—Me lo imaginaba —dijo Yaya—. ¿Gytha Ogg?
Tata consiguió volver la cabeza.
—¿Sí, Esme?
—Mi caja. Ya sabes, la que hay en la cómoda. Sabrás qué hacer.
Yaya Ceravieja sonrió. La reina se inclinó hacia un lado, como si la hubieran abofeteado.
—Has aprendido —dijo.
—Oh, sí. Ya sabes que nunca entré en vuestro círculo. Podía ver adonde llevaba. Y por eso tuve que aprender. Durante toda mi vida. Por las bravas. Siguiendo el camino más duro, que aun así no es tan duro como el camino fácil. Aprendí de los trolls y los enanos y las personas. Hasta de los guijarros.
La reina bajó la voz.
—No se te matará —susurró—. Te lo prometo. Seguirás viviendo, para babear y balbucear y hacértelo todo encima y vagar de una puerta a otra en busca de sobras. Y dirán: allí va la vieja loca.
—Ya lo dicen ahora —dijo Yaya Ceravieja—. Creen que no los oigo.
—Pero dentro —continuó la reina, sin prestarle atención—, dentro mantendré intacta una parte de ti que mirará hacia fuera a través de tus ojos y sabrá en qué te has convertido.
»Y no habrá nadie para ayudarte —añadió la reina. Se había acercado un poco más, sus ojos dos alfileres de odio—. No habrá caridad para la vieja loca. Oh, ya verás lo que tienes que comer para seguir viviendo. Y todo el tiempo estaremos contigo dentro de tu cabeza, solo para recordártelo. Podrías haber sido la más grande, había tantas cosas que podrías haber hecho. Y en tu interior lo sabrás, y pasarás las largas noches suplicando el silencio de los elfos.
La reina no se esperaba lo que ocurrió a continuación. La mano de Yaya Ceravieja salió disparada, trozos de cuerda cayendo de ella, y le cruzó la cara de un bofetón.
—¿Me amenazas con eso? —dijo—. ¿A mí? ¿Que me estoy haciendo vieja?
La mano de la mujer elfo subió lentamente hacia la lívida marca que le cruzaba la mejilla. Los elfos levantaron sus arcos, esperando una orden.
—Vuelve al sitio del que has venido —dijo Yaya—. Te llamas diosa y no sabes nada, señora, nada. Lo que no muere no puede vivir. Lo que no vive no puede cambiar. Lo que no cambia no puede aprender. La criatura más diminuta que muere en la hierba sabe más que tú. Tienes razón, soy vieja. Tú has vivido más tiempo que yo, pero soy más vieja que tú. Y mejor que tú. Y, señora, eso no cuesta mucho.
La reina la atacó con salvaje ferocidad.
El rebote del golpe mental hizo caer de rodillas a Tata Ogg. Yaya Ceravieja parpadeó.
—No ha estado nada mal —graznó—. Pero todavía estoy de pie, y todavía no me he arrodillado. Y todavía tengo fuerzas…
Un elfo se desplomó. Esta vez la reina se bamboleó.
—Oh, y no puedo seguir perdiendo el tiempo con esto —dijo, y chasqueó los dedos.
Hubo una pausa. La reina volvió la mirada hacia sus elfos.
—No pueden disparar —dijo Yaya—. Y además tú no querrías eso, ¿verdad? No te conformarás con un final tan sencillo, ¿verdad?
—¡No puedes estar conteniéndolos! ¡No tienes tanto poder!
—¿Quieres saber de cuánto poder dispongo, señora? ¿Aquí, encima de la hierba de Lancre?
Dio un paso al frente. El poder chisporroteó en el aire y la reina tuvo que retroceder.
—¿En mi propio terreno? —dijo Yaya.
Volvió a abofetear a la reina, esta vez casi con dulzura.
—¿Qué es esto? —preguntó Yaya Ceravieja—. ¿Es que no puedes oponer ninguna resistencia? ¿Dónde está vuestro poder ahora, señora? ¡Haced acopio de vuestro poder, señora!
—¡Vieja estúpida!
Fue sentido por cada ser vivo en un radio de una legua. Las criaturas más pequeñas murieron. Los pájaros llovieron del cielo en locas espirales. Tanto elfos como humanos cayeron al suelo, llevándose las manos a la cabeza.
Y en el huerto de Yaya Ceravieja las abejas salieron de sus colmenas.
Surgieron de ellas como una nube de vapor, entrechocándose en su prisa por alzar el vuelo. El profundo zumbido de los zánganos servía de contrapunto a los frenéticos rugidos de las obreras.
Pero, aún más audible que el rumor de los zánganos, era el estridente canturreo de las reinas.
Los enjambres se elevaron sobre el claro en una gran espiral, describieron un círculo y luego se dispersaron rápidamente. Otros enjambres surgidos de patios traseros y árboles huecos se les unieron, oscureciendo el cielo.
Pasado un rato, el orden fue prevaleciendo en la gran nube que giraba en círculos. Los zánganos volaban en los extremos, vibrando como bombarderos. Las obreras formaban un cono compuesto por millares de cuerpos diminutos. Y en su punta volaban cien reinas.
Los campos se sumieron en el silencio después de que el enjambre de enjambres en forma de flecha se marchase.
Las flores se habían quedado sin nadie que las cortejara. El néctar fluía sin ser bebido. Los brotes tendrían que fertilizarse a sí mismos.
Las abejas pusieron rumbo hacia los Danzarines.
Yaya Ceravieja cayó de rodillas y se llevó las manos a la cabeza.
—No…
—Oh, pues claro que sí —dijo la reina.
Esme Ceravieja alzó las manos. Tenía los dedos rígidos por el esfuerzo y el dolor.
Magrat descubrió que podía mover los ojos. El resto de ella se sentía débil e inútil, incluso con la cota de malla y la coraza. Así que ya estaba. Pudo sentir cómo el fantasma de la reina Ynci reía despectivamente desde hacía un millar de años. Ella nunca se hubiese dado por vencida. Magrat solo era otra de aquellas docenas de mujercitas gimoteantes que deambulaban por ahí con sus largos vestidos, asegurando la sucesión real…
Las abejas cayeron del cielo.
Yaya Ceravieja volvió la cara hacia Magrat.
Magrat oyó con claridad la voz dentro de su cabeza.
—¿Quieres ser reina?
Y quedó libre.
Sintió cómo el cansancio abandonaba su cuerpo y, al mismo tiempo, como si un destilado de pura reina Ynci estuviera derramándose del casco.
Más abejas llovieron del cielo, cubriendo la figura caída de la vieja bruja.
La reina se volvió y la sonrisa se le heló en los labios cuando Magrat se irguió, dio un paso adelante y, con apenas un pensamiento en la cabeza, alzó el hacha de guerra y la impulsó en un solo y largo barrido.
La reina fue más rápida. Su mano se movió con la rapidez de una serpiente y agarró la muñeca de Magrat.
—Oh, sí —dijo sonriéndole en la cara—. ¿De veras? ¿Eso crees? —Le retorció la muñeca y el hacha cayó al suelo—. ¿Y tú querías ser una bruja?
Las abejas eran una niebla marrón que escondía a los elfos: demasiado pequeñas para golpear, impenetrables al glamour, pero decididas a matar.
Magrat sintió el rechinar del hueso.
—La vieja bruja está acabada —dijo la reina, obligando a Magrat a inclinarse—. No diré que no fuera buena, pero no lo suficiente. Y tú ciertamente no lo eres.
Lenta e inexorablemente, Magrat fue obligada a inclinarse.
—¿Por qué no intentas hacer un poco de magia? —dijo la reina.
Magrat le dio una patada. Su pie chocó con la rodilla de la reina y oyó un crujido. Mientras la reina retrocedía tambaleándose, Magrat se abalanzó y la derribó por la cintura.
Le asombró lo poco que pesaba. Magrat era bastante flaca, pero la reina no parecía pesar absolutamente nada.
—Vaya —dijo, incorporándose hasta que la cara de la reina quedó a la altura de la suya—, pero si no eres nada. Todo está en la mente, ¿verdad? Sin el glamour eres…
… una cara casi triangular, una boca minúscula, la nariz apenas existente, pero los ojos más grandes que los ojos humanos y ahora clavados en Magrat con el terror reduciéndolos a dos puntas de alfiler.
—Hierro —murmuró la reina. Sus manos se cerraron sobre los brazos de Magrat. No había fuerza en ellos. La fortaleza de un elfo estribaba en persuadir a los demás de que eran débiles.
Magrat pudo sentir cómo trataba desesperadamente de entrar en su mente, pero no lo conseguía. El casco…
… estaba a un par de metros de ella, caído en el barro. Solo tuvo tiempo para desear que no se hubiera dado cuenta de ello antes de que la reina volviera a atacar, estallando en su vacilación como una nova.
No era nada. Era insignificante. Era tan vil y carente de importancia que incluso algo completamente vil y exhaustivamente carente de importancia la consideraría indigna de su desprecio. Al haberle puesto las manos encima a la reina, se había hecho merecedora de una eternidad de dolor. No tenía ningún control de su cuerpo. No se merecía tenerlo. No se merecía nada.
El desdén llovió sobre ella como una granizada, haciendo pedazos el cuerpo planetario de Magrat Ajostiernos.
Nunca valdría nada. Nunca sería hermosa, o inteligente, o fuerte. Nunca llegaría a ser nada.
¿Confiar en sí misma? ¿Confiar en qué?
Lo único que veía eran los ojos de la reina. Lo único que quería hacer era perderse en ellos…
Y la ablación de Magrat Ajostiernos siguió rugiendo, desgarrando los estratos de su alma…
… hasta dejar al descubierto el núcleo.
Dio un puñetazo entre los ojos a la reina.
Hubo un momento de perplejidad terminal antes de que la reina gritara, y Magrat volvió a golpearla.
¡Solo una reina en una colmena! ¡Tajo! ¡Mandoble!
Rodaron en un confuso forcejeo, cayendo sobre el barro. Magrat sintió que algo le aguijoneaba la pierna, pero lo ignoró. No se enteró del estrépito que había a su alrededor, pero encontró el hacha de guerra debajo de su mano cuando las dos cayeron en un charco. La mujer elfo trató de sujetarla pero esta vez sin ninguna fuerza, y Magrat consiguió erguirse sobre las rodillas y levantar el hacha…
… y entonces reparó en el silencio.
El silencio envolvió a los elfos de la reina y el ejército improvisado de Shawn Ogg mientras la fascinación se desvanecía.
Había una figura silueteada delante de la luna poniente.
Su olor impregnaba la brisa del amanecer.
Olía a jaulas de leones y hojas cubiertas de moho.
—Ha regresado —dijo Tata Ogg. Volvió la cabeza y vio que Ridcully, el rostro enrojecido, estaba levantando su ballesta—. Bájala —dijo.
—Pero ¿ha visto los cuernos que tiene esa cosa…?
—Bájala.
—Pero…
—Lo atravesaría sin hacerle mella. Mira, puedes ver ese árbol a través de él. En realidad no está aquí. No puede cruzar el umbral. Pero puede enviar sus pensamientos.
—Pero puedo oler…
—Si realmente estuviera aquí, ya no estaríamos en pie.
Los elfos se hicieron a un lado cuando el rey pasó entre ellos. Sus patas traseras no habían sido diseñadas para la marcha bípeda: las rodillas se doblaban en el sentido contrario, y los cascos eran demasiado grandes.
Los ignoró a todos y fue lentamente hacia la reina caída. Magrat se levantó y sopesó el hacha sin saber qué hacer.
La reina se estiró, levantándose de un salto y alzando las manos, la boca articulando las primeras palabras de alguna maldición… El rey extendió la mano y dijo algo. Solo Magrat lo oyó. Algo sobre encontrarse bajo la luz de la luna, diría más tarde.
Y despertaron.
El sol ya se había elevado por encima del Borde. La gente comenzó a ponerse en pie, mirándose unos a otros.
No había ni un solo elfo a la vista.
Tata Ogg fue la primera en hablar. Por regla general las brujas siempre son capaces de aceptar lo que realmente es, en vez de insistir en lo que hubiese debido ser.
Levantó los ojos hacia los páramos.
—Lo primero que haremos —dijo—, lo primero, será volver a poner las piedras.
—Lo segundo —la corrigió Magrat.
Las dos bajaron la vista hacia el cuerpo inmóvil de Yaya Ceravieja. Unas cuantas abejas volaban en círculos desconsolados sobre la hierba cerca de su cabeza.
Tata Ogg le guiñó un ojo a Magrat.
—Te has portado muy bien, muchacha. No te creía capaz de sobrevivir a un ataque como ese. Confieso que estuve a punto de desmayarme.
—He adquirido cierta práctica —dijo Magrat hoscamente.
Tata Ogg enarcó las cejas, pero no hizo más comentarios. Lo que hizo fue empujar a Yaya con la bota.
—Despierta, Esme —dijo—. Bravo. Hemos ganado. ¿Esme?
Ridcully se arrodilló con cierta dificultad y le levantó un brazo a Yaya.
—Tiene que haberla dejado agotada, todo ese esfuerzo —balbuceó Tata—. Liberar a Magrat y todo lo demás…
Ridcully la miró.
—Está muerta —dijo. Deslizó los brazos por debajo del cuerpo y se levantó trastabillando.
—Oh, ella nunca haría eso —dijo Tata, pero con la voz de alguien cuya boca funciona en automático porque el cerebro se ha desconectado.
—No respira y no hay pulso —dijo el mago.
—Probablemente solo está descansando.
—Sí.
Las abejas describían círculos en el cielo azul.
Ponder y el Bibliotecario ayudaron a llevar las piedras hasta su sitio y dejarlas en posición, para lo que en algunos momentos usaron como palanca al tesorero. Estaba volviendo a pasar por la fase rígida.