Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Vaya.

—¿Sabes cuál es mi pena por no cumplir con la cuota? -chilló Kruza con la voz aún ronca por la juerga de la noche anterior-. ¡Quédate con tu joya y que te traiga buena suerte!

Resollador pensó que Kruza se marcharía, pero en lugar de encaminarse hacia la puerta, el carterista se dejó caer en el sofá. Resollador no se había dado cuenta de que Kruza lo necesitaba cada vez más a cada día que pasaba. Mientras el carterista se valía de las habilidades del joven ladrón invisible, su propia destreza profesional se había embotado por falta de uso y demasiada buena vida. Permaneció sentado en el sofá y acarició con los dedos las placas del inaceptable ornamento, intentando leer la historia grabada y tallada en el objeto.

—¿De dónde sacaste esto? Tiene que estar manchado o ser terriblemente importante para que el señor lo haya rechazado sin más con una expresión tan extraña en la cara. Si lo pienso bien, no creo que me haya doblado la cuota por otra razón que no sea el insulto de ofrecerle este objeto en particular.

—Lo saqué del otro lugar -respondió Resollador sin mostrar mucho interés; intentaba buscar una manera de compensar a Kruza por aquel paso en falso.

—¿Qué otro lugar? -preguntó Kruza, y luego se dio cuenta-. ¡Que Ulric te condene si le robaste esto a un cadáver!

—¡No! ¡No! -exclamó Resollador al mismo tiempo que retrocedía. No deseaba sentir de nuevo la punta de la espada corta en la garganta-. ¡Ahí está la cosa! No había ningún cadáver en el féretro que fue al otro lugar.

—No me hables con enigmas, muchacho -le contestó Kruza, que estaba de un humor tétrico y furioso, y tenía ganas de atacar.

—Seguí un carro de muertos… Bueno, en realidad, era más bien una carretilla cubierta. Es igual; el caso es que lo seguí hasta el otro lugar, el lugar del que te hablé, el lugar al que los hombres de capa gris llevan a los cuerpos cuyo destino no es el templo de Morr. Pero lo cierto es que allí no transportan ningún cuerpo. Levanté la cubierta del carro y, dentro, había muchísimas cosas. Cogí ésa -dijo, a la vez que señalaba la cadena-. Pero te juro que no le robé a un cuerpo. Allí no había ninguno.

—Contrabandistas -dijo Kruza para sí.

—¿Qué? -preguntó Resollador.

—Tienen que ser contrabandistas. Se visten como los servidores de los sacerdotes de Morr para transportar la mercancía por Middenheim. Los muertos y los que transportan a los muertos son los únicos a los que nunca paran los ciudadanos ni los guardias.

Al darse cuenta por fin de lo que había dicho su compañero, Kruza se levantó de un salto del sofá y cogió a Resollador por un brazo.

—¡Llévame allí! -dijo-. ¡Ahora!

***

Resollador logró convencer a Kruza de que se lavara, afeitara y compusiera la ropa antes de llevarlo hacia Nordgarten, un distrito que Kruza raras veces visitaba. Tal vez allí los botines fuesen valiosos, pero los riesgos eran grandes. Si despertaba en esa zona la más ligera sospecha, la guardia caería sobre él con más rapidez que las ratas del Altquartier sobre el cadáver de un perro.

Kruza tenía poca confianza cuando caminaba por las anchas y curvas calles de los mejores distritos de Middenheim, y de modo inconsciente imitó la postura erguida y el paso seguro de Resollador cuando pasaron ante el templo de Shallya, donde los huérfanos continuaban cantando.

Resollador avanzó directamente hacia el extraño edificio en forma de torre y se internó en el callejón lateral. Estaba a punto de entrar en él sin reparos, pero Kruza se mostró más cauteloso.

—Primero, echemos un vistazo por los alrededores -sugirió-. Puede ser que haya alguien; tal vez, los contrabandistas de capa gris a los que viste antes.

Pero en su fuero interno, Kruza se moría por entrar, porque podía oler las riquezas del interior, riquezas que el Bajo Rey aceptaría. Un robo rápido con su silencioso compañero detrás podría acortar la semana laboral en varios días y alargar en igual medida el tiempo de ocio.

Salieron del callejón, volvieron a la calle y rodearon el edificio hasta la alta torre delgada y curva del otro lado. Se encontraba envuelta en oscuridad y sombras, y Kruza comenzó a sentirse más en su elemento. No necesitaron realizar ningún esfuerzo para encontrar la puerta baja y ancha, de color negro, que olía extrañamente a brea, situada en un lateral de la torre, bajo una hilera de ventanas muy estrechas, sin cristal.

Resollador abrió la puerta y Kruza realizó una profunda inspiración antes de inclinar la cabeza y los hombros para seguir al muchacho hacia el interior. Se encontraron en un pequeño descansillo cuadrado, situado a la altura de la calle. desde donde se ascendía y descendía por una escalera de espiral. Al mirar hacia lo alto por el pozo de la escalera, podían ver haces de luz que entraban por las ventanas que daban al oeste. Al mirar hacia abajo, no pudieron ver nada.

—Abajo -siseó Kruza tras volverle la espalda al tramo de escalones que ascendía.

A diferencia de Resollador, él sólo era invisible en la oscuridad. El muchacho trotó alegremente escalera abajo, con la cabeza vuelta hacia su camarada, que descendía cada escalón con lentitud y cuidado para hacer el menor ruido posible. Por primera vez, se dio cuenta de que Resollador era tan silencioso como invisible. Los cuidadosos pasos de Kruza hacían un suave sonido de golpeteo, mientras que los del muchacho eran como un suspiro.

—Mira hacia abajo -siseó Kruza, ansioso por el peligro de que Resollador pudiese tropezar con algo y provocara la muerte de ambos antes de que tuviesen siquiera tiempo de ver al enemigo.

Continuaron bajando la escalera. Descendieron primero un tramo y, luego, sólo para asegurarse, otro. Resollador miraba hacia dónde iban, y el lento y nervioso Kruza miraba hacia el lugar del que procedían.

En el segundo nivel bajo el suelo, Resollador llegó a un descansillo más amplio y arqueado, que sólo conducía a dos o tres someros escalones curvos más; después, hasta donde podía ver, no había nada más. Se hallaba al pie de la escalera. Treinta segundos más tarde, Kruza se reunió con él, y dado que no dejaba de mirar hacia atrás, estuvo a punto de chocar con el muchacho y hacerlo caer los últimos escalones.

Continuaba sin haber luz. Kruza no percibió un leve olor a leche agria, pero Resollador lo encontró extraño en un lugar que se hallaba a dos pisos bajo tierra. El aire estaba muy quieto, ligeramente gélido, y aunque los escalones de bajada se veían húmedos, el piso de la bodega parecía muy seco e, incluso, polvoriento.

Resollador sujetó a Kruza, cuyos ojos, muy abiertos, brillaban blancos y nítidos en la oscuridad. Una vez recobrado el equilibrio, metió una mano en el bolsillo, sacó la vela de cera de abeja y la encendió; el aire se colmó de un penetrante aroma a especias. La vela originó un círculo de luz en torno al muchacho y a Kruza, y proyectó sombras en la estancia subterránea.

La bodega era una especie de antecámara circular, y Resollador la recorrió de un arco abovedado al siguiente. Se detuvo ante cada uno para examinar el lateral de las columnas que formaban las entradas, hasta completar el círculo sin atravesar el centro. Kruza había permanecido decididamente donde estaba y, cada pocos segundos, miraba hacia lo alto de la escalera como si tuviese un tic nervioso.

—No es más que un vestíbulo de entrada -declaró Resollador-, pero detrás de esos arcos hay más habitaciones.

Se desabrochó los dos botones superiores del justillo y sacó una bolsita que llevaba al cuello colgada de un cordón; del interior, extrajo algo que Kruza no pudo ver.

—¿Qué estás haciendo? -preguntó el carterista antes de lanzar otra ansiosa mirada escaleras arriba.

—No te preocupes -respondió Resollador, que lentamente comenzó otra vez el recorrido por el círculo de arcadas-. Alguien ha garrapateado glifos por todas las entradas, pero un poco de magia rural los anulará pronto.

—¡Glifos! -exclamó Kruza en voz tan alta como se atrevió, apenas más potente que un ronco susurro-. ¡Magia! ¡Oye, todo esto está empezando a asustarme! ¡Cuerpos! Joyas que ni siquiera un asqueroso tratante de objetos robados quiere comprar…! ¡Y ahora glifos!

