Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Os aseguro por mi honor, Margrave, por el honor de mis hombres y en el nombre de Ulric, que nos guía, que estaremos a salvo.

A su lado, Gruber se retrepó en la silla de montar. Aún temblaba debido al combate, y su pulso era fuerte y acelerado. «Demasiado duro para un viejo», pensó, y sus ojos recorrieron la fila de carruajes que se preparaban para proseguir la marcha.

En la ventanilla de la puerta del carruaje del Margrave, atisbo a la esposa del noble. Ella miraba al exterior desde las sombras, con una sonrisa malvada en los labios.

Gruber apartó los ojos y deseó por los sagrados cielos no haber visto aquella expresión.

Aric retrocedió hasta el carro donde estaban atendiendo a Drakken. En él viajaban varios servidores de la cocina y la anciana niñera de los niños nobles. Drakken no parecía reparar en ellos. La ordeñadora, Lenya, ayudaba con vigor a Kaspen a vendarle las heridas.

—Mantenías limpias y secas, y fíjate en si se infectan -le dijo Kaspen.

—Sé qué hacer, Pelirrojo -asintió ella, obediente.

Lenya clavó una mirada decidida en los ojos de Drakken cuando Kaspen bajó del carro, y estrujó un paño que había dentro de un cuenco de agua para escurrirlo.

—Yo te cuidaré, templario del Lobo. No te preocupes. Muy a menudo he curado las heridas y rascadas de mis hermanos, y muchas eran peores que la tuya -dijo.

—Yo… te lo agradezco -respondió Drakken con una sonrisa alelada en la cara.

Aric los observó, rió entre dientes y regresó junto a Ganz.

—Drakken está más contento que un lobezno -le dijo al comandante.

—En ese caso, continuemos. ¡En marcha! -gritó Ganz-. ¡En marcha!

***

Al caer la noche, acamparon en una ladera rocosa que dominaba un meandro de un arroyo sin nombre. Los Lobos encendieron hogueras en torno al perímetro del campamento e hicieron turnos de guardia durante toda la noche.

A medianoche, Ganz hizo su ronda. Pasó unos momentos con Einholt y el corpulento Bruckner en sus puestos, mientras el resto del grupo se instalaba para dormir.

Cuando atravesaba el campamento hacia el puesto de Aric, Ganz vio una silueta oscura que pasaba por la parte exterior del círculo de luz.

Se tensó y se internó cautelosamente en la oscuridad al mismo tiempo que su mano desenvainaba el cuchillo de caza.

—¡Lowenhertz! -siseó.

El caballero se volvió con sorpresa y bajó un hermoso astrolabio con el que había estado mirando el firmamento.

—¿Comandante?

—En el nombre del Lobo, ¿qué estás haciendo aquí afuera?

—Resulta difícil hacer lecturas precisas cuando se está cerca de la luz del fuego -comenzó a explicarle Lowenhertz.

—¿Lecturas?

—De las estrellas, comandante. Para ver si puede discernirse alguna formación o manifestación extraña. Mi bisabuelo me enseñó que los signos y augurios celestes acompañan a las maquinaciones de los no muertos…

Ganz lo interrumpió, enojado.

—¡Ahora veo por qué nunca has llegado al mando! -le gruñó-. No se fían de ti, ¿verdad? ¡Los ancianos de nuestro templo no te confían las vidas de los hombres porque has llegado demasiado lejos, estás demasiado cerca de la Oscuridad!

Lowenhertz guardó un silencio momentáneo y frunció el entrecejo.

—¡Ah! -dijo al fin-. Ya veo, comandante. Tú piensas que se trata de mí, ¿verdad? ¿Crees que formo parte de este peligro?

—Yo… -comenzó Ganz, vacilante.

Lowenhertz se echó a reír como si se tratara de un chiste realmente bueno.

—Perdóname, señor. No soy nada más que lo que parezco ser: ¡un leal servidor de Ulric, cuya mente, a veces, formula demasiadas preguntas! Mi padre era un Caballero Pantera. Murió en la colina de los Cuernos, destripado por los mastines del Caos. Yo siempre he intentado ir un paso por delante, saber de mi enemigo más de lo que él sabe de mí, servir al templo con las mejores capacidades de mi cuerpo… y mi mente. ¡No toleraré que desconfíes de mí! Pero si puedo servirte y tú puedes confiar…

Se produjo un largo silencio, y Ganz tendió una mano hacia el astrolabio.

—¿Y has descubierto algo? -preguntó con voz queda.

