Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

El sacerdote se detuvo y le habló. Apenas fueron unas palabras de lamentación por la pérdida y algo sobre que el cadáver estaba en paz.

Resollador no oyó las palabras concretas. Ésa era la segunda persona que le hablaba de modo voluntario desde su llegada a la ciudad, hacía más de un año. Kruza había sido el primero.

***

—Los muertos de Middenheim… -comenzó Resollador sin más preámbulo una noche en que iban hacia una taberna-. A todos no se los llevan los sacerdotes, ¿verdad?

—No, no a todos -replicó Kruza-. Desde que se quemó el templo de Morr, la verdad es que no dan abasto para hacer todos los entierros y recoger los cuerpos de la ciudad.

—Vi que estaban trabajando en el templo -comentó Resollador-. Así pues, cualquiera podría llevarse un cuerpo.

—Están los hombres de capa larga y gris -respondió Kruza-. No sé quiénes son, pero los sacerdotes los emplean muy a menudo para transportar cuerpos. También se lo piden a la guardia de la ciudad, y a cualquiera a que consideren más o menos digno de confianza.

—¿Como el templario del Lobo Blanco al que vi? -preguntó Resollador retóricamente-. Antes me habías dicho que los cuerpos eran llevados al templo, al parque de Morr y al barranco de los Suspiros, pero ¿y el otro lugar?

—¿Qué otro lugar? -preguntó Kruza-. ¿Adonde más iban a llevarlos?

Resollador se dio cuenta de que Kruza ya empezaba a impacientarse, y no quería enfadar a su mentor, así que no dijo nada más. Pero había otro lugar.

***

Kruza, que a la mañana siguiente tenía resaca y gemía en el sofá, no se dio cuenta de que Resollador se escabullía hacia el exterior o, si lo advirtió, no le importó. Resollador se levantó temprano y salió a la ciudad en busca de los carros. Estaba casi obsesionado por los cuerpos y su lugar de descanso, y si Kruza no podía decirle cuál era el otro lugar, lo averiguaría por sí mismo.

Encontró con rapidez el primer cadáver del día, un anciano que había muerto durante la noche; tal vez, violentamente, porque aquello era Altquartier, o tal vez, tranquilamente en su cama. El cuerpo fue transportado desde el sitio en que había muerto hasta donde habían tenido que dejar el vehículo: al final del corto callejón que se encontraba al otro lado del patio. Luego, lo metieron en una de aquellas estrechas carretillas y se lo llevó un guardia que acababa de ser relevado de su turno de noche. El hombre de mediana edad y constitución robusta estaba descontento por el hecho de que le hubiesen encargado aquella tarea cuando se encaminaba a casa para desayunar, y manipuló el cuerpo como si fuese un saco de grano. Resollador siguió al guardia hasta que se dio cuenta de que se dirigía al templo y no a un lugar desconocido. Lo dejó marchar y se puso a buscar el siguiente cadáver.

Tras salir de Altquartier y seguir el camino de ronda en torno a la parte oriental del parque, Resollador detectó una conmoción al otro lado del muro. Un carterista había sido descuidado y lo atacaba su víctima. El carterista, un hombre que le recordó a Kruza a causa de su estatura, hombros anchos y descuidado estilo en el vestir, ganó la pelea poco después de sacar una daga del interior de la bota, y en ese momento una mujer lamentaba la pérdida del osado y robusto hombre de unos treinta y cinco años que ese día había decidido no ser la víctima de un robo y entonces yacía sobre la musgosa pendiente, asesinado.

Resollador se mantuvo cerca mientras la guardia primero y luego el sacerdote de Morr se presentaban en el lugar de los hechos. Pasó media hora antes de que una pareja de agentes fuese despachada con el cuerpo, y a Resollador le pareció evidente que también ellos se encaminaban hacia el templo de Morr.

Ya era casi mediodía y Resollador estaba dispuesto a renunciar por ese día a la búsqueda de cadáveres cuando un hombre alto, vestido con una larga capa gris amarillento, pasó ante él, tirando de una larga carretilla en forma de cuerpo, con dos grandes ruedas en el centro. Un segundo hombre, ataviado de manera similar, iba tras el vehículo y sujetaba un par de barras unidas a la parte posterior del improvisado féretro. Resollador decidió que intentaría, una vez más, seguir a un cadáver hasta el incógnito lugar.

Lo siguió sin demasiadas expectativas de éxito, porque ya había fracasado dos veces ese día, así que se sintió encantado cuando el carro giró al oeste y luego al norte. Resollador ya había estado antes en esa parte de la ciudad, con sus anchas calles y espléndidas casas. Aquella mañana se había vestido esmeradamente, con ropas limpias que no llamaran la atención, para deambular sin que lo molestaran los agentes de la guardia, que nunca parecían más felices que cuando expulsaban de la mejor parte de la ciudad a un golfillo o un desgraciado. Se había echado una capa deslucida sobre las ropas elegantes para caminar por las zonas más pobres de la urbe y se deshizo de ella cuando los hombres que llevaban el cadáver giraron a la izquierda en el templo de Shallya. Desde el interior, le llegaban las voces de los huérfanos que entonaban plegarias de manera mecánica, acompañados por esporádicas toses y gritos de dolor de los pacientes que se encontraban en la enfermería anexa. El mismo había acudido una vez allí, cuando se hizo un corte en una mano y, por suerte, tenía el dinero para pagar el tratamiento. El médico que lo atendió ni le habló ni lo miró mientras le limpiaba y vendaba la herida.

Resollador se encontraba entonces en el distrito de Nordgarten, entre los hogares de comerciantes y gentileshombres. No se ocultó entre las sombras ni acechó desde los portales, sino que echó atrás los hombros y avanzó por las anchas calles empedradas a la vista de quienes estaba siguiendo. Pasó junto a chicos de recados y tenderos que visitaban las casas, pero era un día lluvioso y frío, y los residentes se contentaban con permanecer en el calor de sus opulentos hogares.

Resollador comenzó a emocionarse. Descubriría algo que Kruza no sabía; tal vez, algo nuevo acerca de los muertos y sus pertenencias: el otro lugar.

Resollador miró la casa que tenía delante. Era más alta y más estrecha que las otras que la rodeaban, lo cual le confería un aire imponente. No sabía lo que pudo haber sido en otra época, pero no se parecía mucho a las demás casas de la zona. Quizás en otros tiempos había sido un templo menor. Se trataba de una torre alta y esbelta, con ventanas estrechas y extrañas agujas curvilíneas, que ascendían en suaves ondas hasta una cúpula diminuta situada en lo alto. Bajo la base de la aguja, había una profunda galería de aberturas largas y estrechas. Una segunda torre circular estaba pegada a un lado del edificio principal, del ancho de dos hombres en fondo, pero con su propia cúpula diminuta y las rendijas más que insólitas en lugar de ventanas.

Resollador se situó junto al improvisado féretro cuando los dos hombres lo hicieron pasar entre dos estrechas puertas que se abrían sobre el callejón lateral que flanqueaba el edificio. El callejón estaba más oscuro, y las puertas no podían ser vistas desde la calle. De pie a un lado de la doble puerta, apenas a la vista de los hombres de capa gris si éstos hubiesen querido verlo, Resollador tendió con precaución una mano para alzar el tosco hule de bordes deshilachados que cubría el carro, y luego lo levantó un poco más mientras los hombres continuaban luchando con el vehículo, casi tan ancho como la puerta, para hacer que entrara.

La primera mirada le sugirió a Resollador que allí no había ningún cadáver, y la segunda, más detenida, se lo confirmó. El carro contenía toda clase de objetos, muchos de los cuales Resollador no reconoció siquiera, y puesto que no había ningún cadáver al que pudiese considerarse que le robaba, cogió el objeto brillante, de metal, que tenía más cerca. Lo sacó de debajo del hule y se lo metió dentro del justillo. Luego, salió del todo de detrás de la puerta abierta, saludó con la gorra a los hombres, que al parecer continuaban sin verlo, salió del callejón y regresó a las proximidades del templo de Shallya, donde había dejado la capa.

Tras recuperarla, Resollador deseaba regresar y poner en conocimiento del escéptico y despectivo Kruza lo que había descubierto, pero antes tenía otra cosa que hacer.

Volvió a internarse en el Gran Parque por la puerta sur, y dirigió sus pasos hacia los tenderetes de herbolarios y apotecarios que se agrupaban en un propio pequeño enclave, protegidos, por un lado, por un banco y, por el otro, por el muro este del parque. En aquella zona del mercado había pocos clientes, pero Resollador no tuvo ningún problema para coger lo que necesitaba, y al cabo de poco rato, emprendió el camino de regreso a casa. En los bolsillos llevaba entonces una pequeña vela de cera de abeja perfumada, dos manojos de hierbas y un par de toscos cristales tallados en diferentes tipos de roca. No estaba muy seguro de lo que habían sido todas aquellas cosas que había visto debajo del hule, pero no podía hacerle ningún daño tomar algunas sencillas precauciones.

