—¿Qué Ellos?
—Ese es el problema —dijo Tata mirándolo con expresión abatida—. Si te lo cuento, lo entenderás todo al revés. Viven al otro lado de los Danzarines.
Su hijo la miró fijamente. Luego una tenue sonrisa de comprensión se paseó por su cara.
—Ah —dijo—. Ya sé a qué te refieres. He oído decir que los magos de Ankh siempre están abriendo agujeros sin querer en esa textura de la realidad o como se llame que tienen por allí abajo, y que entonces unas cosas horribles salen de las Dimensiones Mazmorra. Unos bichos inmensos con docenas de ojos y más patas que una Cuadrilla de Danza Tradicional, ¿verdad? —Cogió su martillo del número 5—. No te preocupes, mamá. Si empiezan a aparecer por aquí, yo los…
—No se trata de eso —dijo Tata—. Esas cosas viven fuera. Pero Ellos viven… por ahí.
Jason la miró con cara de no entender nada.
Tata se encogió de hombros. Después de todo, tarde o temprano tendría que decírselo a alguien.
—Me estoy refiriendo a los Lores y las Damas —dijo.
—¿Quiénes son?
Tata miró alrededor. Pero, después de todo, aquello era una fragua. Había habido una fragua allí mucho antes de que hubiera un castillo, mucho antes de que hubiera siquiera un reino. Había herraduras por todas partes. El hierro se había infiltrado en las mismas paredes. La fragua no era meramente un lugar de hierro, sino un lugar donde el hierro moría y renacía. Si no podías pronunciar las palabras allí, entonces no podías pronunciarlas en ningún sitio.
Aun así, hubiese preferido no pronunciarlas.
—Ya sabes —dijo—. El Pueblo Rubio. La Aristocracia. Los Resplandecientes. Los Hijos de las Estrellas. Ya sabes, Jason.
—¿Qué?
Tata puso la mano encima del yunque, solo por si acaso, y pronunció la palabra.
El fruncimiento de ceño de Jason se fue disipando muy despacio, a la misma velocidad que la luz del sol.
—¿Ellos? Pero ¿no son hermosos y buenos y…?
—¿Lo ves? —dijo Tata—. ¡Ya te había dicho que lo entenderías todo al revés!
—¿Cuánto ha dicho que cuestan? —preguntó Ridcully. El cochero se encogió de hombros. —Tómelo o déjelo —dijo.
—Lo siento, señor —dijo Ponder Stibbons—. Es la única diligencia.
—¡Cincuenta dólares por cabeza es un robo con diurnidad!
—No —dijo el cochero pacientemente—. El robo con diurnidad —explicó, hablando con el tono de autoridad de la persona con experiencia— es cuando alguien salta al camino con una flecha apuntándonos, y luego sus amigos se descuelgan de las rocas y los árboles y se llevan el dinero y nuestras pertenencias. Y después tenemos el robo con nocturnidad, que es como la modalidad anterior con la única diferencia de que además prenden fuego a la diligencia para poder ver lo que están haciendo. El robo con crepuscularidad, en cambio, el robo con crepuscularidad básico es cuando…
—¿Me está diciendo que el que te roben va incluido en el precio? —quiso saber Ridcully.
—El Gremio de Bandidos, ya sabe —dijo el cochero—. Cuarenta dólares por cabeza, ¿comprende? Es lo que podríamos llamar tarifa plana.
—¿Y qué pasa si no pagas? —preguntó Ridcully.
—Que acabas plano en el suelo.
Los magos conferenciaron entre ellos.
—Tenemos ciento cincuenta dólares —dijo Ridcully—. No podemos sacar más dinero de la caja fuerte porque ayer el tesorero se comió la llave.
—Se me ha ocurrido una idea, señor —dijo Ponder—. ¿Me deja probar?
—Adelante.
Ponder obsequió al cochero con una gran sonrisa.
—¿Los animales de compañía viajan gratis? —sugirió.
—¿Oook?
La escoba de Tata Ogg sobrevolaba el bosque a un par de metros de los senderos, tomando las curvas a tal velocidad que las botas de Tata removían las hojas. Cuando llegó a la cabaña de Yaya Ceravieja, Tata saltó de la escoba con tal prisa que no la apagó, y la escoba siguió adelante hasta chocar contra la letrina.
La puerta estaba abierta.
—¿Yuuuju?
Tata miró en la cocina y luego subió por la estrecha escaleta.
Yaya Ceravieja estaba rígidamente tendida en la cama. Tenía la cara grisácea y el cuerpo frío.
Ya la habían encontrado así antes, y siempre resultaba un poco embarazoso. Por eso desde hacía cierto tiempo Yaya tranquilizaba a los visitantes, al mismo tiempo que también tentaba al destino, sosteniendo siempre entre sus tiesos dedos un cartelito escrito a mano en el que ponía:
NO ESTOI MUERTA.
Un trozo de madera hacía de tope en la ventana para que no se cerrara del todo.
—Ah —dijo Tata, más en beneficio propio que en el de otra persona—, ya veo que has salido. ¿Iré a, iré a, iré a poner la tetera en el fuego, si te parece, y esperaré a que regreses?
La habilidad con que Esme sabía Tomar en Préstamo siempre la ponía un poco nerviosa. Entrar en las mentes de los animales y demás estaba muy bien, pero demasiadas brujas nunca habían regresado. Tata había pasado varios años dejando trocitos de grasa y pellejos de tocino delante de la puerta para un herrerillo que estaba seguro era Yaya Postalute, que un día salió a Tomar en Préstamo y nunca volvió. En la medida en que una bruja podía llegar a considerar que algo era inquietantemente sobrenatural, Tata Ogg consideraba que el Préstamo era inquietantemente sobrenatural.
Volvió a la cocina y bajó un cubo al fondo del pozo, acordándose de sacar las salamandras antes de poner a hervir el agua dentro de la tetera.
Después se dedicó a contemplar el huerto.
Pasado un rato, un cuerpecito alado revoloteó a través de él rumbo a la ventana del piso de arriba.
Tata sirvió el té. Extrajo una cucharada de azúcar cuidadosamente medida del cuenco del azúcar, echó el resto del azúcar en su taza, volvió a echar la cucharada en el cuenco, puso las dos tazas en una bandeja y subió la escalera.
Yaya Ceravieja se estaba incorporando en la cama.
Tata miró alrededor.
Un murciélago bastante grande colgaba de una viga cabeza abajo.
Yaya Ceravieja se frotó las orejas.
—¿Serías tan amable de ponerle el orinal debajo, Gytha? —farfulló—. Esos bichos siempre están buscando una ocasión de hacer sus necesidades encima de la alfombra.
Tata localizó el enser doméstico más recatado y discreto del dormitorio de Yaya y lo desplazó a través de la alfombra con un pie.
—Te he traído una taza de té —dijo.
—Bien hecho, Gytha. La boca me sabe a mariposas —dijo Yaya.
—Creía que de noche hacías búhos —dijo Tata.
—Sí, pero luego pasas varios días intentando rascarte los hombros con la nariz —dijo Yaya—. Al menos los murciélagos siempre tienen la cara apuntando en la misma dirección. Primero probé con los conejos, pero no hay manera de que se acuerden de las cosas. Y de todas maneras, con un conejo ya sabes en qué está pensando todo el tiempo. Son famosos por ello.
—Hierba.
—Exacto.
—¿Has descubierto algo? —preguntó Tata.
—Media docena de personas han estado allí arriba. ¡Cada luna llena! —dijo Yaya—. Chicas, a juzgar por sus contornos, Con los murciélagos solo ves siluetas.
—Buen trabajo, Esme —dijo Tata con cautela—. ¿Crees que son de por aquí?
—Tienen que serlo. No usan escobas.
Tata Ogg suspiró.
—Está Agnes Nitt, la hija del viejo Trespeniques —dijo—. Y la chica de los Tockley. Y unas cuantas más.
Yaya Ceravieja la miró con la boca abierta.
—Le pregunté a nuestro Jason —dijo Tata—. Lo siento.
El murciélago eructó. Yaya se tapó la boca con la mano.
—Soy una vieja estúpida, ¿verdad? —dijo pasados unos momentos.
—No, no —dijo Tata—. El Préstamo es un auténtico arte. Y a ti se te da muy bien.
—Una presumida, eso es lo que soy. Hace unos años también se me habría ocurrido ir a preguntar a la gente en vez de perder el tiempo siendo un murciélago.
—Nuestro Jason no te lo habría contado. Si me lo dijo fue únicamente porque yo habría convertido su vida en un infierno si no me lo hubiera contado —dijo Tata—. Para eso están las madres, ¿no?
—Soy muy orgullosa, eso es lo que pasa. Me hago vieja, Gytha.
—Yo siempre digo que una es lo vieja que se siente.
—Eso quería decir.
Tata Ogg la miró con preocupación.
—Imagínate que Magrat hubiera estado aquí —dijo Yaya—. Me habría visto hacer una tontería tras otra.
—Bueno, Magrat está a salvo en el castillo —repuso Tata—. Aprendiendo a ser reina.