***

Drakken se acurrucó sobre los rollos de alfombra que había en la parte trasera del carro, y se relajó a la luz del fuego. Sobre él se proyectó una sombra, y alzó los ojos y parpadeó al salir de su duermevela. Allí estaba Lenya, con una sonrisa luminosa en la oscuridad.

—¿Tienes sed, caballero? -le preguntó.

—Me llamo Drakken -respondió él-. Krieg Drakken, y me gustaría que me llamaras así.

—Lo haré, Krieg. Con dos condiciones. Una, si me dices que tienes sed, y dos, si me llamas Lenya.

—Tengo sed, Lenya -respondió el muchacho con voz dulce.

Ella profirió un bufido y se marchó a buscar una bebida.

Drakken volvió a relajarse y cerró los ojos. Le dolía el hombro, pero en general aquél estaba resultando un buen debut como templario del Lobo Blanco. Sobre él volvió a proyectarse una sombra.

—Espero que el agua esté fresca… -comenzó a decir, y su voz se apagó al darse cuenta de que no era Lenya que regresaba.

La anciana niñera se acuclilló junto a él.

—Ahora tranquilízate, cachorrillo -le dijo ella con ternura-. ¡Ah!, ya sé que no soy tan bonita como tu ordeñadora, pero velo igualmente bien por el bienestar de mis guardianes, y tú has tenido un día muy largo.

Drakken se relajó y sonrió. El tono de su voz resultaba muy tranquilizador y sereno. No era de extrañar que se ganara la vida como cuidadora de niños.

—Sólo he pasado por aquí para bendecirte, corderito mío -dijo, y se metió una mano dentro del cuello de la blusa-. Tengo un amuleto de la suerte que me dio mi madre hace muchos años. Quiero que lo cojas en la mano para que te ayude a recobrar la salud.

La niñera sacó un destellante amuleto que pendía de un cordón que llevaba alrededor del cuello. La montura era de peltre, pero el amuleto en sí era un cristal curvo, en forma de garra; tal vez se tratara de un fragmento de otra cosa, algo muy antiguo.

—Siempre me ha traído suerte y salud -le aseguró ella.

El muchacho sonrió y lo cogió con una mano. Estaba tibio.

—Ahora la bendición será para ti, mi pobre caballero herido. La bendición de todos los dioses.

—Gracias, señora -respondió Drakken.

Experimentaba una mayor calidez; se sentía más seguro y sano.

—Aquí regresa Lenya con una taza de agua -dijo la niñera a la vez que recuperaba el amuleto y se ponía de pie-. No querrás pasar más tiempo con una vieja necia como yo. Que estés a salvo, caballero.

—Otra vez, gracias -se despidió Drakken.

Luego, Lenya llegó a su lado y le acercó la taza a los labios.

—¿La vieja Maris estaba de nuevo alborotando a tu alrededor? -preguntó la muchacha con una ancha sonrisa-. Es muy buena. Los niños están locos por ella. El Margrave tuvo suerte de encontrarla el año pasado, cuando necesitaba una nodriza.

—Es una anciana buena y muy atenta -asintió Drakken entre sorbos-. Pero yo sé quién me gustaría que me cuidara…

***

—¿Tenéis el hábito de espiar a las mujeres? -preguntó la esposa del Margrave con una deliciosa mueca en los labios.

Gruber se detuvo en seco y buscó con torpeza las palabras adecuadas.

—Estaba patrullando el campamento, mi señora.

—¿Y eso os trajo hasta la parte trasera de mi carruaje en el momento en que me vestía para dormir? -inquirió ella.

Gruber se volvió de espaldas, consciente de que se hallaba en compañía de una mujer que no llevaba puesto más que un fino camisón de satén.

—Os presento mis disculpas, señora. Yo…

—¡Oh, callad, caballero! -dijo ella con una risa tintineante-. Me siento halagada de que un hombre tan digno y distinguido como vos se ruborice en mi compañía. Agradezco vuestros esfuerzos. Estamos todos bajo vuestra protección.

Gruber se movió de un lado a otro con torpeza, y luego se volvió para marcharse.

—¿Cuál es vuestro nombre, caballero?

—Wilhelm Gruber -replicó él al mismo tiempo que daba media vuelta. De pronto, se sintió osado-. ¿Quién sois vos, señora?

—La esposa del Margrave de Linz, a menos que eso os haya pasado por alto -replicó ella, y volvió a reír.

—¿Eso es todo? -preguntó él con sequedad.

Ella no le respondió nada, y se produjo un largo silencio entre ambos.

—Será mejor que volváis a vuestra patrulla, Gruber -dijo ella al fin-. No sé qué pensáis que soy, pero no me siento feliz con lo que esa pregunta implica.