***

—¡Kruza! -llamó casi antes de haber llegado al tercer tramo de la escalera, que subió corriendo y estirando las piernas para salvar dos escalones por vez-. ¿Kruza?

Encontró al carterista sentado al borde del sofá y vestido sólo con la camisa, que le caía hasta las rodillas. Estaba inclinado hacia adelante y, con las manos, se sujetaba la cabeza, que tenía prácticamente entre las rodillas, pues su peso le resultaba casi insoportable a causa de la resaca que sufría.

—¡Chsss! -lo hizo callar Kruza con una mueca de dolor.

Resollador tuvo ganas de echarse a reír, pero, en cambio, avanzó hasta la pequeña caja de madera segmentada que había en un rincón y sobre la cual había estado el espejo dorado que Kruza se llevó al final de su primera visita. Levantó la tapa y, de dentro, sacó un puñado de hierbas secas. Cogió la tetera que siempre estaba hirviendo sobre el fuego, a menos que se evaporara, y preparó una tisana con los tallos y las hojas. Luego, se la dio a Kruza, que puso cara de asco ante el olor que desprendía; no obstante, se la bebió debido a la insistencia de su compañero.

Resollador dejó a Kruza tranquilo durante media hora, pero el carterista se sintió sorprendentemente mejor antes de eso y, en cuanto experimentó un hambre devoradora. Resollador le puso delante un plato de carne fría, verduras en escabeche y pan.

—Ahora que te sientes mejor -comenzó Resollador, emocionado-, tengo algo para ti.

Alzó el objeto que había robado de debajo del hule, tras sacarlo del justillo al que le había desprendido el botón del cuello, y lo levantó en el aire con el brazo extendido. Quedó oscilando y describiendo pequeños círculos ante sus ojos.

El objeto que había robado Resollador era bastante hermoso, y ambos lo contemplaron con asombro e igualmente hipnotizados. Se trataba de una cadena hecha con grandes cuadrados planos, unidos por las esquinas con eslabones también planos de oro. Los cuadrados estaban grabados como elaboradas hebillas de cinturón, y en cada uno se veía un motivo distinto. En el centro de la cadena, que era lo bastante larga como para colgar de los hombros de un hombre corpulento, había un ornamento de gran tamaño.

—Es como la cadena que lleva el Graf en los días de fiesta -murmuró Kruza con voz ronca.

—Está intentando devorarse a sí mismo -comentó Resollador, hipnotizado.

El ornamento consistía en un gran dragón o reptil que formaba el círculo eterno al morderse su propia cola. Cada escama de su acorazado cuerpo estaba tallada en oro macizo, y sus ojos eran redondos orbes de marfil ciego.

—¡Es hermoso! -jadeó Kruza.

—Tómalo, entonces -dijo Resollador al mismo tiempo que extendía el brazo al máximo y lo acercaba al rostro de Kruza-. Y cuando te canses de él, tal vez pueda ayudarte a cumplir con la cuota.

—¡La cuota! -gritó Kruza mientras saltaba del sofá como si un fuego, encendido mucho tiempo antes bajo el mueble agresor, hubiese por fin atravesado su sólida base y entonces quemara las posaderas del carterista.

»¡Hoy es mi día, y no he cumplido con la cuota! ¡Sangre de Sigmar!

Cogió con brusquedad la pesada joya y se la metió dentro de la camisa. Luego, se puso los calzones, las botas y el corto abrigo de cuero, y salió a toda velocidad de la habitación. De paso, cogió el saco de tela que contenía todas las otras adquisiciones y cerró la puerta de golpe sin decirle una sola palabra más al muchacho.

***

—¡Maldita cosa! -chilló Kruza cuando irrumpió otra vez en la habitación sin consideración alguna hacia Resollador. Y arrojando la joya sobre el sofá, añadió-: No quiso tener nada que ver con esto. Ese hombre, que es capaz de vender cualquier cosa y comerciar con lo que sea, no quiso ni tocarlo…, y mi cuota quedó incompleta.

Autore(a)s: