Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—¿Dulces?

—Supongo que ya habrás comprado otra bolsa, ¿verdad? —dijo Yaya sin volver la cabeza.

—Esme…

—¿Tienes algo que decir, Gytha? ¿Acerca de una bolsa de caramelos, quizá?

Yaya Ceravieja aún no se había vuelto.

Tata se miró las botas.

—No, Esme.

—Sabía que irías a ver al Hombre Largo, ¿sabes? ¿Cómo conseguiste entrar?

—Utilicé una de las herraduras especiales.

Yaya asintió.

—No tendrías que haberlo metido en esto, Gytha.

—Sí, Esme.

—Es tan astuto y retorcido como ella.

—Sí, Esme.

—Y ahora estás recurriendo a la mansedumbre preventiva, ¿no?

—Sí, Esme.

Siguieron andando.

—¿Qué era esa danza que bailaron tu Jason y sus hombres cuando se emborracharon? —preguntó Yaya.

—Es la Danza del Palo y el Cubo de Lancre, Esme.

—Supongo que será legal, ¿no?

—Técnicamente hablando, no debe interpretarse cuando hay mujeres presentes —dijo Tata—. En ese caso se la considera acoso sexual danzado.

—Y además tuve la impresión de que Magrat se quedó bastante sorprendida cuando recitaste ese poema durante la recepción.

—¿Poema?

—Ese en el que hiciste todos aquellos gestos.

—Oh, ese poema.

—Vi cómo Verence tomaba notas en su servilleta.

Tata volvió a meter la mano en las insondables profundidades de su ropa y extrajo una botella de champán para la que hubieses jurado que no había espacio suficiente.

—Pero se la veía muy contenta, cuidado —dijo—. Allí, con medio vestido destrozado y la cota de malla por debajo. Eh, ¿sabes qué me contó?

—¿Qué te contó?

—¿Has visto ese viejo cuadro de la reina Ynci? Ya sabes, la del corpiño de hierro y aquel carro de guerra todo erizado de pinchos y cuchillos. Bueno, pues me dijo que estaba segura de que el… el espíritu de Ynci la había ayudado. Dijo que en cuanto se puso la armadura, empezó a hacer cosas que antes nunca se hubiese atrevido a hacer.

—Mira tú por dónde —dijo Yaya, sin parecer demasiado interesada.

—Qué raro es el mundo —convino Tata.

Siguieron andando en silencio.

—Así que no le dijiste que la reina Ynci nunca había existido, ¿eh?

—¿Para qué se lo iba a decir?

—El viejo rey Lully se la inventó porque pensaba que nos hacía falta un poco de historia romántica. Y en cuanto hubo empezado, se lo tomó tan en serio que incluso hizo fabricar la armadura.

—Lo sé. El esposo de mi bisabuela la hizo a partir de una bañera de estaño y un par de sartenes.

—Pero ¿no pensaste que debías decírselo?

—No.

Yaya asintió.

—Qué curioso —dijo—. Magrat siempre es la misma incluso cuando es completamente distinta.

Tata Ogg sacó una cuchara de madera de algún lugar de su delantal. Después se quitó el sombrero y bajó de él con mucho cuidado un cuenco de crema, gelatina y canela que había escondido allí.[39]

—Uh. No entiendo por qué siempre andas robando comida —dijo Yaya—. Verence te daría una bañera llena si se lo pidieras. Ya sabes que él nunca toca la crema.

—Es más divertido de esta manera —dijo Tata—. Me merezco un poco de diversión.

Los espesos matorrales crujieron y el unicornio salió de ellos.

Estaba furioso. Se hallaba en un mundo al que no pertenecía. Y estaba siendo conducido.

Rascó el suelo con los cascos a cien metros de ellas, y bajó su cuerno.

—Ooops —dijo Tata, dejando caer su merecido postre—. Vamos. Ahí hay un árbol, vamos.

Yaya Ceravieja meneó la cabeza.

—No. Esta vez no voy a correr. Antes no pudo conmigo y ahora lo está intentando a través de un animal.

—¿Has visto el tamaño del cuerno que tiene esa cosa?

—Lo veo perfectamente —dijo Yaya sin inmutarse.

El unicornio bajó la cabeza y cargó. Tata Ogg llegó al árbol más próximo que tenía ramas bajas y saltó hacia arriba…

Yaya Ceravieja se cruzó de brazos.

—¡Vamos, Esme!

—No. Antes no podía pensar con claridad, pero ahora sí. Hay ciertas cosas de las que no tengo por qué huir.

La forma blanca se precipitó como una bala por la avenida de árboles, quinientos kilos de músculo detrás de treinta centímetros de cuerno reluciente. Nubes de vapor se arremolinaban detrás de ella.

—¡Esme!

El tiempo del círculo estaba llegando a su fin. Además, ahora ya sabía por qué le había parecido que se le estaba descosiendo la mente, y eso también ayudaba. Ya no podía oír los pensamientos fantasmales de las otras Esmes Ceravieja.

Algunas quizá vivían en un mundo gobernado por elfos.

O habían muerto hacía mucho tiempo. O estaban viviendo lo que ellas consideraban existencias felices. Yaya Ceravieja rara vez deseaba nada, porque el desear era de cursis sentimentales, pero en aquel momento lamentó no haber podido llegar a conocerlas.

Algunas quizá iban a morir ahora, aquí en este sendero. Todo lo que hacías significaba que un millón de copias de ti hacían otra cosa. Algunas morirían. Yaya había percibido sus muertes futuras… las muertes de Esme Ceravieja. Y no podía salvarlas, porque el azar no funcionaba así.

En un millón de laderas la muchacha corrió, en un millón de puentes la muchacha escogió, en un millón de senderos la mujer esperó sin moverse…

Todas diferentes, todas la misma.

Lo único que podía hacer por todas ellas era ser ella misma, aquí y ahora, con todas sus fuerzas.

Extendió una mano.

El unicornio estaba a unos metros de ella cuando chocó contra un muro invisible. Sus patas danzaron locamente mientras trataba de recomponerse, el cuerpo contorsionado por el dolor, y resbalaba el resto del trayecto hasta los pies de Yaya deslizándose sobre su espalda.

—Gytha —dijo Yaya, mientras la criatura trataba de incorporarse—, ahora te quitarás las medias, las anudarás haciendo una brida y me las pasarás con cuidado.

—Esme…

—¿Qué?

—No llevo medias, Esme.

—¿Qué ha sido de aquel precioso par rojo y blanco que te regalé la Noche de la Vigilia de los Puercos? Las hice yo misma. Ya sabes cómo odio hacer punto.

—Bueno, hace una noche bastante cálida. Ya sabes que me gusta dejar que el aire circule.

—Los talones me costaron lo suyo.

—Lo siento, Esme.

—Bueno, ¿tendrías la bondad de ir corriendo a mi casa y traerme todo lo que hay en el fondo de la cómoda?

—Sí, Esme.

—Pero antes pasa por casa de vuestro Jason y dile que empiece a calentar la fragua.

Tata Ogg contempló al unicornio que luchaba y se debatía. Parecía haberse quedado atascado, aterrorizado por Yaya y totalmente incapaz de escapar.

—Oh, Esme, no pensarás pedirle a nuestro Jason que…

—No voy a pedirle que haga nada. Y tampoco te estoy pidiendo nada a ti.

Yaya Ceravieja se quitó el sombrero y lo arrojó a los arbustos. Después, sin apartar los ojos del animal, se llevó las manos al moño gris acero de su cabello y extrajo unas cuantas horquillas cruciales.

El moño se desenroscó como una serpiente hecha de finos cabellos, que cayeron hasta la cintura de Yaya en cuanto esta sacudió la cabeza un par de veces.

Tata contempló con paralizada fascinación cómo Yaya volvía a alzar la mano y se arrancaba un pelo de raíz.

Las manos de Yaya Ceravieja describieron un complicado movimiento en el aire mientras hacía un lazo con algo que era casi demasiado delgado para ser visto. Ignorando el cuerno que no paraba de moverse, lo pasó por el cuello del unicornio. Luego tiró.

Debatiéndose, sus cascos sin herrar levantando grandes pellas de barro, el unicornio se incorporó.

—Eso no aguantará —dijo Tata, deslizándose alrededor del árbol.

—Podría retenerlo con una telaraña, Gytha Ogg. Con una telaraña, ¿me oyes? Y ahora ve a ocuparte de tus asuntos.

—Sí, Esme.

El unicornio echó la cabeza hacia atrás y chilló.

Medio pueblo estaba esperando cuando Yaya llevó la bestia a Lancre, los cascos patinando sobre los adoquines, porque cuando le dices algo a Tata Ogg se lo dices a todo el mundo.

La bestia danzaba al extremo de aquella brida imposiblemente delgada, soltando coces a los incautos pero sin llegar a liberarse.

Jason Ogg, todavía con sus mejores ropas, esperaba nerviosamente en la puerta de la fragua. El aire hiperrecalentado vibraba sobre la chimenea.

—Señor herrero —dijo Yaya Ceravieja—, tengo un trabajo para ti.

—Ejem —dijo Jason—, eso es un unicornio.

—Correcto.

El unicornio volvió a chillar y dirigió sus enloquecidos ojos rojizos hacia Jason.

—Nadie ha herrado jamás a un unicornio —dijo Jason.

—Considéralo tu gran momento —repuso Yaya Ceravieja.

La multitud se acercó un poco más, tratando de ver y oír al tiempo que se mantenía fuera del alcance de los cascos.

Jason se rascó el mentón con el martillo.

—No sé si…

—Escúchame, Jason Ogg —dijo Yaya, tirando del cabello mientras la criatura daba brincos a su alrededor—, puedes herrar cualquier cosa que te traigan. Y eso tiene un precio, ¿verdad?

Jason lanzó una mirada de pánico a Tata Ogg, quien tuvo el detalle de sentirse un poco incómoda.

—Nunca me ha hablado de ello —dijo Yaya, con su habitual capacidad para leer la expresión de Tata a través de la parte de atrás de su cabeza.

Después se inclinó más hacia Jason, con lo que casi quedó colgada de la bestia que se debatía y pataleaba.

—El precio por ser capaz de herrar cualquier cosa, cualquier cosa que te traigan… es tener que herrar cualquier cosa que te traigan. El precio por ser el mejor siempre es… tener que ser el mejor. Y tú lo pagas, al igual que yo.

Una coz del unicornio arrancó unos centímetros de madera del marco de la puerta.

—Pero hierro… —dijo Jason—. Y clavos…

—¿Sí?

—El hierro lo matará —dijo Jason—. Si le clavo hierro, lo mataré. Matar no forma parte de ello. Yo nunca he matado nada. Pasé toda la noche en vela con esa hormiga, y no sintió absolutamente nada. No le haré daño a un ser vivo que nunca me ha hecho daño.

—¿Has cogido todas esas cosas de mi cómoda, Gytha?

—Sí, Esme.

—Entonces tráelas aquí. Y tú, Jason, mantén caliente esa fragua.

—Pero si le clavo hierro, entonces…

—¿He mencionado el hierro?

El cuerno arrancó una piedra de la pared a un par de palmos de la cabeza de Jason.

—En ese caso tendrá que entrar para que se esté quieto —dijo—. Nunca he herrado a un corcel de ese tamaño sin dos hombres y un chico sujetándolo.

—Hará todo lo que se le diga —prometió Yaya—. No puede llevarme la contraria.

—Asesinó al viejo Scrope —dijo Tata—. No me importaría matarlo.

—Deberías avergonzarte, mujer —la reprendió Yaya—. Es un animal. Los animales no pueden asesinar. Solo nosotras las razas superiores podemos asesinar. Esa es una de las cosas que nos distinguen de los animales. Dame ese saco.

Remolcó al animal a través de las grandes puertas dobles y un par de aldeanos se apresuraron a cerrarlas. Un instante después, un casco abrió un agujero en los tablones.

Ridcully llegó corriendo con su enorme ballesta colgada del hombro.

—¡Me han dicho que el unicornio ha vuelto a aparecer!

Otro tablón quedó hecho astillas.

—¿Está ahí dentro?

Tata asintió.

—Yaya lo ha traído a rastras desde los bosques —dijo.

—¡Pero esa condenada criatura es una fiera salvaje!

Tata Ogg se frotó la nariz.

—Sí, bueno… Pero Yaya está cualificada, ¿no? En lo que se refiere a domar unicornios, quiero decir. No tiene nada que ver con la brujería.

—¿Qué quieres decir?

—Creía que había algunas cosas que todo el mundo sabía acerca de capturar unicornios —dijo Tata con tono seco—. Acerca de quién puede atraparlos, y no sé si entiendes adonde quiero llegar con la máxima delicadeza posible. Esme siempre corrió más que tú. Podía dejar atrás a cualquier hombre.

Ridcully se había quedado boquiabierto.

—Yo, en cambio —dijo Tata—, siempre tropezaba con la primera vieja raíz de árbol que se me cruzaba en el camino. A veces tardaba siglos en encontrar una.

—Estás diciendo que después de que me fui» ella nunca…

—No empieces a hacerte ideas románticas. A nuestra edad una ya no piensa en esas cosas —dijo Tata—. Nunca le habría pasado por la cabeza si no hubieras aparecido de repente. —Una idea asociada pareció ocurrírsele de pronto—. No habrás visto a Casavieja, ¿verdad?

—Hola, mi capullito de rosa —dijo jovialmente una voz esperanzada.

Tata ni siquiera se volvió.

—Siempre apareces allí donde la gente no está mirando —dijo.

—Soy famoso por ello, señora Ogg.

Dentro de la fragua se hizo el silencio. Un instante después oyeron el tap-tap-tap del martillo de Jason.

—¿Qué están haciendo ahí dentro? —preguntó Ridcully.

—Sea lo que sea, el unicornio ha dejado de dar coces —dijo Tata.

—¿Qué había en el saco, señora Ogg?

—Lo que ella me dijo que trajera —contestó Tata—. Su viejo juego de té de plata. Una herencia familiar, ya sabes. Solo lo he visto un par de veces, y una de ellas fue ahora mismo cuando lo metí en el saco. No creo que lo haya usado nunca. La jarrita de la leche tiene forma de vaca humorística.

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