—Tampoco yo, señora -respondió Gruber mientras se alejaba-. Ya veremos.

***

Ganz observó las estrellas a través de las pulidas lentes del astrolabio de Lowenhertz. Estaba a punto de preguntar el nombre de otra constelación cuando Lowenhertz lo aferró con fuerza por un brazo.

—¿Qué?

—¡Silencio! -le siseó Lowenhertz-. ¿Hueles eso?

Ganz inhaló. El aroma dulce y ceniciento de la muerte era inconfundible.

Ambos se agacharon y vieron las relumbrantes rendijas de las viseras de los guerreros que se movían en el valle, junto al arroyo.

—¡No llevo más que mi cuchillo! -susurró Ganz.

Lowenhertz le lanzó el martillo y sacó una larga hacha de guerra de la silla del caballo.

—Haz correr la voz, comandante. Han vuelto por nosotros.

***

Eran un oscuro borrón de noche y luz de fuego. Ganz creyó contar a quince enemigos cuando cargaron hacia el campamento, desde el este, a pie. Eran silenciosos, como las sombras de los muertos.

Ganz no fue silencioso. Bramó una advertencia con toda la fuerza de que eran capaces sus pulmones, y él y Lowenhertz salvaron de un salto las rocas del margen del arroyo para hacer frente al silencioso ataque.

El campamento volvió a la vida. Se oyeron las consignas de respuesta de los centinelas y los rugidos de los hombres que despertaban. Entre los aterrorizados civiles, se alzaron gritos y alaridos.

Einholt se enfrentó con el primero de los atacantes, parando golpes y haciendo girar el martillo de guerra mientras bramaba para llamar a sus hermanos de la Compañía Blanca. Al cabo de cinco segundos, Bruckner y Aric, los otros dos centinelas de guardia, estaban a su lado y les cerraban el paso entre los crepitantes fuegos a los necrófagos de ojos rojos que salían de las tinieblas.

Ganz y Lowenhertz se reunieron con ellos unos segundos más tarde. Ganz estaba seguro de que entonces había al menos veinte atacantes, pero resultaba muy difícil distinguir en medio de la noche sus húmedas siluetas. También sus ojos destellantes se confundían con las hogueras ardientes. Era como si estuviesen hechos con el mismo material que la noche.

Una brillante espada negra silbó al pasar ¡unto a su cabeza, y Ganz invirtió el balanceo para defenderse. Al hacerlo, sus pies resbalaron sobre la tierra, cayó y quedó semitumbado. El oscuro, de pie ante él, tenía la espada en alto. Morgenstern, sólo con media armadura puesta y sucio por haberse tendido sobre el suelo, atravesó la oscuridad como una tromba y derribó a la criatura con un golpe de martillo a dos manos, de fuerza tremenda. Ganz se puso en pie de un salto y le gritó un agradecimiento al descomunal hombre, que ya se lanzaba hacia la muchedumbre.

Vio caer a Aric con un tajo en el hombro. Einholt y Lowenhertz saltaron a protegerlo, y mantuvieron a distancia al enemigo mientras el portaestandarte se levantaba. El hacha de Lowenhertz silbaba en el aire frío.

Con fuego lobuno en la sangre, Ganz hacía girar el martillo que le había prestado su compañero; usó el mango para parar un tremendo golpe, y luego mató al atacante con una arremetida lateral de la cabeza del arma.

—¡Por el templo! ¡Por Ulric! ¡Compañía Blanca! -bramaba.

***

En el otro lado del campamento reinaba un pandemónium. Con el martillo bien aferrado, Gruber intentaba poner orden en el caos.

—¡Kaspen! ¡Anspach! ¡Poned al Margrave y a su gente a cubierto junto a los carruajes! ¡El resto de vosotros acudid a la lucha!

Sirvientes que chillaban y niños que lloraban corrían en todas direcciones. Las ollas eran derramadas, y los fuegos de cocinar, pateados.

—¡Maldición! -imprecó Gruber.

Vio que Drakken aparecía cojeando en el centro del campamento a toda la velocidad de que era capaz.

—¡Mi arma! ¡Cualquier arma! -gritaba el joven con voz ronca.

—¡Me resultarás más útil aquí! -le gritó Gruber-. Mete a los niños dentro del carruaje. ¡Que mantengan la cabeza baja!

Se oyó un grito más penetrante que los demás. Gruber dio media vuelta y vio que dos guerreros oscuros habían irrumpido en el campamento desde la dirección opuesta al ataque principal y que cargaban contra los carruajes; realizaban una maniobra de pinza para romper el cordón.

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