Lo que había parecido una excelente idea estaba convirtiéndose en algo peligroso.

—¿Qué estás haciendo? ¿Qué quieres decir con «magia rural»? -siseó cuando Resollador empezó a frotar el pilar de una entrada con un manojo de viejas hojas y ramitas secas al mismo tiempo que alzaba la vela hasta cada glifo por turno y murmuraba lo que aparentemente eran poesías antiguas.

—Ya sabes de qué tipo de cosas hablo: hierbas, telarañas, excrementos de conejo… materiales adecuados para la sencilla magia rural, tan buena como vuestros elegantes elementos de ciudad. Y estos glifos son muy básicos -respondió Resollador mientras avanzaba hasta el soporte del siguiente arco.

«¿No tienen fin las rarezas de este muchacho -se preguntó Kruza-, o es verdad que lo criaron dos brujas?» Allí abajo, los detalles a medias recordados de aquella disparatada historia parecían mucho más verosímiles.

Comenzó a hacerse más claro a medida que Resollador entraba en cada una de las salas laterales el tiempo justo para encender una lámpara y continuar hacia la siguiente.

De algún modo, a Kruza le parecía que entonces no hacía tanto frío y que el lugar no resultaba tan amenazador; así que cuando Resollador llegó a la cuarta arcada, Kruza atravesó el suelo para observar cómo el otro hacía su magia rural, pateando el polvo al caminar.

Resollador lo oyó, se volvió y en ese momento vio lo que Kruza no había visto.

El carterista, alto y atlético, normalmente caminaba con pasos largos, pero en esa ocasión avanzaba con lentitud y cautela. En cualquier otro momento, Kruza habría pasado por encima de aquella cosa que estaba en el suelo, sin pisarla, pero entonces arrastró los pies sobre ella.

—¡Nooo…! -comenzó a gritar Resollador, pero ya era demasiado tarde.

Kruza levantó la mirada y se quedó justo encima de la confusión de polvo arenoso que le rodeaba los pies. Vio que la boca de Resollador estaba abierta de par en par en un grito y percibió la tensión del cuerpo del muchacho.

«Que Ulric me condene», pensó para sí sin decir palabra.

La vela de Resollador se apagó, y el suave resplandor que proyectaban las lámparas se transformó en una dura luz blanca. Más luz blanca colmó las habitaciones que rodeaban la antecámara, y por un instante Kruza creyó que veía girar y danzar los glifos de las arcadas. No podía moverse ni hablar, y el rostro de Resollador, petrificado en aquel grito de advertencia inacabado, tenía una expresión extraña, aterrorizada. Pareció que el momento se prolongaba una eternidad.

«Que no termine», pensó Kruza, aunque sabía que finalizaría.

—¡…Ooo! -acabó el grito de Resollador.

Entonces, ocho figuras altas, cubiertas por capas grises, salieron de las ocho arcadas. El hombre de la cuarta arcada contando desde la izquierda se encontraba justo detrás de Resollador y estaba levantando los brazos. Kruza podía ver unos antebrazos consumidos, pálidos como el hueso, y nudosas manos provistas de garras que emergían del interior de la capa; en cambio, no distinguía nada del rostro que se encontraba dentro de la capucha. Resollador se apartó limpiamente a un lado y se apoyó contra una de las altas columnas que separaban las arcadas, pero el hombre continuó avanzando directamente hacia Kruza.

El carterista quería echar a correr; quería correr con toda su alma, pero no podía.

Miró a Resollador y le pareció que el muchacho se encogía de hombros.

Se contempló los pies, y por primera vez Kruza vio qué era lo que había pisado: los restos de un elaborado dibujo de arena, entrecruzado por líneas de ceniza negra y remolinos de una arena cristalina de color cobalto y púrpura, que no reconoció. Sólo se dio cuenta de que aquello era una trampa, y de que él se encontraba atrapado en ella.

«¿Por qué tardan tanto?», se preguntó Kruza al mismo tiempo que volvía a mirar a Resollador.

Por el aire que mediaba entre ellos, volaba algo.

Kruza atrapó la bolsita que le había arrojado Resollador y la abrió a toda prisa. Al ver lo que contenía, la dejó caer en la arena con asco. Del interior, asomaron una vela de cera de abeja que no había sido encendida y un manojo de hojas y tallos secos.

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