo que está haciendo -le aseguró al comandante.

—Lenya me dijo que la niñera sólo llevaba algún tiempo con ellos. Su predecesora cayó enferma, y la trajeron desde muy lejos -explicó Drakken.

Lowenhertz asintió con la cabeza.

—Si ese maligno amuleto ha estado en su familia durante algún tiempo, es posible que no sepan nada acerca de su poder. Pero ha traído a los guerreros oscuros tras sus pasos desde el lejano lugar del que procede. Han husmeado su pista…, o la pista de ese objeto que poseía.

—Pero ¿qué es? -preguntó Aria

—¿La garra de algún demonio oscuro al que adoran? ¿Una uña de un dios? -Lowenhertz se encogió de hombros-. ¿Quién sabe? ¿Quién quiere saberlo?

—¿Un hombre sabio como tú? -preguntó Ganz.

Lowenhertz negó con la cabeza.

—Hay cosas que es mejor ignorar, comandante.

La esposa del Margrave le enseñó el amuleto a la criatura herida, y luego saltó hacia atrás cuando ésta se incorporó apenas, gruñendo, maullando e intentando arañarla. Gruber la mató con un rápido y diestro golpe.

—Ya tenemos la prueba -declaró.

Todos quedaron petrificados cuando un agudo alarido resonó en el bosque que los rodeaba. El olor sepulcral a especias y hueso seco colmó el aire.

—Han vuelto a husmearlo, y con más claridad que nunca -dijo Lowenhertz-. Regresan.

—¡A las armas! -gritó Gruber para reunir a los hombres.

Pero Ganz alzó una mano.

—No podremos con ellos. Cuentan con un número mayor de efectivos y con la noche a su favor. Antes apenas logramos rechazarlos. Sólo podemos hacer una cosa.

La Compañía Blanca y los civiles a su cargo se apiñaron en el centro de la barrera de fuego. Al otro lado del anillo de llamas, vieron a los jinetes negros que se aproximaban y oyeron el sonido de los cascos de sus caballos. Docenas de ojos rojos relumbraban en la negrura de la noche como estrellas infernales.

Ganz contó las siluetas oscuras que se encontraban al otro lado del fuego. Una vez más eran veinte, a pesar de los que habían matado los Lobos. Blasfemó en voz baja.

—Siempre regresarán en igual número -le susurró a Gruber-. Jamás acabaremos con ellos. No podemos luchar porque nos vencerían. No podemos huir porque nos adelantarían. Son seres impulsados por la Oscuridad y no se detendrán hasta conseguir lo que quieren.

Los enemigos permanecían al otro lado de las llamas, formando un círculo de figuras demoníacas que rodeaba completamente el campamento. El olor dulce y ceniciento era terrible.

—¿Y qué hacemos, entonces? ¿Luchar hasta el último? ¿Morir en el nombre de Ulric? -susurró Gruber.

—Eso…, o chasquearlos -dijo Ganz-. Tal vez ésa sea nuestra única probabilidad de sobrevivir.

Cogió el amuleto y avanzó para asegurarse de que los jinetes oscuros lo vieran. Luego, antes de que pudiesen reaccionar, lo colocó sobre una roca, alzó el martillo de Lowenhertz y descargó sobre el talismán un golpe desde más arriba del hombro.

Los jinetes gritaron de horror como si tuviesen una sola voz. Cuando la cabeza del martillo destrozó el talismán, se produjo una explosión de luz y un fantástico destello de llama verde. El estallido derribó a Ganz de espaldas y vaporizó la cabeza del martillo. El talismán desapareció.

Un relámpago rojo como sangre eléctrica se propagó en sentido horizontal por el campamento, que fue barrido por un viento caliente como el infierno. La criaturas fantasmagóricas chillaron como una sola, retorciéndose y girando en el aire como ondeantes alfombras negras, hasta que fueron absorbidas por la oscuridad de la noche y desaparecieron.

***

Cuatro días de riguroso viaje los llevaron de vuelta a Middenheim. La Compañía Blanca escoltó al grupo del Margrave directamente hasta el palacio del Graf, donde serían cuidados y atendidos. Entonces, tuvieron lugar muchas despedidas. Mientras el Margrave le expresaba su efusivo agradecimiento a Ganz, una y otra vez, Ganz se encontró con que sus ojos vagaban por el patio. Vio a Drakken, tímido y torpe, que le daba un beso a la vivaz muchacha de la servidumbre, Lenya, para despedirse de ella. Estaba seguro de que no era el último que le daría. Vio a Morgenstern y Anspach, que jugaban a caballitos con los niños, y a Aric, que consolaba a la atemorizada niñera Maris. Gruber se encontraba junto a la esposa del Margrave.

—Perdonadme, señora -estaba diciendo Gruber en voz baja-. Desconfié de vos y es para mí una vergüenza.

—Me salvasteis la vida, señor Gruber. Yo diría que estamos en paz.

Ella le sonrió, y el corazón de él volvió a dar un respingo.

—Con que sólo vos fueseis más joven y yo fuese libre -murmuró ella, que expresó en voz alta lo que él pensaba.

Los ojos de ambos se encontraron, apasionados por un segundo, y luego ambos se echaron a reír a carcajadas y se despidieron.

***

En la grandiosa oscuridad del templo, los coros de Lobos cantaban con voz profunda sentidos himnos de agradecimiento. Las voces flotaban en el aire quieto y fresco.

Lowenhertz estaba arrodillado y rezaba ante el altar mayor. Alzó la mirada al oír unos pasos que se le aproximaban por la espalda.

Autore(a)s: