Eran piedras bastante insólitas, se fijó Ponder: muy duras, y había algo en su apariencia que sugería que una vez, hacía mucho tiempo, habían sido derretidas y enfriadas.
Jason Ogg lo encontró sumido en profundas reflexiones junto a una de ellas. Ponder sostenía un trozo de cordel del que hubiese debido colgar un clavo. Pero, en vez de colgar del cordel, el clavo formaba un ángulo casi recto con este, y lo tensaba como si estuviera haciendo un desesperado esfuerzo por alcanzar la piedra. El cordel vibraba. Ponder lo miraba como hipnotizado por él.
Jason titubeó. Rara vez se encontraba con magos, y no estaba muy seguro de cómo debías tratarlos.
—Chupa —oyó decir al mago—. Pero ¿por qué chupa?
Jason no dijo nada.
Oyó a Ponder decir:
—Quizá hay hierro y… ¿y hierro que ama al hierro? ¿O hierro masculino y hierro femenino? ¿O hierro plebeyo y hierro real? ¿Habrá algún hierro que contenga algo más? ¿Cierto hierro crea un peso en el mundo y el otro hierro cae rodando por la lámina de goma?
El tesorero y el Bibliotecario se reunieron con él y contemplaron el clavo suspendido en el aire.
—¡Maldición! —dijo Ponder y soltó el clavo. Este hizo plink al chocar con la piedra.
Se volvió hacia los demás con la expresión atormentada de un hombre que debe desmantelar la inmensa maquinaria zumbante del Universo y únicamente cuenta con un clip doblado para hacerlo.
—¡Hola, señor Rayito de Sol! —dijo el tesorero, que se sentía casi animado con todo aquel aire fresco y la ausencia de gritos.
—¡Piedras! ¿Por qué estoy perdiendo el tiempo con unos trozos de roca? ¿Cuándo le han dicho algo a alguien? —dijo Ponder—. Sabe, señor, a veces pienso que hay un gran océano de verdad ahí fuera y yo me limito a estar sentado en la playa jugando con… con piedras. —Le dio una patada a la piedra—. Pero algún día encontraremos una manera de navegar por ese océano —dijo. Suspiró—. Bien, vamos. Supongo que más vale que bajemos al castillo.
El Bibliotecario vio cómo se unían al cortejo de hombres cansados que bajaban tambaleándose hacia el valle.
Después tiró del clavo unas cuantas veces, y contempló cómo volvía volando a la piedra.
—Oook.
Alzó la mirada para encontrarse con los ojos de Jason Ogg.
Y para sorpresa de este, el orangután le guiñó un ojo.
A veces, si te fijas mucho en los guijarros descubres algunas cosas acerca del océano.
El reloj hacía tictac.
En la fría penumbra matutina de la cabaña de Yaya Ceravieja, Tata Ogg abrió la caja.
En Lancre todos sabían de la misteriosa caja de Esme Cera-vieja. Se rumoreaba que contenía libros de hechizos, un pequeño universo privado, curas para todas las enfermedades, los títulos de propiedad de tierras perdidas y varias toneladas de oro, lo que no estaba nada mal para una caja que medía un palmo de largo. Ni siquiera a Tata Ogg se le había hablado nunca de su contenido, aparte del testamento.
Se sintió un poco decepcionada pero no sorprendida cuando descubrió que la caja solo contenía un par de sobres, un fajo de cartas, y un surtido bastante revuelto de objetos comunes en el fondo.
Sacó los papeles. El primer sobre iba dirigido a ella, con la leyenda: Para Gytha Ogge, Lee Esto AHORA.
El segundo era un poco más pequeño y rezaba: El Testamento de Esmerelda Ceravieja, Muerta la Víspera del Solsticio de Verano.
Y también había un fajo de cartas atadas con un trozo de cordel. Eran muy viejas, y pequeños fragmentos de papel amarillento se desprendieron de ellas cuando Magrat las sacó de la caja.
—Son cartas dirigidas a ella —dijo.
—No veo nada de raro en eso —dijo Tata—. Cualquiera puede recibir cartas.
—Y en el fondo hay un montón de cosas —dijo Magrat—. Parecen guijarros.
Cogió uno y se lo enseñó.
—Este tiene una de esas cosas fósiles que se enroscan tan graciosamente —dijo—. Y esto… parece aquella roca roja de la que hicieron los Danzarines. Tiene pegada una aguja. Qué extraño.
—Esme siempre prestaba atención a los pequeños detalles. Siempre intentaba ver dentro de la cosa real.
Las dos guardaron silencio, y el silencio se estiró alrededor de ellas y llenó la cocina, para ser cortado en delicadas rebanaditas por el suave tictac del reloj.
—Nunca pensé que llegaríamos a hacer esto —dijo Magrat, pasado un rato—. Nunca pensé que leeríamos su testamento. Pensaba que seguiría aquí por siempre.
