El Margrave, un corpulento y pálido aristócrata de casi cuarenta años, se había puesto sus mejores ropas para recibir a los Lobos, pero los mechones de pelo que le caían y el abrumador aroma a aceite de clavo evidenciaban que no se había aseado de manera decente desde el ataque.
—Yo pedí que me enviaran Lobos de manera muy específica -explicó el Margrave-. En la carta que le envié a mi queridísimo primo, el Graf, solicité Lobos por encima de todo, una compañía de Lobos. ¡Ah, que los vistosos Caballeros Pantera se encarguen de la persecución, pero que me den Lobos para que nos lleven a mí y a mi familia de vuelta a casa sanos y salvos.
—Los Caballeros Pantera son buenos guerreros. Encontrarán a vuestros atacantes -dijo Ganz con suavidad, aunque no lo creyó ni por un momento-. Pero os aseguro que os llevaremos a casa. Veamos, ¿cuántos sois?
—Llenamos tres carruajes -respondió el Margrave mientras lo acompañaba- y cuatro carros de equipaje. Dieciséis sirvientes, el equipaje, yo, mis hijos y su niñera…
Señaló a un par de chiquillos pálidos, de unos cinco años, que vestían pantalón corto y se aporreaban con ferocidad sobre una pila de alfombras. Los vigilaba una vieja niñera demacrada y vestida de negro.
—¡Hanz y Hartz! -suspiró el Margrave al mismo tiempo que unía las palmas-. ¿No son adorables?
—Increíblemente -respondió Ganz.
—Y luego, por supuesto, está mi esposa… -añadió el Margrave.
Ganz volvió la cabeza hacia donde señalaba el otro. Su señoría estaba sirviendo bebidas para los sedientos Lobos de unas jarras que le llevaban los sirvientes.
Era alta, bien formada e hipnóticamente hermosa. Su oscuro y abundante cabello peinado en rizos llegaba hasta la extraordinaria curva que sus caderas formaban dentro del vestido de seda cruda. Tenía piel pálida y ojos oscuros y profundos como lagos. Sus labios eran carnosos y…
Con gran premura, Ganz se volvió para mirar otra vez a los feos niños.
—No son hijos de ella, por supuesto -continuó el Margrave-. Su querida, querida madre murió de parto. Gurdrun y yo nos casamos el año pasado.
«Gurdrun -pensó Ganz-. ¡Ulric! ¡El paraíso tiene nombre!»
***
—¿Queréis vino, valiente caballero? -preguntó ella con voz suave.
Gruber aceptó el tazón y contempló la visión que tenía ante sus ojos.
—Gracias, señora -respondió.
Era asombrosa; la mujer más hermosa que había visto jamás: morena, exótica, misteriosa… Y sin embargo, allí estaba, sirviéndoles vino a aquellos guerreros sucios y malolientes; sirviéndoles bebida ella misma.
—Sois nuestra salvación, señor -le aseguró ella, tal vez por haber advertido la mirada perpleja de él-. Después de las noches de terror y dolor que hemos pasado, esto es lo mínimo que puedo hacer.
—Es asombrosa… -jadeó Anspach, aferrando la copa intacta cuando ella se alejó.
—Si yo fuera treinta años más joven y pesara cincuenta kilos menos… -comenzó Morgenstern.
—¡Aún serías un viejo gordo e inútil, sin ninguna posibilidad! -acabó Einholt.
—Que el señor Ulric nos proteja -le murmuró Drakken a Aric-. Es muy bella…
Aric no podía apartar los ojos de la esposa del Margrave, y asintió con un movimiento de cabeza antes de darse cuenta de que Drakken no estaba mirándola a ella.
—¿Drakken?
—Ella, Aric.
Drakken sonrió y señaló a una muchacha que se acurrucaba entre los sirvientes. Apenas llegaba a los dieciocho años, según calculó Aric; era baja y elegante, pero estaba sucia a causa de las aventuras en que se había visto envuelta. Llevaba puesta la blusa de una ordeñadora. Era… bonita, tenía que admitirlo.
—¡Drakken! -siseó Aric-. La primera regla de los Lobos es…: si una diosa te sirve vino, no babees tras sus querubines.
—¿Qué diosa? -preguntó Drakken sin apartar los ojos de la ordeñadora.
Aric sonrió y sacudió la cabeza.
***
Se marcharon de Linz al amanecer. Los carros y los carruajes partieron en fila, flanqueados por los trece templarios del Lobo, y se internaron en la espesa niebla matinal.
