Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—¡Por supuesto que no! —dijo Magrat—. El hermano Perdore de los Prodigioseros del Noveno Día iba a encargarse de oficiar la ceremonia y un elfo lo dejó sin sentido, y de todas maneras la gente está…

—Nada de excusas —dijo Yaya—. Y en todo caso, un mago veterano puede celebrar un servicio si no hay nadie más disponible, ¿verdad?

—Yo, yo, yo creo que sí —dijo Ridcully, que se estaba quedando un poco rezagado en lo concerniente a los acontecimientos mundanos.

—Claro. Un mago no es más que un sacerdote sin un dios y un apretón de manos húmedo —dijo Yaya.

—¡Pero la mitad de los invitados han huido! —dijo Magrat.

—Ya reuniremos a unos cuantos más —dijo Yaya.

—¡La señora Ascórbica nunca tendrá preparado el banquete de bodas a tiempo!

—Tendrás que decirle que se dé prisa —dijo Yaya.

—¡Las doncellas de la novia no están aquí!

—Nosotras ya valemos.

—¡No tengo un vestido!

—¿Qué es eso que llevas puesto?

Magrat bajó la vista hacia la cota de malla manchada, la coraza llena de barro seco y los escasos y húmedos restos de seda blanca que colgaban sobre ellos como un maltrecho tabardo.

—Tampoco está tan mal, ¿no? —dijo Yaya—. Tata se encargará de peinarte.

Magrat levantó las manos instintivamente, se quitó el casco y se alisó el cabello. Trocitos de rama y fragmentos de helecho se le habían incrustado con una complejidad capaz de desafiar a cualquier peine. Su cabello nunca estaba bien durante cinco minutos seguidos ni en las mejores circunstancias, y en aquel momento parecía un nido de pájaros.

—Creo que lo dejaré como está.

Yaya asintió con aprobación.

—Así se habla —dijo—. Lo que importa no es lo que tienes, sino cómo lo tienes. Bueno, en ese caso ya estamos listos.

Tata se inclinó sobre ella y le murmuró algo.

—¿Qué? Oh, sí. ¿Dónde está el novio?

—Está un poco confuso —dijo Magrat.

—Vista la despedida de soltero que le han organizado, no me extraña —dijo Tata.

Hubo que superar ciertas dificultades:

—Necesitamos un padrino.

—Ook.

—Bueno, al menos que le pongan algo de ropa.

La señora Ascórbica la cocinera cruzó sus enormes brazos rosados.

—No se puede hacer —dijo con firmeza.

—Había pensado que quizá bastaría con ensalada y quiche y alguna cosita ligera… —repuso Magrat en tono implorante.

La peluda barbilla de la cocinera hendió el aire.

—Esos elfos han puesto la cocina patas arriba —dijo—. Tardaré días en ordenarla. Además, todo el mundo sabe que las verduras crudas son malas para la salud, y nunca he aguantado esos pasteles de huevo.

Magrat lanzó una mirada suplicante a Tata Ogg. Yaya Cera-vieja había ido a dar un paseo por los jardines, donde estaba tratando de superar cierta tendencia a meter las narices en las flores.

—Esto no tiene nada que ver conmigo —dijo Tata—. No es mi cocina, querida.

—No; es mi cocina. Llevo años cocinando para este castillo —dijo la señora Ascórbica—, y sé cómo hacer las cosas, y no permitiré que una mocosa me dé órdenes en mi propia cocina.

Magrat se desinfló. Tata le dio una palmadita en el hombro.

—Llegados a este punto, puede que necesites esto —dijo, y le entregó el casco alado.

—El rey siempre se ha mostrado muy satisfecho de… —comenzó la señora Ascórbica.

Hubo un chasquido. Los ojos de la señora Ascórbica se deslizaron a lo largo de la ballesta hasta encontrarse con la mirada impasible de Magrat.

—Adelante —dijo dulcemente la reina de Lancre—. Hazme una quiche y alégrame el día.

Verence, en camisa de dormir, estaba sentado con la cabeza apoyada en las manos. No recordaba casi nada de la noche, excepto una sensación de frialdad. Y nadie parecía dispuesto a contarle lo ocurrido.

La puerta se abrió con un leve crujido.

Verence levantó la vista.

—Me alegro de ver que ya estás despierto y levantado —dijo Yaya Ceravieja—. Vengo para ayudarte a vestirte.

—He mirado dentro del armario —dijo Verence—. Los elfos… Fueron ellos, ¿verdad? Bueno, pues lo han destrozado todo. No hay nada que pueda ponerme.

Yaya recorrió la habitación con la mirada. Luego fue hacia un arcón y lo abrió. Hubo un suave tintineo de campanillas, y un destello de rojo y amarillo.

—Estaba segura de que no las habías tirado —dijo—. Y no has engordado ni un gramo, así que todavía te cabrán. Adelante con la farándula. Magrat te lo agradecerá.