—Bueno, así es la vida —dijo Tata—. Tempus fuggit.
—¿Tata?
—¿Sí, cariño?
—No lo entiendo. Era tu amiga, pero no pareces… bueno… afectada.
—Bueno, he enterrado a unos cuantos esposos y a un par de críos. Al final le vas cogiendo el tranquillo. Y de todas maneras, si no hubiese ido a un sitio mejor seguro que ahora estaría tomando medidas para mejorarlo.
—¿Tata?
—¿Sí, cariño?
—¿Sabías algo acerca de la carta?
—¿Qué carta?
—La carta a Verence.
—No sé nada de ninguna carta a Verence.
—Tuvo que recibirla semanas antes de que regresáramos. Yaya tuvo que enviarla cuando ni siquiera habíamos llegado a Ankh-Morpork.
Tata Ogg estaba poniendo cara, o eso le pareció a Magrat, de que realmente no entendía nada.
—Oh, demonios —dijo Magrat—. Me refiero a esta carta.
La sacó de su coraza.
—¿Ves?
Tata Ogg leyó en voz alta:
—«Querida alteza, Esta misiva es para informarte de que Magrate Ajostiernos retornará a Lancre el o alrededor del Martes del Cerdo Ciego. Es una Polluela Mojada pero es limpia y tiene Buenos Dientes. Si quieres casarte con ella, empieza a hacer los preparativos sin tardanza, porque si te limitas a declararte y similares entonces Magrat te Traerá de Cabeza, porque no hay nadie como ella para hacerse un lío con su propia vida. No Sabe lo que Quiere. Tú eres Rey y puedes hacer lo que te dé la gana. Tienes que Darle Un Empujón y presentárselo Todo Hecho. PS. He oído decir que se está hablando de hacer pagar impuestos a las brujas, ningún rey de Lancre lo ha intentado en muchos Años, y harías bien siguiendo su ejemplo. Tuya en buena salud, por el momento. UNA AMIGA (SRA).»
El tictac del reloj dio unas cuantas puntadas más en la manta del silencio.
Tata Ogg se volvió hacia él.
—¡Lo preparó todo! —dijo—. Ya sabes cómo es Verence. Quiero decir que, bueno, no se puede decir que intentara disimular quién era, ¿verdad? Y yo volví y me encontré con que ya se había ocupado de todo…
—¿Qué habrías hecho si no se hubiese ocupado de nada? —preguntó Tata.
Por un momento Magrat no supo qué responder.
—Bueno, yo… Quiero decir que si él hubiera… entonces yo…
—¿Crees que te irías a casar hoy? —dijo Tata con tono distante, como si estuviera pensando en otra cosa.
—Bueno, eso depende…
—Quieres casarte, ¿no?
—Bueno, sí, por supuesto, pero…
—Entonces perfecto —dijo Tata, en lo que Magrat llamaba su voz de parvulario.
—Sí, pero ella me hizo a un lado y me encerró en el castillo y me enfadé tanto que…
—Estabas tan furiosa que le plantaste cara a la reina. Llegaste a ponerle las manos encima —dijo Tata—. Bien hecho. La Magrat de antes nunca hubiera hecho eso, ¿verdad? Esme siempre supo ver lo que había realmente. Y ahora sé buena, ¿quieres?
Sal por la puerta de atrás y echa una mirada al montón de la leña.
—¡Pero yo la odiaba y la odiaba y ahora está muerta!
—Sí, querida. Y ahora ve y cuéntale a Tata cómo está la leña.
Magrat abrió la boca para dar forma a las palabras «Da la casualidad de que casi soy reina», pero decidió no hacerlo. Lo que hizo fue salir fuera graciosamente y contemplar el montón de troncos.
—Está bastante alto —dijo, volviendo a entrar y sonándose la nariz—. Y parece que acabaran de reponerlo.
—Y ayer le dio cuerda al reloj —dijo Tata—. Y la lata del té está medio llena, acabo de mirarlo.
—¿Y bien?
—Yaya no estaba segura —dijo Tata—. Hmmm.
Abrió el sobre dirigido a ella. Era más grande y menos abultado que el del testamento, y dentro solo había un trozo de tarjeta.
Tata la leyó y la dejó caer encima de la mesa.
—Vamos —dijo—. ¡No disponemos de mucho tiempo!
—¿Qué ocurre?
—¡Y coge el cuenco del azúcar!
Tata abrió la puerta de un manotazo y corrió hacia su escoba.
—¡Venga, venga!
Magrat cogió la tarjeta. La letra era familiar. Ya la había visto en varias ocasiones, cuando iba a ver a Yaya Ceravieja sin haber avisado antes.
Decía: NO ESTOI MUERTA.
—¡Alto! ¿Quién va?
—¿Qué estás haciendo de guardia con el brazo en cabestrillo, Shawn?
—El deber me llama, mamá.
—Bueno, déjanos entrar ahora mismo.
—¿Eres Amiga o Enemiga, mamá?
—Shawn, la casi-reina Magrat está aquí conmigo, ¿de acuerdo?
—Sí, pero tenéis que…
—¡Ahora mismo!
—¡Oooooooh, mamá!
Magrat intentó no perder de vista a Tata mientas esta correteaba por el castillo.
—El mago tenía razón. Estaba muerta, sabes. No te culpo por haberte hecho esperanzas, pero sé cuándo la gente está muerta.
—No, no lo sabes. Recuerdo que hace unos años viniste corriendo a mi casa hecha un mar de lágrimas, y luego resultó que Yaya solo había salido de Préstamo. Entonces fue cuando empezó a usar el cartel.
—Pero…
—Yaya no estaba segura de lo que iba a ocurrir —dijo Tata—. Con eso me basta.
—Tata…
—No se sabe hasta que no se mira —dijo Tata Ogg, exponiendo su Principio de la Incertidumbre particular.
Tata abrió de una patada las puertas de la Gran Sala.
—¿Qué es todo esto?
Ridcully se levantó de su asiento con aspecto un poco avergonzado.
—Bueno, no me parecía correcto dejarla sola y…
—Oh cielos, oh cielos —dijo Tata, contemplando el solemne cuadro—. Velas y lirios. Apuesto a que los has cogido del jardín con tus propias manos, ¿eh? ¡Y luego vas y la encierras entre cuatro paredes!
—Bueno…
—¡Y a nadie se le ha ocurrido dejar abierta ni una maldita ventana! ¿Es que no las oyes?
—¿Oír qué?
Tata miró apresuradamente en torno y cogió un candelero de plata.
—¡No!
Magrat se lo quitó de la mano.
—Da la casualidad… —dijo, echando el brazo hacia atrás— de que este castillo es prácticamente… —tomando puntería— mío…
Los rayos de sol recién emitidos descendieron hacia la mesa, moviéndose visiblemente en el lento campo mágico del Disco. Y descendiendo por ellos, como canicas que ruedan por un canalón, llegó una cascada de abejas.
El enjambre se posó encima de la cabeza de la bruja, creando la impresión de que llevaba una peluca muy peligrosa.
—¿Qué has…? —comenzó Ridcully.
—Ahora estará presumiendo de esto durante semanas —dijo Tata—. Nadie lo había hecho nunca con abejas. Su mente está por todas partes, ¿comprendes? No se encuentra dentro de una sola abeja, sino que está en todo el enjambre.
—¿Qué estás…?
Los dedos de Yaya Ceravieja se estremecieron.
Sus ojos temblaron.
Luego se incorporó, moviéndose muy despacio. Sus ojos enfocaron con cierta dificultad a Magrat y Tata Ogg, y dijo:
—Quiero un ramo de florezzz, un pote de miel y alguien a quien picar.
—He traído el cuenco del azúcar, Esme —dijo Tata Ogg.
Yaya lo contempló con avidez, y luego miró a las abejas que habían empezado a despegar de su cabeza como bombarderos que huyen de un portaaviones alcanzado.
—Puezzzz entoncezzzz échale una gota de agua y vuélcalo encima de la mezzzza para ellazzzz.
Luego les miró las caras con expresión triunfal hasta que Tata Ogg comenzó a hacer lo que le había pedido.
—¡Lo he hecho con abejazzzz! ¡Nadie puede hacerlo con abejazzzz, y yo lo he hecho! ¡ Acabazzz con la mente volando en un montón de direccionezzzz dizzzztintazzzz! ¡Tienezzz que zzzzzer realmente muy buena para hacerlo con abejazzzz!
—¿Estás viva? —logró balbucear Ridcully.
—La educación univerzzzzitaria obra auténticozzzz prodi-giozzzzz, ¿eh? —dijo Yaya, intentando devolver un poco de vida a sus brazos mediante un enérgico masaje—. Lo único que tie-nezzzz que hacer ezzz levantarte y hablar durante cinco minu-tozzzzz, y pueden deducir que ezzztázzzz viva.
Tata Ogg le tendió un vaso de agua. Este quedó suspendido en el aire un momento y luego se hizo añicos contra el suelo, porque Yaya había intentado cogerlo con su quinta pata.
—Lo zzzziento.
—¡Sabía que no estabas segura! —dijo Tata.
—¿Zzzzegura? ¡Puezzzz claro que ezzzztaba zzzzegura! Nunca tuve la mázzz mínima duda.
Magrat pensó en el testamento.
—¿Nunca tuviste un momento de duda?
Yaya Ceravieja tuvo la decencia de no mirarla a los ojos. En vez de eso, lo que hizo fue frotarse las manos.
—¿Qué ha ocurrido mientras he estado fuera?
—Bueno —dijo Tata—, Magrat le plantó cara a la…
—Oh, ya sabía que haría eso. Habéis celebrado la boda, ¿no?
—¿Boda?
Los demás intercambiaron miradas.