Ahora que tenía tiempo de pensar en ello, Magrat ni siquiera podía recordar un solo ejemplo tomado de la historia.
Un elfo levantó su arco en el bosque a un lado de ella y apuntó con cuidado.
Una ramita se partió detrás de él. La criatura se volvió.
El tesorero le dirigió una radiante sonrisa.
—Qué susto, viejos pantalones, se me ha mojado la nariz.
El elfo volvió el arco hacia él.
Dos pies prensiles surgieron del verdor, lo sujetaron por los hombros y lo izaron bruscamente. Un instante después se oyó un chasquido cuando la cabeza del elfo chocó contra una rama.
—Oook.
—¡Venga, sigamos!
Otro elfo tomó puntería al otro lado del sendero. Y entonces su mundo se alejó velozmente de él…
Este es el interior de la mente de un elfo:
Aquí están los cinco sentidos normales, pero todos se encuentran subordinados al sexto sentido. En el Mundodisco no hay ningún término para referirse a él, porque la fuerza es tan tenue que solo llega a ser detectada por herreros muy observadores, los cuales la llaman Amor al Hierro. Los navegantes podrían haberla descubierto si no fuera porque el campo mágico permanente del Disco es mucho más fiable. Pero las abejas la perciben, porque las abejas lo perciben todo. Las palomas navegan guiándose por ella. Y en todos los rincones del multiverso, los elfos la usan para saber exactamente dónde están.
En cambio los humanos, y eso tiene que ser bastante duro para ellos, pasan la vida dando trompicones a través de una geografía que nunca está donde debería estar. Los humanos siempre se encuentran ligeramente perdidos. Es una de sus características básicas. Eso explica muchas cosas acerca de ellos.
Los elfos nunca están perdidos. Es una de sus características básicas. Eso explica muchas cosas acerca de ellos.
Los elfos poseen lo que podríamos llamar posición absoluta. El flujo de la fuerza plateada delinea tenuemente el paisaje. Todos los seres generan pequeñas cantidades de ella, y al hacerlo se vuelven perceptibles dentro del flujo. Sus músculos chisporrotean con ella, sus mentes zumban con ella. Para quienes aprenden cómo hacerlo, hasta los pensamientos pueden ser leídos a través de los diminutos cambios locales en el flujo.
Para un elfo, el mundo es algo que está ahí esperando ser tomado. Excepto por el terrible metal que bebe la fuerza y deforma el flujo del universo como un peso puesto sobre una lámina de goma, y los ciega y los ensordece y los deja a la deriva y más solos de lo que nunca podrá llegar a estarlo la inmensa mayoría de los humanos…
El elfo cayó de bruces.
Ponder Stibbons bajó la espada.
En su lugar, otra persona apenas habría pensado en ello. Pero a Ponder le había correspondido el triste destino de buscar pautas en un mundo al que estas le importaban un comino.
—Pero si apenas lo he tocado —le dijo a nadie, excepto a sí mismo.
—Y la besé entre los matojos, allí donde los ruiseñores… ¡Cantadla, bastardos! ¡Dos, tres!
No sabían dónde estaban. No sabían dónde habían estado. No estaban seguros de quiénes eran. Pero a esas alturas, la Cuadrilla de Bailes Tradicionales de Lancre ya había alcanzado un estado en el que resultaba más fácil seguir que parar. Cantar atraía a los elfos, pero también los fascinaba.
Los bailarines giraban y saltaban, deslizándose a lo largo de los senderos entre rotaciones y piruetas. Atravesaron aldeas aisladas, donde los elfos se olvidaron de quienquiera que estuviesen torturando en aquellos momentos para acercarse a la claridad de los edificios incendiados…
—¡Y con un larín-larán, PATAPAF lan-larín-leando, cantad hu-rra-lí!
Seis palos hicieron su trabajo, dando en el lugar exacto.
—¿Hacia dónde vamos, Jason?
—Me parece que hemos bajado por la Hondonada Resbaladiza y ahora volvemos hacia el pueblo —dijo Jason, pasando junto a él con una rápida serie de saltos—. ¡Sigue tocando, Carretero!
—¡La lluvia se está metiendo entre las teclas, Jason!
—¡Da igual! ¡No notarán ninguna diferencia! ¡Para ser música folklórica tampoco está tan mal!
—¡Creo que me he roto el palo con ese último, Jason!
—¡Continúa bailando, Calderero! Y ahora, muchachos… ¿qué os parece si probamos con Recogiendo vainas de guisante? Dado que estamos aquí, podríamos practicarla un poco…
—Hay alguien delante —dijo Sastre mientras pasaba bailando junto a ellos—. Puedo ver antorchas y todo eso.
—¿Humanos, dos, tres, o más elfos?
—¡No sé!
Jason giró y danzó hacia atrás.
—¿Eres tú, nuestro Jason?
Jason soltó una risita mientras la voz resonaba entre los árboles empapados.
—¡Es nuestra mamá! Y nuestro Shawn. Y… ¡y montones de gente! ¡Lo hemos conseguido, muchachos!
—Jason —dijo Carretero.
—¿Sí?
—¡No estoy seguro de poder parar!
La reina se examinó la cara en un espejo colgado del poste de la tienda.
—¿Por qué haces eso? —dijo Yaya—. ¿Qué ves?
—Lo que yo quiera ver —dijo la reina—. Ya lo sabes. Y ahora… cabalguemos hacia el castillo. Atadle las manos. Pero dejadle las piernas libres.
Volvía a llover y lo hacía sin demasiada intensidad, aunque alrededor de las piedras la lluvia se convertía en granizo. El agua que goteaba del cabello de Magrat deshizo temporalmente los enredos.
Zarcillos de niebla brotaban entre los árboles allí donde el verano y el invierno luchaban entre sí.
Magrat vio montar a la corte élfica. Logró distinguir la figura de Verence moviéndose como una marioneta. Y a Yaya Ceravieja, atada detrás del caballo de la reina por un largo trozo de cuerda.
Los caballos echaron a andar por el fango. Llevaban campanillas de plata en sus arneses, docenas de ellas.
Los elfos del castillo, la noche de fantasmas y sombras, todo aquello solo era un duro nudo en su memoria. Pero el tintineo de las campanillas fue como si alguien le estuviera pasando una lima para las uñas por los dientes.
La reina detuvo el cortejo a unos metros de ella.
—Ah, la valerosa joven —dijo— que ha venido a salvar a su prometido totalmente sola. Qué encantador. Que alguien la mate.
Un elfo espoleó a su caballo y alzó su espada. Magrat empuñó el hacha de guerra.
Una ballesta se disparó en algún lugar detrás de ella. El elfo se bamboleó, al igual que uno de los que había detrás de él. La flecha siguió adelante, con su trayectoria curvándose levemente al pasar por encima de uno de los Danzarines caídos.
Un instante después el abigarrado ejército de Shawn Ogg salió a paso de carga de entre los árboles, excepto por Ridcully, que intentaba febrilmente volver a tensar la cuerda de su ballesta.
La reina no pareció sorprenderse.
—Y solo son unos cien —dijo—. ¿Qué te parece, Esme Ceravieja? ¿Un valeroso último intento? Es tan hermoso, ¿verdad? Adoro la manera en que piensan los humanos. Piensan como las canciones.
—¡Baja de ese caballo! —le gritó Magrat.
La reina le sonrió.
Shawn lo sintió. Ridcully lo sintió. Ponder lo sintió. El glamour los envolvió a todos.
Los elfos temían el hierro, pero no tenían por qué acercarse a él.
No podías enfrentarte a los elfos, porque valías muchísimo menos que ellos. Así era como debía ser. Y eran tan hermosos mientras tú no lo eras. Siempre habías sido el que era metafóricamente escogido el último para cualquier equipo, porque antes que tú escogían incluso al gordito con una fosa nasal permanentemente obstruida que nunca paraba de moquear; siempre habías sido aquel al que no le explicaban las reglas hasta que perdías, y entonces tampoco te explicaban las nuevas reglas; siempre habías sido el que sabía que todo lo interesante les estaba sucediendo a otras personas. Aquellos abrasadores sentimientos capaces de consumir tu ser se fundían en uno solo. No podías enfrentarte a un elfo. Alguien tan inútil como tú, tan estólido como tú, tan humano como tú, nunca podría ganar; porque el universo sencillamente no estaba hecho así.
Los cazadores dicen que, muy de vez en cuando, un animal saldrá de los arbustos y se quedará inmóvil esperando la lanza.
Magrat consiguió levantar un poco el hacha, y luego su mano cayó sobre su costado. Miró hacia abajo. La actitud correcta de un humano ante un elfo era de vergüenza. Y ella le había gritado tan groseramente a algo tan hermoso como un elfo…
La reina desmontó y fue hacia ella.
—No la toques —dijo Yaya.
La reina asintió.