—Oh, no —dijo Verence—. He decidido mostrarme muy firme en lo que respecta a eso. Ahora soy rey. Para Magrat sería degradante casarse con un bufón. Tengo una posición que mantener, por el bien del reino. Además, existe algo llamado orgullo.

Yaya lo miró en silencio durante tanto rato que Verence empezó a removerse nerviosamente.

—Bueno, el caso es que existe —dijo.

Yaya asintió y fue hacia la puerta.

—¿Por qué te vas? —preguntó Verence nerviosamente.

—No me voy —dijo Yaya sin levantar la voz—. Solo iba a cerrar la puerta.

Y luego estuvo el incidente con la corona.

Ceremonias y protocolos del reino de Lañare fue encontrado finalmente después de un apresurado registro del dormitorio de Verence. El manual no podía mostrarse más claro acerca del procedimiento. La nueva reina era coronada por el rey como parte de la ceremonia. Eso no resultaba técnicamente muy difícil para ningún rey que supiera qué extremo de la reina era cuál, algo que incluso el rey más memo lograba averiguar al segundo intento.

Pero Ponder Stibbons tuvo la impresión de que el ritual chirriaba un poco en cuanto se hubo llegado a ese punto.

Pareció, de hecho, que justo cuando se disponía a poner la corona sobre la cabeza de la prometida el rey volvía la mirada hacia el extremo de la sala donde se encontraba la bruja flaca y vieja. Y prácticamente todos los demás también volvieron la mirada en esa dirección, la novia incluida.

La vieja bruja asintió de manera casi imperceptible.

Magrat fue coronada.

Y larín, larán, larero, etcétera.

El novio y la novia estaban de pie el uno al lado del otro, estrechando las manos de la larga hilera de invitados de esa manera un tanto perpleja que resulta normal una vez se ha llegado a esa fase de la ceremonia.

—Estoy seguro de que serán muy felices…

—Gracias.

—¡Ook!

—Gracias.

—¡Clávelo al mostrador, lord Ferguson, y malditos sean esos ladrones de quesos!

—Gracias.

—¿Puedo besar a la novia?

Verence creyó que el aire acababa de dirigirle la palabra. Miró hacia abajo.

—Oh, disculpe —dijo—. ¿Usted es…?

—Mi tarjeta —dijo Casavieja.

Verence la leyó y enarcó las cejas.

—Ah —dijo—. Uh. Hum. Bueno, bueno, bueno. Así que el número dos, ¿eh?

—Pero todavía no me he dado por vencido —dijo Casavieja.

Verence miró alrededor sintiéndose bastante culpable, y luego se inclinó hasta que su boca quedó a la altura de la oreja del enano.

—¿Podríamos hablar en privado dentro de un rato?

La Cuadrilla de Bailes Tradicionales de Lancre volvió a reunirse por primera vez en la recepción. Sus integrantes descubrieron que les resultaba bastante difícil mantener una conversación. Algunos de ellos iban saltando distraídamente de un lado a otro mientras hablaban.

—Veamos —dijo Jason—, ¿alguien se acuerda? ¿Alguno de vosotros realmente se acuerda de lo ocurrido?

—Yo me acuerdo del comienzo —dijo Sastre, el otro tejedor—. Sí, recuerdo el comienzo. Y el bailar en los bosques. Pero el Entretenimiento…

—Había elfos —dijo Calderero el calderero.

—Por eso todo acabó liándose de aquella manera —dijo Techador el carretero—. Y también recuerdo que todo el mundo gritaba mucho.

—Había alguien con cuernos —dijo Carretero—, y además tenía un… eh… un… Bueno, el caso es que lo tenía realmente descomunal.

—Todo fue una especie de sueño —dijo Jason.

—Eh, Carretero, mira eso —dijo Tejedor, guiñando el ojo a los demás—. Ahí está ese mono. Tienes que preguntarle algo, ¿verdad?

Carretero parpadeó.

—Caramba, pues sí —dijo.

—Yo de ti no desperdiciaría una oportunidad como esta —dijo Tejedor, con la alegre malicia que los listos suelen endilgar a los simples.

El Bibliotecario estaba charlando con Ponder y el tesorero, y se volvió cuando Carretero lo tocó con el dedo.

—Así que has estado en Tajada, ¿verdad? —dijo con su alegre franqueza habitual.

El Bibliotecario le dirigió una mirada de educada incomprensión.

—¿Oook?

Carretero puso cara de perplejidad.

—Ahí es donde pones tu nuez, ¿verdad?

El Bibliotecario volvió a mirarlo como si no entendiera nada, y meneó la cabeza.

—Oook.

—¡Tejedor! —gritó Carretero—. ¡El mono dice que no ha puesto su nuez allí donde no brilla el sol! ¡Y tú dijiste que lo había hecho! Lo dijiste, ¿verdad? Él ha dicho que tú lo hiciste. —Se volvió hacia el Bibliotecario—. Pues no lo hizo, Tejedor. Ya sabía yo que lo habías entendido todo al revés. Mira que eres tonto. En Tajada no hay monos.

El silencio fluyó hacia fuera a partir de ambos.

Ponder Stibbons contuvo la respiración.

—Qué fiesta tan bonita —le dijo el tesorero a una silla—. Me encantaría estar aquí.

El Bibliotecario cogió una gran botella de la mesa. Le dio una palmadita en el hombro a Carretero. Después le sirvió una generosa ración de bebida y le dio una palmadita en la cabeza.

Ponder se relajó y volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo. Había atado un cuchillo a un trozo de cordel, y contemplaba con expresión lúgubre cómo giraba y giraba.

Cuando volvía a casa aquella noche, Tejedor cayó en manos de un misterioso asaltante que lo arrojó al Lancre. Nadie llegó a saber nunca por qué. No te metas en los asuntos de los magos, especialmente de los simiescos. No son demasiado sutiles.

Otras personas también volvieron a casa aquella noche.

—Ahora se creerá que es alguien, y a saber qué tonterías se le ocurrirá hacer —dijo Yaya Ceravieja, mientras las dos brujas andaban tranquilamente por el aire impregnado de fragancias.

—Es una reina. Eso es estar bastante arriba —dijo Tata—. Casi tanto como las brujas.

—Sí… bueno… pero no tienes por qué darte aires de grandeza —repuso Yaya Ceravieja—. Contamos con ciertas ventajas, sí. Pero actuamos con modestia y no Vamos Presumiendo Por Ahí. Nadie puede decir que yo no haya sido decentemente modesta durante toda mi vida.

—Yo siempre he dicho que tú eres una tímida violeta —comentó Tata Ogg—. Es lo que le digo siempre a la gente: si andáis buscando humildad, no encontraréis a nadie más humilde que Esme Ceravieja.

—Nunca me he metido con nadie y siempre me he ocupado de mis propios asuntos…

—Como que muchas veces ni siquiera me he dado cuenta de que andabas por ahí —dijo Tata Ogg.

—Estaba hablando yo, Gytha.

—Perdona.

Siguieron andando en silencio durante un rato. La noche era cálida y seca. Los pájaros cantaban en los árboles.

—Resulta extraño, ¿verdad? —dijo Tata—. Pensar que ahora Magrat está casada y todo lo demás…

—¿Qué quieres decir con «y todo lo demás»?

—Bueno, ya sabes… Se ha casado, ¿no? —dijo Tata—. Le di unos cuantos consejos. Siempre hay que llevar algo puesto en la cama. Eso mantiene interesado al hombre.

—Tú siempre llevabas tu sombrero.

—Exacto.

Tata agitó una salchicha pinchada en un palillo. Siempre había creído que había que hacer acopio de toda la comida gratis disponible.

—Y el banquete de bodas me ha parecido excelente, ¿verdad? Y Magrat estaba radiante.

—Pues a mí me pareció que estaba bastante roja y acalorada.

—Si eres una novia, eso se llama estar radiante.

—En una cosa sí que tienes razón —dijo Yaya Ceravieja, que se había adelantado un poco—. La cena no ha estado nada mal. Nunca había probado eso de la Opción Vegetariana.

—Cuando me casé con el señor Ogg, en nuestro banquete de bodas tuvimos tres docenas de ostras. No todas funcionaron, eso sí.

—Y me ha gustado mucho la manera en que nos dieron un trocito del pastel de bodas metido en una bolsita —dijo Yaya.

—Claro. Ya sabes lo que dicen, ¿no? Si pones un poquito del pastel de bodas debajo de tu almohada, sueñas con tu futuro espo… —La lengua de Tata Ogg tropezó consigo misma. Se detuvo, sintiéndose avergonzada, lo cual era insólito en una Ogg.

—No te preocupes —dijo Yaya—. No me importa.

—Lo siento, Esme.

—Todo ocurre en algún lugar. Lo sé. Lo sé. Todo ocurre en algún lugar. Así que al final tanto da, ¿verdad?

—Qué manera de pensar tan continuinutista, Esme.

—Lo del pastel ha sido todo un detalle —dijo Yaya—, pero… en este momento… y no sé por qué… lo que realmente me apetecería ahora, Gytha, sería… un dulce.

La última palabra quedó suspendida en el aire nocturno como el eco de un disparo.

Tata se detuvo. Su mano voló a su bolsillo, donde residía la habitual bolsa de caramelos hervidos recubiertos de pelusas. Clavó los ojos en la nuca de Yaya Ceravieja y el apretado moño de grises cabellos que asomaba por debajo del ala del sombrero puntiagudo.

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