Kruza no se sentía muy bien para trabajar. No le hacía mucha gracia salir a la llovizna oblicua, y el viento que soplaba era del tipo que a uno le atraviesa en lugar de rodearle. Pero la jornada siguiente era su día, y aún le quedaba el pequeño detalle de cumplir con la cuota. Habría terminado días antes de no haberse encontrado otro receptor de objetos robados, muy conveniente, a quien decidió venderle dos o tres de sus mejores botines. Todo estaría bien mientras no se enterara el patrón.
—Viento, condenado viento -murmuró Kruza para sí al salir del Altquartier y descender por la escalera del Gran Parque.
Incluso en un día como ése, allí habría gente vendiendo, lo que significaba que habría otras personas con la bolsa llena. Y además de la posibilidad de sentarse en una pequeña y agradable taberna para beber una cerveza o, mejor aún, un ponche caliente, el mercado ofrecía el mejor cobijo de todo Middenheim. Los toldos de los tenderetes, que casi se tocaban en algunos puntos, protegían de lo peor del viento y la lluvia a personas y productos del campo.
Kruza vagó por el lugar durante un rato, se paseó entre los tenderetes y se tomó su tiempo para escoger a una probable víctima. Si ponía un poco de cuidado en la elección del objetivo, reduciría el número de los que necesitaría para cubrir la cuota y, a la larga, aumentaría el tiempo que más tarde podría pasar en aquella taberna.
***
Resollador siguió al viejo carterista hasta el mercado del Gran Parque. Le encantaba el mercado. Principalmente, robaba lo que necesitaba y, por supuesto, eso incluía dinero; pero le causaba un enorme deleite robar en los tenderetes para llenar su despensa y hacer lo más agradable posible el ruinoso lugar al que él llamaba hogar.
Durante el primer año que había pasado en la ciudad, había robado bastantes utensilios de cocina, ropa de cama y otros objetos caseros para pertrechar su cálido y acogedor nido, aunque era el único que lo disfrutaba. Había robado todo lo que tenía en el ropero, y hasta había logrado ratear una serie de espejos pequeños, incluido uno con marco dorado. Le encantaban los espejos y los había apoyado contra la pared o los había colgado, de modo indiscriminado, por toda la habitación en que vivía.
Ese día, sin embargo, Resollador necesitaba dinero en efectivo. Tenía que comer, y aunque su fresquera (en esa época del año, era la parte exterior del alféizar de su única ventana alta) estaba casi llena, esa noche celebraba su primer aniversario en la ciudad y había decidido comer bien en una de las mejores tabernas. Tal vez, incluso, encontraría una muchacha, y eso, con total seguridad, significaba dinero contante y sonante.
Resollador tenía su objetivo a la vista. Por lo general, escogía a los carteristas más viejos, aunque conocía, por dura experiencia, a uno o dos que eran todavía tan rápidos de ojos y pies como él mismo. No obstante, aquel viejo necio con un parche en un ojo parecía bastante seguro. Resollador se mantuvo cerca del ladrón, sin sentir la necesidad de andar furtivamente o de acecharlo con disimulo, mientras observaba cómo el viejo hacía su trabajo.
Resollador se quedó a un lado mientras el ladrón le robaba un diminuto reloj de sol hecho en oro a un despensero igualmente anciano que compraba las provisiones del día.
«No me sirve -pensó Resollador-. ¿Quién necesita otro reloj? La próxima vez.»
Siguió al hombre durante un rato más por una cuesta empedrada y por el lateral de una carretilla, donde se vendía licor ilegal. Resollador se metió una botella en el bolsillo al pasar, sólo por si acaso. A fin de cuentas, se suponía que ese día debía celebrarlo.
El siguiente objetivo del viejo carterista fue una mujer gorda, de mediana edad y pechugona. Se había detenido para reñir a un hombre que iba con ella, sin duda su regañado y, en otros tiempos, cornudo marido. Resollador se quedó pasmado durante un momento, pues aunque aquella mujer era corpulenta como una gabarra y había pasado hacía mucho la flor de la juventud, le resultó muy femenina.
«Sí, creo que una moza, esta noche creo que estaría bien», se dijo Resollador mientras pasaba ante la mujer y el carterista, y se quitaba la gorra para saludar a uno u otro, o tal vez a ambos. Ninguno de ellos lo vio, ni él esperaba que lo vieran. Tras volver a ponerse la gorra ladeada sobre la cabeza, Resollador observó cómo el viejo carterista se apoderaba de la pequeña bolsa de dinero que la mujer llevaba en la cintura. Lo hizo en un momento, sin que nadie lo advirtiese, y la bolsa parecía satisfactoriamente pesada para Resollador. Se entretuvo ante un tenderete para coger dos barras de jabón tosco y metérselas distraídamente en un bolsillo mientras el dueño le daba la espalda, y luego siguió al ladrón.
***
Kruza se encontraba de pie junto a un tenderete, tocando un chal de seda para mujer, cuando vio a Strauss. El viejo carterista había sido el mejor en sus tiempos y se había ganado el derecho de trabajar en solitario en Middenheim. Después de veinte años de afanarse para gente como su Bajo Rey, por no hablar de que había entrenado a tres generaciones de carteristas, incluido Kruza, Strauss estaba entonces jubilado. Visitaba el mercado cada quince días, más o menos, sólo para no perder la destreza, y siempre prefería los días de peor tiempo y las víctimas más viejas.
Kruza no se sorprendió de verlo ese día, y lo saludó con toda la alegría de la que fue capaz, dado el frío y su nariz enrojecida.
—Bien hallado, maestro -dijo en voz alta cuando el viejo ladrón casi ciego pasó junto a él.
—¿Eres tú, Kruza, hijo mío? -lo saludó el hombre con una sonrisa desdentada de oreja a oreja-. ¿Qué tal te va la vida?
—Hace demasiado frío y humedad, y tengo que cubrir una cuota -respondió Kruza, que intentó hablar como si fuese todo una broma, y fracasó.
—Vosotros, los cachorros jóvenes de hoy en día -lo reconvino Strauss- nunca estáis contentos con vuestro trabajo. Por lo que me dices, aún le proporcionas al señor su libra de carne, ¿verdad? Sólo quince años más, y quizás un par de centenares de nuevos reclutas, y tal vez te dejará libre de sus redes. -Se echó a reír.
—Sólo en el caso de que él o yo lleguemos a vivir tanto tiempo.
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Resollador observó que al anciano, con el bolsillo lleno del dinero de otra mujer, se detenía a hablar con un tipo alto y ancho de hombros, que, en apariencia, examinaba ropa femenina; sin duda, una extraña ocupación para un hombre tan fuerte y de apariencia tan confiada como aquél.
«Ésta es tu oportunidad, Resollador, hijo mío», pensó. Despejó la mente y se acercó un poco más.
«¿De qué estará hablando el viejo?», se preguntó mientras deslizaba dos largos dedos delgados dentro del bolsillo lateral del viejo abrigo que colgaba de los hombros del anciano ciego.
—¡Alto! ¡Ladrón! -oyó que comenzaban a gritar cuando se alejaba con lentitud y gran calma, y entonces, de repente, se detuvo en seco.
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Kruza, atónito ante aquel descarado atropello, sintió ganas de gritar para detener al joven oportunista que acababa de robarle a su anciano amigo, pero, dado que la bolsa había pertenecido originalmente a otra persona, comprendió que no sería buena cosa hacerlo. En consecuencia, la expresión «¡Alto! ¡Ladrón!» salió estrangulada de sus labios y en una voz apenas lo bastante alta como para que pudiera oírla el hombre que se encontraba a su lado.
—¡Yo lo pillaré! -le dijo a Strauss con gran firmeza, pero en voz muy baja.
Avanzó con decisión hacia el joven que llevaba gorra. Se preguntó por qué no podía recordar el aspecto del muchacho, aparte de tener la vaga impresión de que se trataba de un adolescente de pelo rubio. Kruza se enorgullecía de no olvidar jamás una cara, ni la de un objetivo, ni la de un colega carterista, ni, especialmente, la de un enemigo. En aquel chico había algo raro. De inmediato comprendió que tendría que permanecer cerca de él; si lo perdía de vista, no volvería a reconocerlo.
***
Resollador salió del parque por la puerta nordeste y avanzo por las serpenteantes escaleras y pendientes hacia la zona norte del Altquartier. Había establecido su hogar en un edificio en ruinas del extremo norte del barrio, donde la vida era dura, aunque no tan mala como lo era más al sur, en el corazón del distrito. Había tropezado con el lugar, que por entonces era poco más que un conjunto de vigas abierto al cielo con restos de tejas y que tenía podridas las tablas del piso de la buhardilla, a altas horas de una noche, pocos días después de llegar a la ciudad. Entonces, tenía frío y estaba mojado, como en ese momento, y necesitaba hallar cobijo con urgencia.
Resollador había necesitado sólo unas pocas jornadas en la ciudad para hacerse una idea de su trazado, a pesar de que algunos ciudadanos nativos de Middenheim únicamente conocían las calles y proximidades de sus barrios a despecho de haber morado en la ciudad durante toda su vida. Le había sido preciso un poco más de tiempo para hallar un sitio permanente en el que dormir, pero no mucho más.
La habitación de Resollador era la única parte ocupada del viejo edificio en ruinas, y se hallaba en la parte superior, en el tercer piso. Su única ventana daba a un estrecho patio y a la parte posterior de otras viviendas de pisos; como carecían de ventanas, nadie podía verlo. El frente del edificio estaba provisto de barras y tapiado con tablas, pero había una ventana de bodega en un lateral, que servía convenientemente como puerta, porque nadie podía verlo entrar por allí. La habitación era tan solitaria y estaba tan aislada como él mismo, pero resultaba adecuada para él, y no sentía el más mínimo deseo de ocupar ninguna de las otras estancias que debía haber, aunque jamás las había explorado.
Había cierto honor entre los ladrones, incluso en Middenheim, por lo que si Kruza necesitaba toda la tarde para seguirle la pista al descarado bribón que le había robado al venerable Strauss, pues que así fuese.
Con discreción, Kruza fue tras el joven carterista engreído cuando salió del Gran Parque y lo observó mientras entraba por la ventana de la bodega de un edificio alto, estrecho y en proceso de desmoronamiento. Dos minutos más tarde, cuando se apagó el taconeo de los pies sobre los viejos escalones de madera, Kruza deslizó su cuerpo a través de la ventana de la bodega, con los hombros por delante, y miró en torno para orientarse. En apenas un instante, ya había encontrado huellas recientes en el piso polvoriento y las había seguido hasta tres pisos más arriba por una escalera desvencijada, que crujía. Se tomó su tiempo y se movió en silencio, pues no quería advertir de su llegada al joven ladrón.
Cinco minutos después, Kruza se encontraba descuidadamente apoyado en el marco de la puerta de una habitación abarrotada de cosas, con iluminación baja, y observaba al flaco jovencito que se quitaba la gorra y el abrigo, por completo ignorante de su presencia. Kruza pasó con suavidad un pulgar por el borde de su espada corta, para asegurarse de que estaba bien afilada.
Miró al chico delgado y pequeño mientras éste sacaba el jabón y el licor de los bolsillos donde los había escondido, junto con la bolsa que le había quitado a Strauss. Luego, por primera vez, Kruza comenzó a fijarse de verdad en la habitación. Era extraordinaria. Sobre el suelo había abundantes alfombras y moquetas, y un sofá bajo, cubierto por una colorida serie de telas y cojines. Las ropas se veían limpias y los zapatos estaban pulcramente ordenados en un rincón, medio tapados por un elegante biombo de madera pálida, que parecía extranjero. Una jofaina profunda y una jarra ornamentada de diseño oriental adornaban una mesa larga y ovalada; cerca, de un gancho, colgaba una gran sábana de tela gruesa y basta. Luego, estaban los espejos. Kruza no creía haber visto nunca tantos en una sola habitación, ni tanta opulencia en el cuarto de un bribón de poca monta. Sin embargo, a despecho de los espejos, resultaba obvio que el joven ladrón tenía el hábito de estar solo, dado que aún no había advertido la presencia del intruso.
Kruza había planeado sorprenderlo. Había deseado que el joven ladrón se volviera y lo viese de pie en la entrada, preferiblemente pasando un pulgar a lo largo del filo de su espada corta, pero el muchacho no había reparado en él, aunque Kruza mantuvo la postura relajada y amenazante, y repitió el gesto varias veces. Ya comenzaba a sentirse bastante estúpido por repetir aquella amenaza teatral.