Pero no llegó a suceder. Resollador rodeó el tenderete siguiente y regresó por detrás de Kruza.
—Bien, bien… -murmuró Kruza mientras continuaban caminando-. ¿Dónde la tienes?
—¿Dónde tengo qué? -preguntó Resollador con tono de inocencia.
—La bolsa, bobalicón -replicó Kruza-. ¿Cuánto dinero había dentro?
—Ni idea -le aseguró Resollador-, pero era bastante pesada. Puedes comprobarlo si quieres. Está en el bolsillo de tu justillo.
Kruza miró al muchacho con los ojos abiertos de par en par y deslizó dos dedos dentro del bolsillo, del que sacó la bolsa llena. Su boca se abrió tanto y a tal velocidad que casi se disloca la mandíbula inferior. No había notado nada, y era uno de los mejores. El muchacho resultaba asombroso. invisible.
A Resollador parecía gustarle el juego y ejecutaba cualquier hazaña. A medida que pasaba el día, Kruza se sentía cada vez más intrigado por lo que era capaz de hacer aquel joven carterista carente de entrenamiento. No necesitaba reclutarlo, ya que el muchacho le daría cualquier cosa y haría cualquier cosa por él, siempre y cuando la solicitud fuese precedida por la frase «apuesto a que no puedes…». Kruza tenía ante sí su medio de vida.
El muchacho robó para ambos el almuerzo del dueño de un tenderete, al mismo tiempo que Kruza mantenía una conversación. El carterista, con su cuerpo alto y atlético, y Resollador, pequeño y compacto, se sentaron en una carretilla cubierta, situada detrás de uno de los tenderetes de ropa, a comer la salchicha fresca, un pequeño bote de cerámica lleno de verduras escabechadas y dos buenos panecillos. Kruza era un hombre adulto, de veinticuatro años, apenas unos pocos años mayor que su compañero, pero, sentado junto a él, Resollador parecía un niño de los tugurios.
El humor del ladrón había mejorado de un modo espectacular. Valía la pena salir al frío y la lluvia para observar al muchacho mientras trabajaba, especialmente cuando lo hacía para él.
Durante la tarde, el chico cogió dos relojes de los bolsillos interiores de dos caballeros cuyos abrigos parecían completamente impenetrables, y completó el truco de prestidigitador robándole el casi invisible collar a una dama de mediana edad que llevaba la capa abotonada hasta la garganta. Un poco más tarde, juntos, los conspiradores aliviaron de siete objetos a un joven dandi; lo hicieron tropezar y, luego, lo salvaron de una indigna caída por un sendero de empinados escalones. Mientras le sacudía la ropa al hombre, Resollador logró vaciarle tres de los bolsillos exteriores y dos que estaban escondidos debajo. También se apoderó de la daga corta que el dandi llevaba dentro de una de sus largas botas. Era una maravilla.
***
Al llegar el atardecer, Kruza y Resollador se retiraron a La Rata Ahogada, situada en el distrito de Ostwald. Kruza abrió la puerta desde la mugrienta calle donde se alargaban las sombras, y casi cayeron en el interior de la taberna con los bolsillos llenos. Había concluido un buen día de trabajo, y tenían monedas para gastar en cerveza y una buena cena.
Dentro del pequeño local estaban apiñados varios amigos y colegas de Kruza, y se hicieron las presentaciones pertinentes, pero ninguno pudo recordar el nombre de Resollador, y muy pronto olvidaron incluso que se encontraba allí. Resollador pensó que eran todos buenos tipos, aparte de uno con el pelo aplanado, Arkady, que parecía un poco patán. Ociosamente, se encontró preguntándose si habría sido el último mejor amigo de Kruza.
Al cabo de poco rato, corría la bebida, y la comida quedaba ya olvidada. Kruza intercambiaba historias e información con sus colegas. Hablaban continuamente del «jefe». aunque a veces lo llamaban «el hombre» o «el rey»; se quejaban de él, lo maldecían y daban otras muestras del odio que sentían hacia ese personaje.
Un poco más tarde estalló una pelea. Al principio, fue algo cordial: unos cuantos puñetazos para demostrar cualquier cosa. Luego, sin embargo, alguien sacó una daga, y se desató el caos. Resollador no tenía ni idea de por qué se peleaban, y se deslizó del taburete para cobijarse entre los barriles que daban apoyo a un extremo de la barra. Allí permaneció, rodeándose las rodillas con los brazos, y observó la pelea.
Kruza se lanzó con deleite a la refriega. No había nada como una buena pendencia para concluir una estupenda velada. Finalmente, la pelea cesó cuando el dueño de la taberna, de manera arbitraria, comenzó a atizar con una cachiporra a todos los que estaban en el local, al mismo tiempo que gritaba que ya se habían causado bastantes desperfectos y que llamaría a la guardia. Cuatro hombres habían sufrido tajos y uno había perdido el lóbulo de una oreja. Los demás tenían cortes en la ropa, y comenzaban a verse cardenales en los rostros y los cuerpos a causa de los puñetazos y los golpes asestados con empuñaduras de armas durante la lucha cuerpo a cuerpo, pues no había espacio suficiente para usar la hoja de las espadas.
Resollador quedó atónito al ver que estaban todos en buenas condiciones cuando fueron expulsados de la taberna; unidos, maldecían al tabernero como antes lo habían hecho con el Bajo Rey.
***
Una semana más tarde, Kruza y Resollador recorrían un sinuoso camino para regresar a la habitación del segundo, que era más cómoda y privada que la de Kruza y que éste había comenzado a adoptar como suya. Resollador no podría haber sido más feliz. Al fin, tenía compañía.
Giraron al este, para luego atravesar el Wynd y ascender por el lado sur de Altquartier. Desde allí, se dirigieron al norte para encaminarse hacia el ruinoso edificio viejo donde entonces moraban ambos. Habían hecho una buena caminata, y Kruza decidió que tenían tiempo para una copa más. La única luz pálida del exterior de La Dama Presumida lo llamaba como un faro, y estaba a punto de entrar en la tabernucha de una sola estancia que olía a col cuando Resollador lo detuvo, aferrándolo por el antebrazo.
—Eso ya lo he visto antes -comentó al mismo tiempo que señalaba una carretilla cubierta, conducida por un hombre sombrío, embozado en una larga capa de tela-. ¿Qué es?
—Los muertos -respondió Kruza sin más-. No le concierne a nadie más que a los sacerdotes de Morr.
—¿Se los llevan de las calles? -preguntó Resollador-. ¿Adonde los llevan?
—Ése, sin duda, acabará girando y girando en el aire, hasta que caiga en el fondo del barranco de los Suspiros, más destrozado de lo que ya está.
—El viejo sacerdote que atendía a la gente en el bosque siempre iba a su casa. No trasladaban los cuerpos, y si se encontraba en el campo el cadáver de alguien que no tenía hogar, se lo enterraba allí mismo. ¿Acaso la gente de aquí no entierra a los suyos en su propia tierra? -preguntó Resollador.
—¡Bah! -bufó Kruza al mismo tiempo que alzaba las manos y giraba para abarcar toda la ciudad con un gesto-. ¿Qué tierra? Los ricos hallan un lugar de descanso eterno en el parque de Morr, pero incluso a ellos los entierran unos encima de otros, hasta cinco o seis en profundidad. Al resto, los arrojan desde el barranco. Los sacerdotes sellan los cuerpos y los bendicen, y a menos que se trate de los más indigentes, siempre hay quien les llora. Pero esta ciudad tiene pocos sentimientos. Se dedica a sus asuntos y deja que los sacerdotes se encarguen de los suyos.
—¿Y qué pasa con sus pertenencias?
Aquella noche, Resollador tenía muchas preguntas, y Kruza estaba lleno de buena cerveza sólo en dos terceras partes.
—Son sacerdotes… Tienen pocas pertenencias…
—¡Lo sacerdotes, no! -lo interrumpió Resollador-. ¡Los muertos! -exclamó.
Kruza empujó la puerta de la taberna, la abrió y arrastró a Resollador para que lo siguiera.
—Eres demasiado malsano para mi gusto. Ven a tomar un trago conmigo, y acabemos con esta conversación sobre cadáveres.
Pero la conversación sobre cadáveres no acabó. Volvió a empezar más tarde, aquella misma noche, cuando Kruza estaba instalado en el sofá de la habitación de Resollador, y el muchacho se encontraba tendido sobre una pila de cojines, en el piso. Kruza estaba entonces lleno de cerveza y, hasta cierto punto, era más tolerante con las preguntas de Resollador.
—En el caso de los muertos -comenzó el muchacho-, ¿adonde van a parar sus pertenencias?
—No lo sé -respondió Kruza-. A algunos les roban antes de que se enfríen. Los que mueren tranquilamente entre sus familiares son aliviados de sus posesiones por los seres queridos.
—¿Y el resto? -preguntó el otro, inocente.
—¿El resto? -repitió Kruza-. Supongo que los sacerdotes de Morr recogen sus pertenencias y se las devuelven a los deudos. Tal vez, si no hay nadie a quien entregarle las pertenencias, van a parar a los cofres del templo, o quizás a los del propio Graf.
«¿O debería decir a tu ilustre progenitor? -añadió.
Se puso a reír tanto que tuvo que levantarse del sofá y avanzar, dando traspiés, para orinar por la única ventana de la habitación. Cuando regresó al sofá, se quedó dormido y empezó a emitir entrecortados ronquidos de borracho antes de que Resollador pudiera formular la pregunta siguiente.
Por la mañana, no obstante, Kruza recordaba lo bastante de la conversación de la noche anterior como para hacerle una advertencia al muchacho.
—Si estás pensando en robarles a los muertos, ¡piénsatelo dos veces! -dijo con firmeza-. Los muertos son respetados por todos los que no sean la más baja escoria de la ciudad, entre los que se encuentran los ladrones de tumbas; hombres pervertidos, sin amigos.
—Claro -asintió Resollador.
—Sin amigos, Resollador -repitió Kruza-. Si llego a enterarme de que tú le has robado a un cadáver… ¡Dejaré de ser tu amigo, y estoy seguro de que no quieres eso!
Resollador se miró los pies.
—Es sólo que un cadáver no puede poseer ningún… -comenzó, pero lo interrumpió la mirada feroz del ladrón.
—¡Sin amigos, Resollador! -dijo Kruza con los dientes apretados mientras cogía por la parte frontal del justillo al muchacho, mucho más bajo que él, y lo levantaba hasta dejarlo de puntillas-. ¡Sin amigos!
***
Kruza seguía con su trabajo, y la manipulación que ejercía sobre el talento de Resollador continuaba haciéndolo prosperar. Había sido un mes muy bueno. Dos o tres días de cada semana, ambos se reunían y visitaban los mercados y zonas abarrotadas de gente. Por la noche, comían y bebían en distintas tabernas cochambrosas. Una noche, Kruza llevó a Resollador a la plaza de Fieras, pero al muchacho no le gustó mucho y se marcharon.
—Yo vi osos en el bosque donde vivía con mis tías -explicó Resollador-. Eran bestias de la naturaleza, y bastante inofensivas si las respetabas.
Kruza sacudió la cabeza mientras pensaba que aquel crío era de otro mundo.
***
Resollador le había prometido a Kruza que no les robaría a los muertos, aunque no entendía cómo podía llamarse robo a eso, y mucho menos considerarlo el más rastrero de los delitos.
No iba a robarles a los cadáveres, de eso estaba convencido, pero lo habían fascinado los féretros y los carros que rodaban por las calles con su carga muerta. A veces, veía a un hombre de aspecto importante, ataviado con el hábito del templo, que calmaba a los afligidos, formulaba preguntas o se inclinaba sobre los féretros. A menudo, los féretros eran conducidos por las calles por un hombre, o a veces dos, vestido con largas capas de color gris amarillento. Otras veces veía que arrojaban los cuerpos sobre cualquier vehículo disponible y se los llevaba un guardia de la ciudad, y en una ocasión vio que un templario, del Lobo Blanco, con una armadura espléndida, retiraba un cuerpo.
Resollador se aficionó bastante a los buenos funerales, y presenciaba los grandes entierros del parque de Morr y los sencillos del barranco de los Suspiros. A nadie parecía importarle que estuviese allí. De hecho, nadie reparó nunca en su presencia, excepto en una ocasión.
Había subido hasta el barranco unos quince días después de la conversación mantenida con Kruza y había observado a un sacerdote que oficiaba una ceremonia. El sacerdote se encontraba de pie junto a un ataúd de madera tosca, realizando los rituales necesarios y entonando las plegarias que entonces a Resollador casi le resultaban familiares. Resollador no esperaba nada, y estaba a punto de dar media vuelta y regresar a la ciudad, cuando sucedió algo de lo más extraño.