Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—Bueno, en cualquier caso, no tengo por qué perder el tiempo con esta clase de cosas —dijo Magrat—. Sean las que sean. Eso es asunto vuestro. Estoy segura de que sencillamente no tendré tiempo para ello.

—Y yo estoy segura de que su futura majestad puede hacer lo que le dé la gana —repuso Yaya Ceravieja.

—¡Ja! —exclamó Magrat—. ¡Claro que puedo! ¡Y en cuanto a vosotras, siempre podéis encontrar otra bruja para Lancre! ¿Os parece bien? ¡Otra jovencita un poco cursi que cargue con todo el trabajo pesado, y a la que nunca le explican nada porque las demás están demasiado ocupadas cotilleando como si ella no existiese! ¡Yo tengo cosas mejores que hacer!

—¿Mejores que ser una bruja? —preguntó Yaya.

Magrat no pudo contenerse.

—¡Sí!

—Oh, vaya —murmuró Tata.

—Oh. Bueno, entonces supongo que querrás irte —dijo Yaya con voz afilada—. Para regresar a tu palacio, claro.

—¡Sí!

Magrat cogió su escoba.

El brazo de Yaya se extendió con la velocidad del rayo y sujetó la escoba.

—Oh, no —dijo—. Nada de eso. Las reinas van en carrozas doradas y todas esas zarandajas. A cada uno lo suyo. Las escobas son para las brujas.

—Venga, dejadlo ya —dijo Tata Ogg, una de las mediadoras de la naturaleza—. Y en cualquier caso, se puede ser reina y br…

—Me da igual —replicó Magrat, dejando caer la escoba—. No tengo por qué seguir perdiendo el tiempo con esas tonterías.

Dándose la vuelta, se recogió las faldas y echó a correr. No tardó en convertirse en una silueta perfilada contra el crepúsculo.

—Eres una vieja muy testaruda, Esme —dijo Tata Ogg—. Y todo porque Magrat se va a casar.

—Ya sabes lo que habría dicho si se lo hubiésemos contado —repuso Yaya Ceravieja—. Lo hubiese entendido todo al revés. La Aristocracia, nada menos. Círculos. Hubiese dicho que era… precioso. No, será mejor que no tome parte en esto.

—Llevaban un montón de años inactivos —observó Tata—. Necesitaremos que nos echen una mano. Quiero decir que… Bueno, ¿cuándo fue la última vez que subiste a los Danzarines?

—Ya sabes cómo son estas cosas —dijo Yaya—. Cuando todo está tan tranquilo… no piensas en ellos.

—Habríamos tenido que mantenerlos limpios.

—Cierto.

—Lo primero que tenemos que hacer mañana por la mañana es subir allí —decidió Tata Ogg.

—Sí.

—Y más vale que llevemos una hoz.

En el reino de Lancre hay muy pocos lugares donde puedas dejar caer una pelota sin verla alejarse rodando. La mayor parte del terreno consiste en páramos y largas laderas cubiertas de bosques, que de pronto se convierten en montañas tan escarpadas que ni siquiera los trolls se acercan a ellas y valles tan profundos que hay que tender cañerías para que les llegue un poco de sol.

Había un sendero medio borrado por la maleza que subía por el páramo hasta el sitio donde se alzaban los Danzarines, aunque no hubiese muchas leguas desde allí hasta el pueblo. Los cazadores lo utilizaban en algunas ocasiones, aunque solo por accidente. No se trataba de que hubiera poca caza, pero, bueno…

… estaban las piedras.

Los círculos de piedras eran muy comunes por todas las montañas. Los druidas los construían para emplearlos como ordenadores meteorológicos, y dado que siempre salía más barato levantar un nuevo círculo de 33 Megalitos que hacerle una ampliación de memoria a un modelo viejo y mucho más lento, generalmente había montones de viejos círculos esparcidos por ahí.

Los druidas nunca se acercaban a los Danzarines.

Las piedras no habían sido talladas para darles forma. Ni siquiera se hallaban dispuestas de ninguna manera significativa. No había ninguna de esas sofisticaciones gracias a las que el sol cae sobre cierta piedra durante el amanecer de cierto día. Alguien se había limitado a arrastrar hasta allí ocho rocas rojizas para que formaran un círculo.

Pero allí el tiempo era distinto. La gente decía que, si empezaba a llover, la lluvia siempre caía dentro del círculo unos segundos después de caer fuera de él, como si la lluvia viniera de más lejos. Si unas nubes pasaban por delante del sol, siempre transcurrían unos momentos antes de que la luz se desvaneciera dentro del círculo.

William Scrope va a morir dentro de un par de minutos. Hay que aclarar que William Scrope no hubiese debido estar cazando ciervos fuera de temporada, y especialmente no el magnífico ejemplar cuyo rastro seguía en aquellos momentos, y por cierto no un magnífico ejemplar de la especie Roja de las Montañas del Carnero, que es una especie oficialmente declarada en peligro de extinción, aunque en este preciso instante no corra un peligro de extinción tan grave como el que pesa sobre William Scrope.

El ciervo le llevaba cierta ventaja, y avanzaba a través de los helechos haciendo tanto ruido que hasta un ciego hubiese podido seguirlo.

Scrope iba tras él.

La neblina todavía flotaba alrededor de las piedras, no como cortina sino formando largas franjas deshilachadas.

El ciervo llegó al círculo, y se detuvo. Trotó un par de metros adelante y atrás, y luego levantó los ojos hacia Scrope.

Scrope alzó su ballesta.

El ciervo se dio la vuelta y saltó entre las piedras.

A partir de ese momento solo hubo impresiones confusas. La primera fue de…

… distancia. El círculo tenía varios metros de diámetro, por lo que no hubiese debido parecer que de pronto contenía tantísima distancia.

Y la siguiente fue de…

… velocidad. Algo estaba saliendo del círculo, un punto blanco que se volvía cada vez más grande.

Scrope sabía que había apuntado la ballesta. Pero esta le fue arrebatada de las manos cuando la cosa chocó contra él, y luego de pronto solo hubo una sensación de…

… paz.

Y el breve recuerdo del dolor.

William Scrope murió.

William Scrope contempló los helechos aplastados. La razón por la que estaban aplastados era que su cuerpo yacía encima de ellos.

Sus ojos recién fallecidos recorrieron el paisaje.

Para los muertos no existen las ilusiones. Morir es como despertar después de una fiesta estupenda, cuando puedes gozar de uno o dos segundos de inocente libertad antes de acordarte de todas las cosas que hiciste anoche y que tan lógicas e hilarantes al mismo tiempo te parecieron en aquel momento, y entonces te acuerdas de aquello realmente tan asombroso que hiciste con dos globos y la pantalla de una lámpara, aquello que hizo que todo el mundo se tronchara de risa, y de pronto te das cuenta de que hoy tendrás que mirar a los ojos a un montón de personas y ahora estás sobrio y ellas también lo están, pero todos os acordáis.

—Oh —dijo.

El paisaje fluía alrededor de las piedras. Todo era tan obvio ahora, cuando lo veías desde fuera…

Obvio. Nada de paredes, solo puertas. Nada de bordes, solo esquinas…

—WILLIAM SCROPE.

—¿Sí?

—¿TENDRÍAS LA BONDAD DE VENIR HACIA AQUÍ?

—¿Eres un cazador?

—ME GUSTA PENSAR QUE VOY POR EL MUNDO RECOGIENDO SABROSAS MENUDENCIAS.

La Muerte sonrió esperanzadamente. El entrecejo posfísico de Scrope se frunció.

—¿Qué? ¿Te refieres a… jerez, galletitas… esa clase de cosas?

La Muerte suspiró. La gente no sabía apreciar las metáforas. A veces tenía la sensación de que nadie se lo tomaba en serio.

—NO, LO QUE QUIERO DECIR ES QUE ME LLEVO LAS VIDAS DE LAS PERSONAS —dijo con leve irritación.

—¿Adonde?

—ESO TENDREMOS QUE VERLO, ¿VERDAD?

William Scrope ya se estaba desvaneciendo entre la neblina.

—Esa cosa que acabó conmigo…

—¿Sí?

—¡Creía que se habían extinguido!

—NO. SOLO SE HABÍAN IDO.

—¿Adonde?

La Muerte extendió un dígito huesudo.

—AHÍ.

En principio Magrat no había tenido intención de trasladarse al palacio antes de la boda, porque la gente murmuraría. El palacio tenía muchísimas habitaciones y una docena de personas vivía en él, por supuesto, pero aun así Magrat estaría bajo el mismo techo que su futuro esposo, y bastaba con eso. De hecho, incluso sobraba.

Eso había sido antes. Ahora le hervía la sangre. Que murmuraran. Magrat ya tenía bastante claro quiénes serían las personas que murmurarían, y además sabía que esas personas eran unas auténticas brujas. Ja, ja. Pues que murmuraran todo lo que quisieran.

Se levantó temprano y recogió sus posesiones, que no eran muchas. La cabaña no era exactamente suya, y la mayor parte del mobiliario pertenecía a la misma. Las brujas iban y venían, pero las cabañas de las brujas seguían existiendo, habitualmente con el mismo tejado que habían tenido al iniciar su existencia.

Pero aun así Magrat era propietaria de un juego de cuchillos mágicos, los cordoncillos místicos de colores, el surtido de griales y crisoles, y una caja llena de anillos, collares y brazaletes cargados con los símbolos herméticos de una docena de religiones. Metió todo eso en un saco.

Y luego estaban los libros. La Abuela Whemper había sido una especie de ratón de biblioteca entre las brujas. Había casi una docena. Magrat se lo pensó un buen rato, y finalmente dejó que se quedaran en los estantes.

También estaba el sombrero puntiagudo reglamentario. De todas maneras nunca le había gustado, y siempre había evitado ponérselo. Al saco con él.

Recorrió la habitación con una rápida mirada hasta que vio el pequeño caldero colgado en el rincón de la chimenea. Sí, serviría. Al saco con él, y después atar el cuello con un trozo de cordel.

De camino hacia el palacio, pasó por el puente que atravesaba la Garganta de Lancre y tiró el saco al río.

El saco se meció por unos instantes en la caudalosa corriente, y luego se hundió.

Magrat había albergado la secreta esperanza de que habría una estela de burbujas multicolores, o al menos un siseo. Pero el saco se limitó a hundirse. Como si después de todo no fuera nada demasiado importante.

Otro mundo, otro castillo.

El elfo cruzó al galope el foso helado, cabalgando entre las nubes de vapor que rezumaban de su negro caballo y de lo que se había echado al cuello.

Galopó escaleras arriba y entró en la sala, donde la reina estaba sentada entre sus sueños…

—¡Milord Lankin!

—¡Un ciervo!

El ciervo aún vivía. Los elfos sabían cómo mantenerte con vida, a menudo durante semanas.

—¿Salió del círculo?

—¡Sí, mi señora!

—Se está debilitando. ¿No te lo había dicho?

—¿Cuánto falta? ¿Cuánto?

—Pronto. Pronto. ¿Qué cruzó al otro lado?

El elfo intentó rehuir su mirada.

—Vuestra… mascota, mi señora.

—Sin duda no irá muy lejos. —La reina rió—. Y sin duda lo pasará en grande…

Al amanecer llovió un poco.

No hay nada más desagradable de atravesar que un montón de helechos mojados que te llegan al hombro. Bueno, sí lo hay. Hay incontables cosas que resultan más desagradables de atravesar, sobre todo si te llegan al hombro. Pero allí y en aquel momento, pensó Tata Ogg, costaba pensar en más de una o dos.

No habían aterrizado dentro de los Danzarines, por supuesto. Incluso los pájaros optaban por dar un rodeo antes que atravesar aquel espacio aéreo. Las arañas migratorias suspendidas de hebras tenues como gasas suspendidas a una legua por encima del suelo describían una curva a su alrededor. Las nubes se partían en dos y fluían en torno a él.

La niebla flotaba alrededor de las piedras. Niebla húmeda, pegajosa.

Tata golpeó con su hoz los helechos que intentaban pegarse a su cuerpo.

—¿Estás ahí, Esme? —murmuró.

La cabeza de Yaya Ceravieja surgió de un macizo de helechos a un par de metros de distancia.

—Han estado ocurriendo cosas —dijo con tono frío y decidido.

—¿Como cuáles?

—La vegetación y todos los helechos que crecen alrededor de las piedras están pisoteados. Supongo que alguien ha estado bailando.

Tata Ogg se puso tan seria como un físico nuclear al que acabaran de decirle que alguien estaba golpeando un trozo de uranio subcrítico con otro para entrar en calor.

—Nunca se atreverían a hacerlo —dijo finalmente.

—Lo han hecho. Y hay otra cosa…

Costaba imaginar qué otra cosa podía haber, pero aun así Tata Ogg dijo «¿Sí?».

—Mataron a alguien ahí arriba.

—Oh, no —gimió Tata Ogg—. No dentro del círculo, ¿verdad?

—No. No seas boba, Gytha. Fuera del círculo. Un hombre alto. Tenía una pierna más larga que la otra. Y barba. Probablemente era un cazador.

—¿Cómo has averiguado todo eso?

—Me bastó con pisarlo.

El sol asomó entre las neblinas.

Los primeros rayos de sol ya acariciaban las viejas piedras de la Universidad Invisible, el principal colegio de magia del Mundodisco, a quinientas millas de allí.

Aunque no muchos magos se habían enterado de ello, claro.

Para la mayoría de los magos de la Universidad Invisible, su almuerzo era la primera comida del día. Los magos, en general y mayormente, no eran el tipo de persona que desayuna. El archicanciller y el Bibliotecario eran los dos únicos que sabían qué aspecto tenía el amanecer visto de frente, y tendían a disponer de todo el campus para ellos solos durante varias horas.

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