—Puedes resistirte —dijo—. Pero, verás, en realidad da igual. Podemos adueñarnos de Lancre sin necesidad de luchar. No hay nada que puedas hacer al respecto. Contempla el pequeño y valiente ejército, esperando allí como ovejas. Los humanos son tan entusiásticos.
Yaya se miró las botas.
—Mientras yo esté viva no podrás reinar —dijo.
—No habrá más trucos —repuso la reina—. Nada de viejas ridículas agitando bolsas de caramelos.
—Te diste cuenta, ¿verdad? —dijo Yaya—. Supongo que Gytha lo hizo con buena intención. ¿Te importa si me siento?
—Pues claro que puedes sentarte —asintió la reina—. Después de todo, ahora eres vieja.
Les hizo una seña con la cabeza a los elfos. Yaya se sentó con gratitud en una roca, las manos todavía atadas a la espalda.
—Eso es lo bueno que tiene la brujería —dijo—. No te mantiene joven, pero aguantas más tiempo siendo vieja. Mientras que vosotros no envejecéis, por supuesto —añadió.
—No, ciertamente.
—Pero sospecho que aun así se os podría reducir.
La sonrisa de la reina no se desvaneció, pero se congeló, como les ocurre a las sonrisas cuando su propietario no está muy seguro de qué acaba de decirse y tampoco de lo que se dirá a continuación.
—Te has entrometido en una obra —dijo Yaya—. Me parece que no eres consciente de lo que has hecho. Ah, las obras y los libros… No puedes darles la espalda en ningún momento, porque entonces se volverán contra ti. Y yo me aseguraré de que lo hagan. —Saludó afablemente con la cabeza a un elfo cubierto de glasto y pieles a medio curtir—. ¿No es así, Hada Flordeguisante?
La reina frunció las cejas.
—El no se llama así —dijo.
Yaya Ceravieja le sonrió alegremente.
—Ya lo veremos —dijo—. Hoy en día hay muchos más humanos, y muchos de ellos viven en ciudades, y apenas saben nada acerca de los elfos. Y tienen hierro en la cabeza. Habéis tardado demasiado en volver.
—No. Los humanos siempre nos necesitarán —dijo la reina.
—Ya no. A veces quieren que estéis allí, lo cual no es lo mismo. Pero lo único que podéis darles es oro que se esfuma en cuanto amanece.
—Hay quienes dirían que basta con que el oro dure una noche.
—No es así.
—Siempre es mejor que el hierro, vieja estúpida, niña estúpida que ha envejecido y no ha hecho nada y no ha sido nada.
—No. Lo único que tiene el oro es que es blando y reluce. Es agradable a la vista, pero no sirve para nada —dijo Yaya, su voz todavía firme y tranquila—. Pero esto es un mundo real, señora. Eso es lo que he tenido que aprender. Y con personas reales en él. No tienes ningún derecho a ellas. La gente ya tiene bastante con tratar de ser gente. No les hace ninguna falta tenerte rondando por ahí con tu cabello reluciente, tus ojos relucientes y tu oro reluciente, yendo de lado a través de la vida, siempre joven y siempre cantando, sin aprender nunca.
—No siempre pensaste así.
—Ya hace mucho tiempo de eso. Y, mi señora, puede que sea vieja y que tenga un montón de años, pero no soy idiota. No eres ninguna diosa. No tengo nada contra los dioses y las diosas, siempre que sepan quedarse en su sitio. Pero tienen que ser los que nosotros hagamos. De esa manera podremos desmontarlos para volver a usar las piezas cuando ya no los necesitemos, ¿comprendes? Y los elfos muy lejos en el país de las hadas, bueno, quizá eso sea algo que la gente necesita para sobrevivir a los tiempos del hierro. Pero no toleraré que haya elfos aquí. Quieres obligarnos a desear aquello que no podemos tener y lo que nos dais no vale nada y lo que tomáis es todo y entonces lo único que nos queda es la fría ladera de la colina, y el vacío, y la risa de los elfos. —Respiró hondo y añadió—: Así que idos a la mierda.
—Oblíganos, vieja.
—Ya imaginaba que dirías eso.
—No queremos el mundo. Bastará con este pequeño reino. Y lo tomaremos, tanto si nos quiere como si no.
—Por encima de mi cadáver, señora.
—Bueno, si es una condición…
La reina lanzó un zarpazo mental, como un gato.
Yaya Ceravieja torció el gesto y por un momento se inclinó hacia atrás.
—¿Señora?
—¿Sí? —dijo la reina.
—Ya no hay reglas, ¿verdad?
—¿Reglas? ¿Qué son las reglas? —dijo la reina.