Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

Y sí, había sido un accidente entre los potentísimos y mágicos libros de la biblioteca de la Universidad lo que había hecho que el genotipo del Bibliotecario se viera bruscamente desplazado a otra rama del árbol evolutivo, con la significativa diferencia de que ahora podía agarrarse a su nueva rama con los pies mientras se mantenía colgado cabeza abajo.

—Oh, de acuerdo —dijo el archicanciller—. Pero tendrá que llevar algo encima durante la ceremonia, aunque solo sea en consideración a la pobre novia.

El tesorero gimió.

Todos los magos se volvieron hacia él.

La cuchara del tesorero aterrizó en el suelo con un golpecito casi inaudible. Era de madera. Los magos se habían asegurado muy discretamente de que el tesorero no dispusiera de cubertería metálica después de lo que ahora se conocía como el Infortunado Incidente Durante La Cena.

—A-a-a-a —gorgoteó el tesorero, intentando apartarse de la mesa.

—Píldoras de extracto de rana —dijo el archicanciller—. Que alguien las saque de su bolsillo.

Los magos no se dieron mucha prisa. Podías encontrar cualquier cosa dentro del bolsillo de un mago: guisantes, criaturas irracionales provistas de patas, pequeños universos experimentales, absolutamente cualquier cosa…

El catedrático de Escritos Invisibles estiró el cuello para averiguar qué había puesto tan nervioso a su colega.

—Eh, fíjense en sus gachas —dijo.

Una concavidad perfectamente redonda acababa de aparecer en ellas.

—Oh, vaya, otro círculo de la cosecha —dijo el decano.

Los magos se tranquilizaron.

—Este año esas condenadas cosas están apareciendo por todas partes —dijo el archicanciller.

No se había quitado el sombrero para comer. Eso era debido a que el sombrero ocultaba una cataplasma de miel y estiércol de caballo y un diminuto generador electrostático accionado por un ratón que aquellos chicos tan listos del edificio de investigación en Magia de Altas Energías habían diseñado y construido para él, porque de verdad que eran unos chicos listísimos, y algún día el archicanciller quizá incluso conseguiría entender la mitad de las cosas tan raras que siempre estaban diciendo…

Mientras tanto, seguiría con el sombrero puesto.

—Y además parecen muy potentes —dijo el decano—. Ayer el jardinero me contó que están haciendo auténticos estragos entre los nabos.

—Creía que esas cosas solo aparecían en los campos y similares —dijo Ridcully—. Un fenómeno natural de lo más normal, ya saben.

—Si el nivel de fluctuación es lo bastante alto, entonces la presión entre los continuos probablemente pueda imponerse a un cociente de realidad de base superior —dijo Escritos Invisibles.

La conversación cesó. Todos se volvieron hacia Escritos Invisibles, el infortunado miembro con menor antigüedad del cuadro académico.

El archicanciller ya lo estaba fulminando con la mirada.

—Oiga, no tengo el menor deseo de que empiece a explicarnos qué significa lo que acaba de decir —dijo—. Probablemente volverá a contarnos todo eso de que el universo es una lámina de goma con unos cuantos pesos repartidos encima, ¿verdad?

—No es exactamente una…

—Y la palabra «cuanto» ya vuelve a galopar hacia sus labios —dijo Ridcully.

—Bueno, el…

—Y supongo que también habrá muchos «continuinutinios» —dijo Ridcully.

El catedrático de Escritos Invisibles, un joven mago llamado Ponder Stibbons, suspiró hondo.

—No, archicanciller. Me limitaba a señalar que…

—No volveremos a empezar con los dichosos agujeros de gusano, ¿verdad?

Stibbons se dio por vencido. Usar una metáfora delante de un hombre dotado de tan poca imaginación como Ridcully era como agitar un trapo rojo delante de un to… era como agitar algo en extremo irritante delante de alguien que se irritaba muchísimo en cuanto lo veía.

Ser catedrático de Escritos Invisibles era realmente muy duro.[7]

—Oiga, no podemos permitir que usted vaya por ahí inventándose millones de universos demasiado pequeños para ser vistos y todas esas tonterías de los continuinutinios —dijo Ridcully—. En cualquier caso, necesitaré a alguien que cargue con mis cañas de pescar y mis ballest… mis cosas —se corrigió.

Stibbons estaba mirando su plato. Discutir no serviría de nada. Lo que realmente quería de la vida era pasar los próximos cien años en la Universidad, disfrutando comidas de muchos platos y sin tener que moverse mucho entre ellas. Stibbons era un joven regordete con la piel del color de algo que vive debajo de una roca. La gente siempre le estaba diciendo que hiciera algo con su vida, y Stibbons tenía muy claro lo que quería hacer con ella. Quería hacer una cama.

