Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

El Bibliotecario siempre se levantaba temprano porque era un orangután, y los orangutanes son madrugadores por naturaleza, aunque en su caso no acompañaba el despertar con alaridos para mantener alejados de su territorio a otros machos. Se limitaba a abrir la Biblioteca y dar de comer a los libros.

Y a Mustrum Ridcully, el actual archicanciller, le gustaba pasear por los edificios todavía dormidos, saludando con una inclinación de la cabeza a los sirvientes y escribiendo notitas destinadas a sus subordinados, habitualmente sin otro propósito que el de dejar claro que él ya se encontraba levantado y estaba atendiendo los asuntos del día mientras que ellos todavía estaban profundamente dormidos.[5]

Hoy, sin embargo, tenía otra cosa en la cabeza. Más o menos literalmente.

La cosa en cuestión era redonda y se hallaba rodeada por una abundante y sana cabellera. El archicanciller hubiese podido jurar que ayer no se encontraba allí.

El siguiente miembro del cuadro académico que se despertaba a continuación de que lo hubieran hecho Ridcully y el Bibliotecario era el tesorero; no debido a que fuese madrugador por naturaleza, sino porque las muy limitadas reservas de paciencia del archicanciller se agotaban alrededor de las diez, momento en el que se plantaba delante de la escalera y gritaba:

—¡Tesorerooooooo!

… hasta que aparecía el tesorero.

De hecho aquello ocurría con tanta frecuencia que el tesorero, un neuróvoro natural,[6] solía encontrarse con que se había levantado y vestido en sueños varios minutos antes de la estruendosa llamada. En aquella ocasión ya estaba de pie, vestido y a mitad de camino hacia la puerta antes de que sus ojos se abrieran.

Ridcully nunca perdía el tiempo con preliminares. Con él siempre era ir directo al grano o nada.

—¿Sí, archicanciller? —preguntó el tesorero con voz lúgubre.

El archicanciller se quitó el sombrero.

—Bueno, ¿y qué pasa con esto? —quiso saber.

—Hum, hum, hum… ¿Con qué, archicanciller?

—¡Con esto, hombre! ¡Con esto!

Al borde del pánico, el tesorero examinó con desesperada fijeza la parte superior de la cabeza de Ridcully.

—¿Con qué? Oh. ¿Se refiere a la calva?

—¡No tengo ninguna calva!

—Hum, pues en ese caso…

—¡Quiero decir que ayer no estaba ahí!

—Ah. Bueno. Hum. —Llegados a cierto punto siempre había algo que cedía súbitamente dentro del tesorero, haciendo que no pudiera contenerse por más tiempo—. Ya se sabe que son cosas que pasan y mi abuelo siempre fue partidario de usar una mezcla de miel y estiércol de caballo, se frotaba la cabeza con ella cada día y…

—¡No me estoy quedando calvo!

Un tic comenzó a danzar a través del rostro del tesorero. Las palabras comenzaron a brotar por sí solas, sin ninguna intervención aparente de su cerebro.

—… y después se compró aquel artilugio que tenía una varilla de cristal y, y, y la frotabas con un trozo de seda y…

—¡Lo que quiero decir es que esto es ridículo! ¡En mi familia nunca ha habido casos de calvicie, salvo por una de mis tías!

—… y, y, y después recogía el rocío de la mañana y se lavaba la cabeza con él, y, y, y…

Ridcully, que en el fondo era un buen hombre, se calmó.

—¿Con qué se lo está tratando ahora? —murmuró.

—Extracto, extracto, extracto, extracto —balbuceó el tesorero.

—Las viejas píldoras de extracto de rana, ¿verdad?

—D-d-d-d.

—¿El bolsillo izquierdo?

—D-d-d-d.

—De acuerdo… muy bien… trague…

Los dos magos se miraron por un instante.

El tesorero se fue relajando.

—Ya me en-encuentro mucho mejor, archicanciller, gracias.

—No cabe duda de que está ocurriendo algo, tesorero. Lo siento en mis aguas.

—Lo que usted diga, archicanciller.

—¿Tesorero?

—¿Sí, archicanciller?

—No será usted miembro de una sociedad secreta o algo por el estilo, ¿verdad?

—¿Yo? No, archicanciller.

—Pues entonces sería una idea condenadamente buena que se quitara los calzoncillos de la cabeza.

—¿Lo conoces? —preguntó Yaya Ceravieja.

Tata Ogg conocía a todo el mundo en Lancre, incluso a la criatura solitaria y olvidada que vivía entre los helechos.

—Es William Scrope, de la parte de atrás de Tajada —dijo—. Uno de tres hermanos. Se casó con la chica de los Palliard. La que tenía todas esas corrientes de aire en la dentadura, ¿te acuerdas?

—Espero que la pobre mujer tenga algunas prendas negras respetables —dijo Yaya Ceravieja.

—Parece apuñalado —dijo Tata, dando la vuelta al cadáver con delicadeza pero firmemente.

Los cadáveres como tales no la afectaban en lo más mínimo. Las brujas suelen compaginar el ocuparse de los muertos con el actuar como comadronas. Debido a eso, en Lancre había muchas personas para las que el rostro de Tata Ogg había sido lo primero y lo último que vieron en su vida, lo cual probablemente hizo que todo lo que llegaron a ver entre uno y otro momento les pareciese bastante soso en comparación.

—Lo han atravesado limpiamente —observó—. De parte a parte. Caramba. ¿Quién habrá podido hacer algo semejante?

Las dos brujas se volvieron hacia las piedras.

—No sé qué ha sido, pero sé de dónde ha venido —dijo Yaya.

Tata Ogg ya había visto que los helechos no solo estaban concienzudamente pisoteados alrededor de las piedras, sino que además se habían puesto marrones.

—Voy a llegar al fondo de todo esto —dijo Yaya.

—Supongo que no estarás pensando ir a…

—Sé exactamente adonde debo ir, gracias.

Había ocho piedras en los Danzarines. Tres de ellas tenían nombres. Yaya rodeó el anillo hasta llegar a la conocida como el Flautista.

Una vez allí, extrajo una horquilla de las muchas que sujetaban su sombrero puntiagudo a su cabellera y la sostuvo a quince centímetros de la piedra. Luego la soltó y observó lo que ocurría.

Regresó con Tata.

—Ahí sigue habiendo poder —dijo—. No mucho, pero el anillo todavía aguanta.

—Pero ¿quién puede llegar a ser tan idiota para subir hasta aquí y ponerse a bailar alrededor de las piedras? —dijo Tata Ogg, y luego, cuando un pensamiento traidor le pasó por la cabeza, añadió—: Magrat ha estado fuera con nosotras todo el tiempo.

—Tendremos que averiguarlo —dijo Yaya, frunciendo los labios en una torva sonrisa—. Y ahora ayúdame a levantar a ese pobre hombre.

Tata Ogg puso manos a la obra.

—Caramba, cómo pesa. Para esto sí que nos iría bien tener aquí a la joven Magrat.

—No. Es demasiado alocada —dijo Yaya Ceravieja—. Nunca sabe dónde tiene la cabeza.

—Aun así, es muy buena chica.

—Sí, pero también es un poco boba. Está convencida de que puedes vivir como si todo lo que dicen los cuentos de hadas y las canciones fuese cierto. Lo cual no quiere decir que no le desee toda la felicidad del mundo, naturalmente.

—Espero que sea una buena reina —dijo Tata.

—Le hemos enseñado todo lo que sabe —dijo Yaya Cera vieja.

—Sí —dijo Tata Ogg, mientras las dos desaparecían entre los helechos—. ¿No crees que… quizá…?

—¿Qué?

—¿No crees que quizá deberíamos haberle enseñado todo lo que nosotras sabemos?

—Se tardaría demasiado.

—Sí, en eso tienes razón.

Las cartas siempre tardaban un poco en llegar hasta el archicanciller. El correo solía ser recogido en las puertas de la Universidad por cualquiera que pasase por allí, y luego era dejado encima de algún estante o acababa siendo utilizado para encender pipas o como punto de libro o, en el caso del Bibliotecario, para dormir encima de él.

Aquella carta solo había tardado dos días en hacer el trayecto, y se hallaba intacta aparte de un par de círculos dejados por una copa y de una huella dactilar bananera. Llegó a la mesa junto con el resto del correo mientras el cuadro académico de la facultad estaba desayunando. El decano la abrió con una cuchara.

—¿Alguien de aquí sabe dónde queda Lancre? —preguntó.

—¿Por qué? —dijo Ridcully, levantando la vista de golpe.

—No sé qué rey se va a casar y quiere que asistamos a la boda.

—Oh cielos, oh cielos —dijo el catedrático de Runas Recientes—. ¿Así que un rey de opereta va a casarse y quiere que asistamos a la boda?

—Está arriba en las montañas —informó el archicanciller con voz queda—. Un sitio magnífico para practicar la pesca de la trucha, creo recordar. Realmente magnífico. Lancre. Vaya, vaya. Hacía años que no pensaba en Lancre. Verán, por ahí arriba hay lagos de glaciar donde los peces nunca han visto una caña de pescar. Lancre. Sí.

—Y está condenadamente lejos de aquí-dijo Runas Recientes.

Ridcully no lo estaba escuchando.

—Y hay ciervos. Miles de ciervos. Y alces. Y lobos, está lleno de lobos. Y no me extrañaría que también hubiera gatos monteses, desde luego. He oído decir que hace poco han visto águilas de los hielos por allí arriba. —Le brillaban los ojos—. Solo quedan media docena —añadió.