—Lo bueno que tiene el ser reina es que si lo haces mal nadie se da cuenta —dijo Yaya—. Como eres tú quien lo hace, entonces tiene que estar bien.
—Sí, la realeza es muy extraña —observó Tata—. Es como la magia. Al principio tienes a una chica con un trasero como dos cerdos envueltos en una manta y la cabeza llena de pájaros y entonces va y se casa con un rey, un príncipe o lo que sea, y de pronto pasa a ser una radiante princesa real como es debido. Qué raro es el mundo, ¿verdad?
—Pero no pienso inclinarme ante ella, ojo —dijo Yaya.
—Bueno, de todas maneras tú nunca te inclinas ante nadie —le recordó Tata Ogg—. Nunca te inclinaste ante el rey que había antes. Y cuando ves al joven Verence, apenas si lo saludas con la cabeza. Tanto da, porque de todas maneras nunca te inclinas ante nadie.
—¡Exacto! —dijo Yaya—. Porque el no inclinarse ante nadie forma parte de ser una bruja.
Tata se tranquilizó un poco. El que Yaya actuara como una anciana la estaba poniendo nerviosa. Yaya en su estado normal de ira controlada a duras penas, en cambio, era simplemente la vieja Yaya de siempre.
Yaya se levantó de la cama.
—Conque la chica del viejo Tockley, ¿eh?
—Eso es.
—Su madre era una Keeble, ¿verdad? Toda una mujer, creo recordar.
—Sí, pero cuando murió ella, el viejo la envió a Sto Lat para que fuera a la escuela.
—No apruebo las escuelas —dijo Yaya—. Se interponen en el camino de la educación. Todos esos libros. ¿Libros? ¿Para qué sirven los libros? Hoy en día se lee demasiado. Cuando éramos jóvenes nunca tuvimos tiempo para leer, eso te lo puedo asegurar.
—Estábamos demasiado ocupadas inventándonos nuestras propias diversiones.
—Claro. Bien, vamos… No disponemos de mucho tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—No son solo las chicas. Además hay algo suelto por ahí afuera, una especie de mente que va de un lado a otro.
Yaya se estremeció. Lo había notado de la misma manera en que un cazador experimentado que atraviesa las colinas percibe la presencia de otro cazador: por los silencios allí donde hubiese tenido que haber ruido, por un tallo pisoteado, por el enfado de las abejas.
A Tata Ogg nunca le había gustado la idea del Préstamo, y Magrat ni siquiera había querido intentarlo. Las viejas brujas del otro lado de la montaña ya tenían demasiados problemas con las experiencias intracorpóreas inoportunas para molestarse en probar suerte con las extracorpóreas. Debido a ello, Yaya se había acostumbrado a disponer de toda la dimensión mental para ella sola.
Había una mente suelta por el reino, y Yaya Ceravieja no la entendía.
Ella tomaba Préstamos. Había que tener cuidado, porque era como una droga. Podías montar las mentes de los animales y los pájaros, pero nunca la de las abejas, guiándolas delicadamente y viendo a través de sus ojos. Yaya Ceravieja había saltado muchas veces de uno a otro de los numerosos canales de conciencia disponibles a su alrededor. Para ella, el hacerlo formaba parte del corazón de la brujería. Ver a través de otros ojos…
… a través de los ojos de un mosquito, viendo las lentas pautas del tiempo en la vertiginosa pauta de un día, mientras sus mentes viajaban con la celeridad del rayo…
… escuchar con el cuerpo de un escarabajo, de tal manera que el mundo se convertía en una pauta tridimensional de vibraciones…
… ver con el hocico de un perro, todos los olores súbitamente convertidos en colores…
Pero había un precio. Nadie te pedía que lo pagaras, pero la misma ausencia de cualquier clase de exigencia constituía una obligación moral. Tendías a no aplastar insectos de un manotazo. Procurabas no pisar demasiado fuerte. Dabas de comer al perro. Pagabas. Ibas con muchísimo cuidado, no por bondad o consideración hacia los demás, sino porque era lo que había que hacer. Solo dejabas recuerdos, y solo tomabas experiencia.
Pero aquella inteligencia que rondaba por los alrededores… entraba y salía de otra mente igual que una sierra mecánica, tomando, tomando, tomando. Yaya podía sentir su forma, aquella forma depredadora, toda crueldad y gélida despreocupación; una mente llena de inteligencia, que utilizaría a otros seres vivos y les haría daño porque era divertido hacerlo.
Yaya podía poner un nombre a una mente así.
Elfo.
Las ramas crujían en la copa de los árboles.