—Pero, archicanciller —dijo Runas Recientes—, sigue estando muy lejos de aquí.

—Tonterías —dijo Ridcully—. Les recuerdo que ya han abierto el nuevo sendero de peaje que llega hasta más allá de Sto Helit. Diligencias cada miércoles, con salidas y llegadas regulares. ¡Tesorerooo! Oh, que alguien le dé una píldora de extracto de rana… Señor Stibbons, si consigue localizarse a sí mismo dentro de este universo durante cinco minutos, vaya a comprar los billetes. Bueno, todo arreglado, ¿verdad?

Magrat despertó.

Y supo que ya no era una bruja. La sensación se fue extendiendo gradualmente por todo su ser, formando parte del inventario normal que cualquier cuerpo lleva a cabo de manera automática durante los primeros segundos que siguen a su emergencia del pozo de los sueños: brazos: 2; piernas: 2; pánico existencial: 58%; culpabilidad aleatoria: 94%; nivel de brujería: 00,00.

Lo grave era que no recordaba haber sido otra cosa en toda su vida. Siempre había sido una bruja. Magrat Ajos tiernos, tercera bruja, eso era. La boba sentimental.

Sabía que como bruja nunca había destacado. Oh, podía hacer unos cuantos hechizos y sabía hacerlos bastante bien, y se le daban muy bien las hierbas, pero no llevaba la brujería en la sangre como las dos viejas. Y las dos se habían asegurado de que lo supiera.

Bueno, tendría que aprender a reinar. Al menos era la única reina que había en Lancre. Nadie la miraría por encima del hombro, diciendo cosas como «¡No estás sosteniendo ese cetro como es debido!».

Como es debido…

Alguien le había robado la ropa durante la noche.

Magrat se levantó en camisón y fue hacia la puerta dando saltitos sobre las frías losas. Se hallaba a medio camino de la puerta cuando esta se abrió por impulso propio.

Magrat reconoció a la muchacha morena, no muy alta y apenas visible detrás de un montón de sábanas que entró por ella. En Lancre la inmensa mayoría de las personas conocía a todas las demás.

—¿Millie Chillum?

Las sábanas esbozaron una reverencia.

—¿Sí, señora?

Magrat levantó una parte de la pila de sábanas.

—Soy yo, Magrat —dijo—. Hola.

—Sí, señora. —Otro subir y bajar de las sábanas.

—¿Se puede saber qué te pasa, Millie?

—Sí, señora. —Arriba, abajo. Arriba, abajo.

—Te he dicho que soy yo. No hace falta que me mires así.

—Sí, señora.

El montón de sábanas seguía subiendo y bajando nerviosamente. Magrat descubrió que sus rodillas se flexionaban en una reacción de simpatía, pero iban un poco retrasadas, por lo que cuando iniciaba la bajada se encontraba con que la muchacha ya estaba iniciando la subida.

—Vuelve a decir «sí, señora» y te aseguro que lo lamentarás —consiguió decir Magrat.

—Sí, se… Muy bien, su majestad, señora.

Una tenue comprensión empezó a brillar en la mente de Magrat.

—Todavía no soy reina, Millie. Y nos conocemos desde hace veinte años —jadeó, iniciando la subida.

—Sí. Pero va a ser reina, así que mamá me ha dicho que tenía que ser muy respetuosa con usted —dijo Millie, sin dejar de hacer nerviosas reverencias.

—Oh. Bueno. De acuerdo. ¿Dónde está mi ropa?

—La tengo aquí, pre-majestad.

—Esta no es mi ropa. Y haz el favor de dejar de subir y bajar todo el rato. Estoy un poco mareada.

—El rey la ha hecho traer especialmente de Sto Helit, señora.

—Eso hizo, ¿eh? ¿Cuánto hace de eso?

—No sé, señora.

Verence sabía que yo volvía a casa, pensó Magrat. ¿Cómo? ¿Qué está pasando aquí?

Había muchos más encajes de los que Magrat estaba acostumbrada a usar, pero eso era, por así decirlo, la guinda en el pastel. Magrat solía llevar un vestido sencillo debajo del cual no había gran cosa aparte de Magrat. Las grandes damas no podían permitirse ir vestidas de esa manera. Millie había recibido una especie de diagrama técnico, pero no era de gran ayuda.

Lo estudiaron durante un rato.

—¿Y esto es el atuendo habitual de una reina?

—No sabría deciros, señora. Creo que su majestad se limitó a mandarles un montón de dinero y dijo que se lo enviaran todo.

Fueron extendiendo las distintas secciones encima del suelo.

—¿Esto son las pantuflas?

Fuera, en las almenas, había llegado el momento del cambio de guardia. Fue un momento muy breve, ya que el cambio se redujo a que el guardia se pusiera el delantal de jardinero para ir a escardar las judías. Mientras tanto, dentro estaba teniendo lugar una animada discusión acerca de la indumentaria.

—Me parece que se las ha puesto del revés, señora. ¿Qué parte es el miriñaque?

—Aquí pone que hay que insertar la presilla A en la ranura B, pero no consigo encontrar la ranura B. Y estas otras cosas parecen alforjas. No pienso llevarlas. ¿Y qué es esto?

—Es la gorguera, señora. Hum. Mi hermano dice que están causando auténtico furor en Sto Helit.

—¿Quieres decir que ponen furiosa a la gente? ¿Y esto qué es?

—Brocado, creo.

—Parece cartón. ¿He de llevar encima todo esto cada día?

—Le aseguro que no lo sé, señora.

—¡Pero Verence va por el castillo con unos pantalones de cuero y una chaqueta vieja!

—Ah, pero usted es la reina. Las reinas no pueden hacer esas cosas. Todo el mundo lo sabe, señora. Los reyes pueden ir por ahí con la mitad del trasero fuera de los pantalo…

Millie se estampó la mano en la boca.

—Oh, no te preocupes —dijo Magrat—. Estoy segura de que incluso los reyes tienen… terminaciones superiores de las piernas como todo el mundo. Sigue con lo que estabas diciendo.

Millie se había ruborizado.

—Quiero decir, quiero decir, quiero decir que las reinas tienen que ser auténticas damas —logró balbucear—. El rey tiene libros sobre eso. Eti-queti y todo lo demás.

Magrat se examinó en el espejo.

—Le sienta muy bien, inminente-majestad-futura —dijo Millie.

Magrat se volvió hacia un lado y luego hacia el otro.

—Tengo el pelo hecho un desastre —dijo tras examinarse.

—Por favor, señora, el rey dijo que haría venir a un peluquero desde Ankh-Morpork, señora. Para la boda.

Magrat devolvió a su sitio una trenza que se le había movido. Empezaba a darse cuenta de que ser reina implicaba toda una nueva vida.

—Vaya, vaya —dijo—. ¿Y qué viene ahora?

—No sé, señora.

—¿Qué está haciendo el rey?

—Oh, desayunó muy temprano y luego se largó a Tajada para enseñar al viejo Muckloe cómo tiene que criar sus cerdos guiándose por un libro.

—Bueno, ¿y yo qué hago? ¿Cuál es mi trabajo?

Millie puso cara de perplejidad, algo que no operó grandes cambios en su expresión general.

—Pues no sé, señora. Reinar, supongo. Pasear por el jardín. Convocar a la corte. Hacer tapices. Eso es muy popular entre las reinas. Y luego… más adelante está el asunto de la sucesión real…

—De momento —dijo Magrat con firmeza— le daremos un tiento a eso de los tapices.

Ridcully estaba teniendo ciertas dificultades con el Bibliotecario.

—¡Da la casualidad de que soy su archicanciller, señor!

—Oook.

—¡Le aseguro que le gustará! ¡Aire fresco! ¡Sacos enteros de árboles! ¡Bosque para dar y tomar!

—¡Oook!

—¡Baje de ahí ahora mismo!

—¡Oook!

—Los libros estarán perfectamente durante las vacaciones. Teniendo en cuenta lo que nos cuesta conseguir que los estudiantes vengan a la Biblioteca en el mejor de los casos, no entiendo por qué se pone así cuando…

—¡Oook!

Ridcully miró fijamente al Bibliotecario, quien le devolvió la mirada desde el estante —Parazoología, Ba a Mn— al que se agarraba con los dedos de los pies.

—Oh, bueno —dijo bajando la voz y adoptando tono de astucia—, de verdad es una pena, dadas las circunstancias. Porque he oído decir que en el castillo de Lancre tienen una biblioteca que no está pero que nada mal. Bueno, al menos ellos la llaman biblioteca, aunque en realidad solo es un montón de libros viejos. Parece que nunca se les ha acercado ningún catálogo.

—¿Oook?

—Miles de libros. Alguien me dijo que también tienen incunables. Es una lástima que no quiera echarles un vistazo —dijo Ridcully, con una voz que hubiese podido engrasar los ejes de varias carretas.

Autore(a)s: