—La acepto -dijo Gruber en voz baja.
La perplejidad general produjo un momento de silencio. Gruber era el más viejo y el más digno de la compañía, y todos sabían hasta qué punto desaprobaba los hábitos de juego del libertino Anspach. Pero desde la gran victoria que habían obtenido en el Drakwald antes de Mitterfruhl, había aparecido un nuevo vigor en sus andares, un fuego nuevo en sus ojos. Habían vengado la muerte de Jurgen, el ¡efe querido por todos ellos, y habían recobrado el honor. De entre todos, Gruber era quien mejor personificaba la reanimación de sus espíritus.
—¿Y bien? -le preguntó Gruber al enmudecido Anspach, con una sonrisa torcida en su viejo rostro arrugado.
—¡Hecho! -rugió Anspach al mismo tiempo que le tendía un puño cubierto por un guantelete de malla.
—¡Y hecho! -convino Gruber con una carcajada aún más alegre.
—¡Bien, ése es el espíritu de compañía que quiero ver! -bramó el enorme guerrero Morgenstern, y batió palmas.
Un poco más lejos, a la derecha, el joven portaestandarte de la compañía, Aric, sonrió y revisó por última vez la montura. Irguiéndose en medio del alboroto, su mirada se encontró con la del joven Drakken. No llegaba a los veinte años; en realidad, era apenas un lobezno. Había sido trasladado a la compañía para reemplazar a una de las valientes almas que habían perdido en la incursión del Drakwald. Era un joven bajo, aunque fuerte y robusto, y en las prácticas Aric había comprobado su destreza con el caballo y el martillo, pero carecía por completo de experiencia y, sin duda, se sentía intimidado por la alborotadora compañía que blasfemaba. Aric avanzó hacia él.
—¿Todo listo? -preguntó, bonachón.
Drakken se apresuró a ocuparse nuevamente de la silla e intentó parecer eficiente.
—Relájate -le dijo Aric-. Apenas ayer yo era como tú: virgen para la guerra y para una compañía de Lobos como ésta. Déjate llevar y encontrarás tu sitio.
Drakken le dedicó una sonrisa nerviosa.
—Gracias. Me siento como un intruso en esta…, esta familia.
Aric sonrió a su vez y asintió con un gesto de cabeza.
—Sí, es una familia; una familia que vive y muere unida. Confía en nosotros, y nosotros confiaremos en ti.
Tras recorrer el entorno con una mirada, comenzó a identificar a algunos de los miembros de la compañía de alborotadores y a describírselos a Drakken. Cada uno de los guerreros llevaba la armadura gris ribeteada en oro y la piel de lobo blanco, características del templo.
—Aquél es Morgenstern, un buey de primera clase que continuará bebiendo cuando tú ya estés debajo de la mesa. Pero tiene buen corazón y martillo pesado. En cuanto a Gruber…, mantente cerca de él; nadie tiene ni la experiencia ni la tremenda valentía de ese hombre. Anspach… Nunca te fíes del juicio de Anspach ni aceptes sus apuestas, pero confía en su brazo derecho; es una furia en el campo de batalla. Kaspen, aquel tipo pelirrojo de allí, también es nuestro cirujano. Cuidará de cualquier herida que sufras. ¿Einholt y Schell? Pues son los mejores rastreadores que tenemos. Schiffer, Bruckner, Dorff… son todos fantásticos jinetes. -Hizo una pausa-. Y recuerda que no eres el único nuevo. También a Lowenhertz lo trasladaron aquí al mismo tiempo que a ti.
Los ojos de ambos se desviaron hacia el último caballero, que se encontraba solo en un rincón del establo y revisaba las herraduras de su caballo.
Lowenhertz era un hombre alto, de aspecto regio, guapo y aquilino. Se decía que tenía sangre noble, aunque Morgenstern había jurado que se trataba de una herencia bastarda. Era callado y altivo, casi tan callado y reservado como Einholt, si eso era posible. Hacía diez años que servía con los Lobos Blancos; primero, en la Compañía Roja y, luego, en la Gris. Al parecer, nunca había encontrado su sitio, o tal vez un sitio que lo quisiera a él. Nadie sabía por qué se había unido a ellos, aunque Anspach apostaba a que era porque esperaba que llegara el momento de ocupar el mando. También Gruber pensaba así, y con eso bastaba para todos los otros.
—¿Lowenhertz? -murmuró Drakken-. El no es novato como yo. Hace tiempo que está en las compañías… Tiene un aire que me asusta.
—También a mí -le aseguró Aric, tras pensarlo y asentir con un movimiento de cabeza.
La conversación quedó interrumpida por el estrépito de la puerta del establo al abrirse. Ganz, el joven comandante de la compañía, resplandeciente con su armadura y piel de lobo, entró a grandes zancadas.
—Ya estamos… -murmuró Kaspen.
—Es el momento de la verdad -asintió Schell, cuyo rostro fibroso se veía tenso de expectación.
Dorff interrumpió su vacilante silbido desafinado.
—¿Y bien señor? -preguntó Anspach, y Ganz se dirigió a él.
—Partiremos de inmediato hacia Linz… -comenzó, y tuvo que agitar las manos para acallar los vítores-. ¡Basta! ¡Basta! Muchachos, no se trata de la gloria que ansiábamos. Acabo de recibir las órdenes del sumo sacerdote en persona.
—¿Y? ¿Qué tiene que decir el viejo pedo? -preguntó Morgenstern, vocinglero.
—¡Un poco de respeto, por favor, Morgenstern! -le chilló Gruber.
—¡Mis disculpas, viejo amigo! Debería haber dicho: «¿Que tiene que decir su eminencia el viejo pedo?».
Ganz, que tenía aspecto triste y cansado, suspiro.
—Tres compañías de Caballeros Pantera han sido enviadas a Linz para perseguir a los atacantes y asegurarse de que ningún mal le acontezca a la población. Nosotros debemos ir para proporcionarles… escolta.
—¿Escolta? -exclamó Gruber, y el silencio que siguió fue absoluto.
—El Margrave, su familia y muchos de los sirvientes escaparon de la incursión que consumió la casa solariega. Como ya sabéis, Linz rinde vasallaje al Graf de Middenheim, y su excelencia el Graf está muy preocupado por la seguridad de su primo el Margrave. Para resumir una larga historia: debemos escoltar al séquito del Margrave de regreso a esta ciudad para que llegue sano y salvo.
Se oyó un gemido colectivo.
—¿Así que los Caballeros Pantera se llevan la gloria? -reflexionó Anspach-. Ellos persiguen a esos chacales incursionistas para hacerles frente, y a nosotros nos asignan el cometido de niñeras.
Ganz no pudo hacer nada más que encogerse de hombros.
—Técnicamente, es un honor… -comenzó.
Morgenstern dijo algo tan ofensivo como físicamente difícil acerca del honor.
—Muy bien, viejo amigo -lo atajó Ganz, a quien no le hizo gracia-. Limitémonos a cumplir con el deber que nos han asignado. Montad. Jinetes de la Compañía Blanca, seguidme.
***
El viaje hasta Linz supuso dos días de dura cabalgata. Una lluvia de finales de primavera, enérgica y horizontal, barrió los prados y senderos a lo largo del viaje, y luego volvió a aparecer el pálido sol.
Ya desde varios kilómetros de distancia pudieron ver las ruinas de la casa Ganmark, y olerlas bastante antes. Un humo negro, casi oleoso, flotaba en el aire como una sinuosa nube de lluvia en la tarde primaveral, y había un olor extraño, como de dulces y especias mezclados con las cenizas de una urna funeraria.
Gruber, que cabalgaba junto a Ganz, arrugó la nariz, y el joven comandante lo miró.
—¿Gruber? ¿De qué se trata?
Gruber se aclaró la garganta y escupió a un lado como para limpiarse la boca del olor que les llevaba la brisa.
—Ni idea. No se parece a nada que haya olido antes.
—No, en esta parte de la tierra -dijo una voz desde un lado.
Tanto Ganz como Gruber giraron la cabeza y vieron el cincelado perfil de Lowenhertz. El alto caballero cabalgaba junto a ellos, diestro y fríamente mesurado.
—¿Qué quieres decir, hermano? -preguntó Gruber.
En el rostro de Lowenhertz apareció una sonrisa que no era del todo cordial.
—Mi bisabuelo fue un Caballero Pantera, y estuvo en dos cruzadas hacia aquellas infernales tierras lejanas de calor y polvo. Cuando yo era niño, solía contarme historias de las antiguas tumbas y mausoleos; sobre las cosas secas, no muertas, que salían de noche. Me contaba cuentos, los recuerdo con claridad, de pie en el desván de su casa, donde guardaba libros, recuerdos, su vieja armadura, pendones y estandartes. En aquella vieja habitación siempre había un olor a polvo mortuorio, a huesos secos y a dulce aroma penetrante de las especias sepulcrales. Él me decía que era el olor a muerte de las lejanas tumbas de Arabia. -Se encogió de hombros-. Ahora vuelvo a olerlo, y es mucho más fuerte que el del desván de mi bisabuelo cuando yo era niño.
Ganz guardó silencio mientras los caballos continuaban trotando a través del prado abierto. Unas mariposas pequeñas y verdes, las primeras nacidas en aquella primavera, giraban en formación sobre el sendero. Ganz miró enfrente, hacia el fondo del empinado valle que tenían debajo, hacia el esqueleto de maderas ennegrecidas que era cuanto quedaba de la casa Ganmark. De ella aún se levantaban columnas de humo como dedos negros que arañasen el cielo.
—Lo tomaría como un favor personal, Lowenhertz, si no les transmitieras esas observaciones al resto de los hombres.
—Por supuesto, comandante -respondió Lowenhertz con un asentimiento apenas perceptible.
Dicho eso, espoleó la montura y cabalgó a la vanguardia del grupo mientras bajaban por el serpenteante sendero.
Ante las puertas de Linz, salió a recibirlos un escuadrón de honor de los Caballeros Pantera. Se veían altivos y resplandecientes con sus decorativas armaduras y yelmos de alto crestón. El capitán saludó a Ganz con gesto rígido, y el Lobo Blanco le devolvió el saludo. Existía poca simpatía entre los templarios de Ulric y los regios guerreros de la guardia personal del Graf.
—¡Que Sigmar te guarde! Capitán Von Volk, de los Caballeros Pantera, Primera Guardia Real del Graf!
—¡Que Ulric te proteja! Ganz, comandante de la Compañía Blanca.
—Bienvenido a Linz, comandante. Te entrego el relevo.
El capitán de los Caballeros Pantera se situó al lado de Ganz, y sus hombres giraron con una precisión matemática hasta flanquear de manera perfecta a la formación de Lobos, como una escolta. Los Caballeros Pantera cabalgaban en inmaculada alineación, e incluso los ligeros golpes de los cascos de sus gráciles corceles marcaban un ritmo perfecto, comparados con la síncopa poderosa y cansada de los desordenados y polvorientos Lobos. Ganz tuvo la sensación de que alguien quería lucirse.
—Me alegro de que hayáis llegado por fin, comandante -comentó Von Volk con sequedad-. Estábamos impacientes por salir tras esos centauros, pero, por supuesto, no podíamos dejar indefensos al Margrave y su séquito.
Ganz asintió con la cabeza.
—¿Has enviado partidas de exploradores?
—Por supuesto. Cuatro grupos. No han tenido ningún éxito, pero estoy seguro de que, cuando salga con todos mis hombres, les daré una buena a esa escoria atacante.
Detrás de ellos, Gruber profirió un bufido de quedo desprecio, y Von Volk se volvió. Era un hombre alto, delgado y feroz, con ojos brillantes de movimiento rápido, que destellaban tras la parrilla dorada de su visera ceremonial.
—¿Qué sucede, soldado? ¡Oh!, perdón, anciano… ¿Acaso hablabas en sueños?
—Nada, señor -respondió Gruber, que no mordió el anzuelo-. Sólo me aclaraba la garganta.
Von Volk se giró sin darle más importancia, y los drapeados de seda del crestón de su celada se agitaron detrás de él.
—Comandante Ganz, el Margrave os aguarda en la casa consistorial. Me gustaría que ya te los hubieses llevado a él y a su grupo al caer la noche.
—¿Y viajar de noche? -Ganz se mostraba por completo razonable y encantador-. Nos marcharemos al amanecer, capitán. Hasta el recluta más novato sabe que es el mejor momento del día para iniciar un viaje con escolta.
Von Volk frunció el entrecejo.
—Moviliza a tus hombres y ponte en camino -añadió Ganz-. Nosotros nos haremos cargo de todo. Buena caza.
—¡Mi querido, querido amigo! -dijo el Margrave de Linz al mismo tiempo que estrechaba la mano de Ganz-. ¡Mi querido, querido amigo! ¡Con qué anhelo te hemos esperado!
—Señor -logró decir Ganz.
La enorme cámara de la casa consistorial, recubierta de madera, estaba llena de cajones de equipaje y alfombras enrolladas. También se hallaban los aproximadamente veinte servidores que habían escapado de la incursión.
«Y que, al parecer, pudieron traer todo esto a sitio seguro -reflexionó Ganz-. ¿Cómo, en nombre de Ulric, puede enrollarse una alfombra durante un ataque?»