Mustrum Ridcully hacía muchísimo por las especies raras. Para empezar, se aseguraba de que siguieran siendo raras.

—Está en el fin del mundo —dijo el decano—. Justo en el borde del mapa, si es que no un poquito más allá.

—Yo solía pasar las vacaciones allí arriba con mi tío —dijo Ridcully, los ojos velados por la distancia—. Viví días maravillosos allí arriba. Maravillosos, realmente maravillosos. Los veranos allí arriba… y el cielo es de un azul más intenso que en ningún otro lugar, es muy… y la hierba… y…

Regresó bruscamente de los paisajes de la memoria.

—Bueno, en ese caso habrá que ir —dijo—. El deber nos llama. Un jefe de Estado va a casarse. Un momento de suma importancia. Tiene que haber unos cuantos magos presentes. Mantener las apariencias, ya saben. Nobleza obliga y todo eso.

—Bueno, pues yo no iré —dijo el decano—. El campo no es natural. Hay demasiados árboles. Siempre lo he encontrado insoportable.

—Al tesorero le sentaría bien un viajecito —dijo Ridcully—. Hace días que lo veo un poquito tenso, aunque no entiendo por qué. —Se inclinó hacia adelante para mirar a lo largo de la Gran Mesa—. ¡Tesorerooooooo!

Al tesorero, que estaba comiendo gachas de avena, se le cayó la cuchara dentro del cuenco.

—¿Ven a qué me refería? —dijo Ridcully—. Siempre está hecho un manojo de nervios. Estaba diciendo que un poquito de aire fresco le sentaría muy bien, tesorero. —Asestó un vigoroso codazo al decano—. Espero que no se le estén aflojando los tornillos, pobre hombre —dijo, en lo que optó por creer era un susurro—. Pasa demasiado tiempo encerrado entre cuatro paredes, no sé si me entiende.

El decano, que salía de entre sus cuatro paredes más o menos una vez al mes, se encogió de hombros.

—Seguro que le gustaría pasar una temporadita lejos de la Universidad, ¿Eh? —dijo el archicanciller, asintiendo al mismo tiempo que gesticulaba enloquecidamente—. ¿Paz y silencio? ¿La vida sana del campo?

—Me, me, me, me encantaría, archicanciller —dijo el tesorero, con la esperanza despuntando en su rostro como una seta otoñal.

—Bravo. Bravo. Vendrá conmigo —dijo Ridcully, sonriendo de oreja a oreja.

La esperanza se heló en el rostro del tesorero.

—Tiene que venir alguien más —dijo Ridcully—. ¿Alguien se ofrece voluntario?

Los magos, hombres de ciudad hasta la médula, se inclinaron industriosamente sobre su comida. Siempre se inclinaban industriosamente sobre su comida cualesquiera fueran las circunstancias, pero esta vez lo hacían para no atraer la atención de Ridcully.

—¿Qué les parece el Bibliotecario? —preguntó Runas Recientes, escogiendo una víctima al azar para arrojarla a los lobos.

Hubo un súbito coro de asentimientos de alivio.

—Qué gran idea —dijo el decano—. Es justo lo que le hace falta. El campo. Los árboles. Y… y… y los árboles.

—El aire de la montaña —dijo Runas Recientes.

—Sí, últimamente se lo ve un poco deprimido —observó el catedrático de Escritos Invisibles.

—Seguro que le sentaría de maravilla —opinó Runas Recientes.

—Un hogar lejos del hogar, supongo —dijo el decano—. Montones de árboles.

Todos miraron al archicanciller con ojos expectantes.

—No lleva ropa —dijo Ridcully—. Y siempre está diciendo «ook».

—Yo lo he visto ponerse esa especie de vieja túnica verde que lleva de vez en cuando —dijo el decano.

—Solo después de haberse bañado.

Ridcully se frotó la barba. De hecho le caía bastante bien el Bibliotecario, que nunca discutía con él y siempre se mantenía en forma, aunque en su caso la forma escogida fuese la de una pera. Después de todo, era la forma apropiada para un orangután.

Lo realmente sorprendente del Bibliotecario era que ya nadie reparaba en el hecho de que fuese un orangután, salvo que a un visitante de la Universidad se le ocurriera ponerlo de manifiesto. En cuyo caso alguien diría: «Oh, sí. Fue alguna clase de accidente mágico, ¿verdad? Sí, estoy casi seguro de que fue algo así. En un momento dado era humano, y al siguiente simio. Y lo más curioso es… que no recuerdo qué aspecto tenía antes. Quiero decir que, bueno, supongo que humano. Siempre he pensado en él como un simio, de veras. Verá, creo que en el fondo le va ser un simio».

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