Ganz, que marchaba en cabeza, llamó a Gruber, Anspach y Lowenhertz para que se reunieran con él.
—Cabalgad delante y explorad el bosque -les dijo.
Los tres espolearon los caballos y se alejaron.
Aric, con el estandarte de la compañía en alto, avanzó hasta situarse junto a Ganz.
—Drakken necesita hacer algo para calmar los nervios, señor -comentó.
—Tienes razón -respondió el comandante tras pensarlo durante un momento, y llamó al joven caballero, que cabalgó hacia él, ansiosamente.
—Únete a los exploradores -le dijo Ganz-. Les vendrá bien un poco de ayuda.
Con una sonrisa que casi le desgarraba el rostro, Drakken salió al galope y se internó en el neblinoso bosque.
***
Anspach tiró bruscamente de las riendas. Por un momento, casi había perdido la orientación a causa de la niebla. El sol ya había salido, pero apenas había luz entre los remolinos vaporosos y los oscuros árboles.
—¿Qué ha sido eso? -le preguntó a Gruber, que se encontraba a pocos metros de distancia.
—Probablemente, Lowenhertz -replicó Gruber-. Se alejó hacia la izquierda.
—¡No! -le aseguró Anspach con brusquedad al mismo tiempo que clavaba las espuelas para hacer que el caballo girara-. ¡Conmigo, Gruber! ¡Ahora!
Los dos guerreros se lanzaron a través del bosque, haciendo saltar tierra y agitando la niebla. Percibieron un dulce y seco olor a cenizas, y Anspach abrió la sujeción del martillo.
Encontraron a Drakken en un claro. Su caballo estaba muerto, al igual que uno de los caballeros negros que le habían tendido una emboscada. La armadura gris de Drakken estaba rajada, y su hombro tenía un corte profundo; pero el joven continuaba gritando con ferocidad e hizo girar el martillo para partir otro cráneo, como lo había hecho con la cabeza del hombre que lo había desarzonado. Estaba rodeado.
Había otros cuatro guerreros oscuros, recubiertos por armaduras negras extrañamente angulosas y yelmos rematados por una púa, casi bulbosos. Esgrimían espadas serradas de color azul oscuro, que acababan en una curva como un colmillo, y una red de buena malla tintineaba en torno a sus cinturas. Sus caballos eran enormes y negros, y al igual que dentro del casco de los caballeros, sus ojos resplandecían con fuego infernal. Había algo casi insustancial en su contorno, en el borde de sus ondulantes capas, como si estuvieran solidificándose a partir de la niebla y la oscuridad mismas. El dulce olor a especias y cenizas era intenso.
Drakken se agachó para evitar un golpe que cercenó un arbolillo joven que estaba situado detrás de él, y Anspach y Gruber hicieron avanzar a sus caballos de un salto para evitar que les cayeran encima las ramas y el tronco.
Gruber hizo girar su martillo y arremetió. El más cercano de aquellos jinetes casi fantasmales colmó las fosas nasales de Gruber de aquel seco hedor muerto, y lo acometió con su espada.
Anspach y su caballo irrumpieron en la brecha que mediaba entre ellos, y el templario partió la cabeza del enemigo con un golpe descendente de su martillo de guerra. El yelmo negro mate rematado por una púa se partió y, del interior, salieron jirones de humo negro al mismo tiempo que los ojos se apagaban.
Sobre Gruber cayeron otros dos con gran ferocidad y lo atacaron implacablemente con sus malignas espadas curvas.
—¡Que Ulric os maldiga! -les espetó, luchando para salvar su vida.
Lowenhertz salió como una tromba de entre la niebla y el sotobosque, con el caballo a galope tendido.
Su silbante martillo desarzonó de un golpe al primer guerrero y, luego, con un diestro y poderoso golpe de retorno. destrozó el pecho del segundo atacante de Gruber.
El guerrero oscuro que restaba espoleó su caballo y se lanzó hacia ellos con una estridente imprecación ininteligible; sus ojos rojos ardían tras la ranura de la visera, y su vil caballo hedía.
Anspach hizo girar el martillo a un lado, por encima del hombro, y acabó de un solo golpe con el último guerrero.
Durante un momento, el impacto resonó por el claro en penumbra. Anspach desmontó de un salto y ayudó al conmocionado Drakken a levantarse.
—¡Bien hecho, joven! Ahora eres un templario del Lobo; no puede negarse.
—A ti te doy las gracias -dijo Gruber tras volverse hacia Lowenhertz-. Me has salvado la vida.
—No es nada -replicó el otro, y bajó la mirada hacia los cuerpos de los enemigos.
Dentro de la armadura partida del más cercano, no podía verse nada más que huesos polvorientos, que se deshacían como cenizas en la brisa. Se produjo un largo y escalofriante silencio.
—¡En el nombre de Ulric! -siseó Gruber cuando el miedo le aferró las entrañas-. ¡Regresemos junto a la caravana!
***
—Los muertos no descansan en paz -le murmuró Gruber a Ganz cuando se reunieron con el convoy.
Anspach estaba ayudando al herido Drakken a subir a un carro, y Kaspen había desmontado para atenderlo. Lowenhertz, sigilosamente se acercó con su caballo, a cierta distancia detrás de Gruber. Se había hecho el silencio al regresar los cuatro guerreros con el ensangrentado Drakken a la grupa del caballo de Anspach; todos venían salpicados de oscuras manchas de sangre. Ganz era plenamente consciente del modo como la gente del Margrave contemplaba a sus hombres con ojos fijos de horror, en silenciosa alarma.
—¡No hables con enigmas! ¡Informa! -le siseó a Gruber.
El otro sacudió la cabeza, aún conmocionado por el miedo, mientras se quitaba los guanteletes.
—Nos encontramos con una banda de… cosas oscuras, ¡que Ulric se apiade de nuestras almas! ¡No eran… mortales! Sin duda, se trataba de las mismísimas abominaciones que destruyeron la casa Ganmark. Pillaron a Drakken, pero por los dientes de Ulric que les dio quehacer. Nosotros hicimos el resto, y Lowenhertz se llevó la parte del león. Pero están ahí afuera. ¡Que Ulric nos asista, comandante! ¡Esas cosas son espectros!
—¿Quieres decir que son fantasmas? -preguntó Ganz en un susurro apenas audible para los demás.
—¡No sé qué quiero decir! ¡Nunca antes me había encontrado con nada parecido!
Ganz blasfemó.
—¡Cientos de kilómetros de bosque y tierras de cultivo, con los Caballeros Pantera persiguiéndolos, y van a tropezar con nosotros! ¿Qué posibilidades tenemos?
—¿Qué posibilidades tenemos? -intervino Lowenhertz en voz baja, pero con tono significativo.
Parecía compartir la ansiedad del comandante por mantener aquella conversación fuera del alcance auditivo de los civiles.
—Atacan la casa solariega; luego, nos encuentran…
La voz de Lowenhertz se apagó.
—¿Qué quieres decir? -preguntó Aric al mismo tiempo que aflojaba la mano que sostenía el estandarte enarbolado.
—Quiero decir que tal vez van detrás de algo. ¡Algo que estaba en la casa solariega y que ahora está aquí con nosotros!
Se produjo un largo silencio. Los caballos relinchaban y se sacudían las moscas de encima. Ganz se pasó un puño por la boca.
—Pareces estar notablemente bien informado, maese Lowenhertz -dijo al fin.
—¿Qué quieres decir? -preguntó el templario, con los ojos entrecerrados.
—Pareces saber mucho sobre la forma de actuar de la Oscuridad -le respondió Ganz con franqueza.
Lowenhertz profirió una sonora carcajada, que, pese al estruendo, contenía poco humor; sin embargo, estremeció la totalidad del claro e hizo que todos se volvieran a mirarlo.
—No es más que pura lógica, comandante… Esas criaturas tienen ingenio. No son bestias brutas ni salvajes pieles verdes de las laderas rocosas. Se mueven según un propósito definido; tienen una finalidad y una misión para todo lo que hacen. Éste no ha sido un encuentro fortuito.
—En ese caso, tendremos cuidado -fue la sencilla respuesta de Ganz.
—Quizá deberíamos intentar discernir la naturaleza de su propósito, señor, tal vez mediante…
Ganz lo interrumpió en seco.
—Tendremos cuidado -repitió con mayor firmeza-. Aric, ve a mirar cómo está Drakken y asegúrate de que se encuentra cómodo y listo para continuar. Seguiremos adelante.
Bajó los ojos cuando el Margrave llegó corriendo, a pie, procedente de su carruaje. Lo acompañaban dos servidores que corrían tras él, y su expresión no era feliz.
—¿Estamos en peligro, señor caballero? -preguntó, jadeante.
—Os halláis en compañía de Lobos, noble señor -respondió Ganz con elegancia-. Vos mismo solicitasteis nuestra escolta, creo recordar, y sabíais que os llevaríamos sano y…
—¡Sí, en efecto! No quiero decir que dude… Pero aun así… ¿Todavía están en el bosque?