—Como todas las muertes, en cualquier caso —dijo Ridcully—. Eso es lo que tiene la Muerte: la certeza.
—No tendríamos ninguna posibilidad —dijo Tata.
—De hecho tendríamos una posibilidad —dijo Ridcully—. No entiendo muy bien eso de los continuinutinios, pero a juzgar por lo que dice el joven Stibbons, significan que todo tiene que ocurrir en algún sitio, comprende, lo cual significa que podría ocurrir aquí. Aunque solo haya una probabilidad entre un millón, señora.
—Todo eso está muy bien —dijo Tata—, pero lo que está diciendo es que por cada señor Ridcully que sobreviva a lo que hay que hacer esta noche, 999.999 morirán, ¿verdad?
—Sí —dijo Ridcully—, pero no me preocupan nada esos otros desgraciados. Que se las apañen como puedan. Se lo tienen bien merecido por no haberme invitado a sus bodas.
—¿Qué?
—Nada.
Shawn estaba dando saltitos sobre ambos pies.
—¡Deberíamos estar combatiéndolos, mamá!
—¡Míralos! —dijo Tata—. ¡Están agotados, empapados y confusos! ¡Eso no es un ejército!
—¡Mamá, mamá, mamá!
—¿Qué?
—¡Yo los enardeceré, mamá! ¡Es lo que hay que hacer antes de que las tropas vayan a la batalla, mamá! ¡Lo he leído en los libros! ¡Puedes coger a una escoria asustada, soltarle el discurso apropiado y enardecerla hasta convertirla en una fuerza de combate terrible, mamá!
—¡Pero si ya tienen un aspecto terrible!
—¡Me refería a terrible en el sentido de feroz, mamá!
Tata Ogg contempló al centenar escaso de súbditos de Lancre, y se dijo que iba a necesitar algún tiempo para aceptar que pudieran enfrentarse a algo.
—¿Y dices que has estado estudiando esas cosas, Shawn? —quiso saber.
—Tengo cinco años enteros de Arcos y munición, mamá —dijo Shawn en tono de reproche.
—Bueno, en ese caso inténtalo. Si crees que dará resultado…
Temblando de emoción, Shawn se subió a una mesa, desenvainó su espada con la mano buena y golpeó la superficie hasta que todos guardaron silencio.
Luego soltó un discurso.
Les explicó que su rey había sido capturado y que su futura reina había ido a salvarlo. Hizo hincapié en su responsabilidad como leales súbditos. Les aseguró que otras personas que en esos momentos no se encontraban allí sino en casa escondiéndose debajo de la cama desearían, después de la gloriosa victoria, haber estado allí también en vez de debajo de la susodicha cama bajo la que se escondían en esos momentos, ya saben, la cama que él acababa de mencionar. De hecho, era preferible que hubiera tan pocos para enfrentarse al enemigo, porque eso significaba que habría un porcentaje de honor mucho más elevado por cabeza superviviente. Utilizó la palabra «gloria» tres veces. Dijo que en tiempos venideros la gente volvería la mirada hacia este día, cualquiera fuese la fecha, y enseñaría orgullosamente sus cicatrices, o por lo menos aquellos que hubieran sobrevivido enseñarían sus cicatrices, y se sentirían muy orgullosos y probablemente recibirían invitaciones a tomar unas cuantas copas. Les aconsejó que imitaran la acción del Zorro Reciprocante de Lancre y tensaran unos cuantos tendones al tiempo que los dejaban lo bastante flexibles para poder mover brazos y piernas, de hecho, probablemente sería mejor relajarlos un poco ahora y tensarlos apropiadamente cuando llegara el momento. Sugirió que Lancre esperaba que todos cumplieran con su deber. Y hum. Y uh. ¿Por favor?
El silencio subsiguiente fue roto por Tata Ogg, quien dijo:
—Probablemente necesitarán unos momentos para pensárselo, Shawn. ¿Por qué no acompañas a nuestro señor mago a su habitación y le echas una mano con su ballesta? —sugirió, señalándole la escalera con un gesto que no podía ser más significativo.
Shawn titubeó, pero no por mucho tiempo. Había visto el brillo en los ojos de su madre.
Cuando se hubo marchado, Tata se subió a la misma mesa.
—Bueno, voy a explicaros cómo están las cosas —dijo—. Si salís ahí fuera, puede que tengáis que enfrentaros con los elfos. Pero si os quedáis aquí, os aseguro que tendréis que enfrentaros conmigo. Admito que los elfos son peores que yo. Pero soy muy persistente.
Tejedor alzó una mano dubitativa.
—¿Señora Ogg?
—¿Sí, Tejedor?
—¿En qué consiste exactamente la acción del Zorro Reciprocante?
Tata se rascó la oreja.
—Que yo recuerde —dijo—, sus patas traseras se mueven así pero sus patas delanteras se mueven así.
—No, no, no —dijo Quarney el tendero—. Es la cola la que se mueve así. Sus patas se mueven así.
—Eso no es reciprocar, eso solo es oscilar —dijo alguien—. Estás pensando en el Ocelote de Cola Anillada.
Tata asintió.
—Bueno, entonces todo aclarado —dijo.
—Espere, no estoy seguro de que…
—¿Sí, señor Quarney?
—Oh… bueno…
—Bien, bien —dijo Tata mientras Shawn reaparecía—. Me estaban diciendo lo mucho que los ha conmovido tu discurso, querido Shawn. Los has dejado realmente enardecidos.
—¡Caray!
—Están dispuestos a seguirte al interior de la mismísima boca del infierno —dijo Tata.
Alguien levantó la mano.
—¿Usted también viene, señora Ogg?
—Os seguiré a cierta distancia.
—Oh. Bueno. En ese caso, tal vez hasta la boca del infierno.
—Asombroso —le dijo Casavieja a Tata mientras la multitud desfilaba de mala gana hacia la armería.
—Basta con saber cómo tratar a la gente.
—¿Siempre seguirán a una Ogg?
—No exactamente —dijo Tata—, pero si saben lo que les conviene, entonces irán allí donde los siga una Ogg.
Magrat salió de entre los árboles, y los páramos se extendieron ante ella.
Un torbellino de nubes giraba encima de los Danzarines, o al menos encima del lugar donde habían estado. Entre destello y destello Magrat pudo entrever una o dos piedras, caídas en el suelo o empujadas cuesta abajo.
La misma colina relucía. Algo andaba mal con el paisaje. Se curvaba allí donde no hubiese debido curvarse. Las distancias no eran las que hubiesen debido ser. Magrat se acordó de un grabado que había usado como punto de lectura en uno de sus viejos libros. Mostraba el rostro de una vieja, pero si lo examinabas con atención, veías que también era la cabeza de una joven: una nariz se convertía en un cuello, una ceja se convertía en un collar. Las imágenes iban y venían de una cara a otra. Y como le ocurría a todo el mundo, Magrat había acabado mareada de tanto bizquear tratando de ver las dos imágenes al mismo tiempo.
El paisaje estaba haciendo prácticamente lo mismo. Lo que era una colina también era, al mismo tiempo, un vasto panorama nevado. Lancre y la tierra de los elfos estaban intentando ocupar el mismo espacio.
El país intruso no se salía del todo con la suya. Lancre se estaba resistiendo.
Ahora había un círculo de tiendas en la cúspide de los paisajes enfrentados, como una cabeza de playa en una costa extranjera. Las tiendas eran de vivos colores. Todo lo que envolvía a los elfos era hermoso, hasta que de pronto la imagen se inclinaba, y entonces la veías desde el otro lado…
Algo estaba ocurriendo. Varios elfos habían montado, y más caballos estaban siendo llevados hacia otro sitio entre las tiendas.
Parecía como si estuvieran levantando el campamento.
La reina estaba sentada en un trono improvisado en su tienda. Tenía el codo apoyado en uno de los reposabrazos y sus dedos se curvaban pensativamente alrededor de su boca.
Había otros elfos sentados en un semicírculo, aunque en su caso «sentados» era una palabra muy poco satisfactoria. Más bien parecían haberse posado allí, porque los elfos podían estar cómodos incluso encima de un alambre. Y había más encaje y terciopelo y menos plumas, aunque era difícil saber si eso significaba que se trataba de aristócratas: los elfos parecían llevar cualquier cosa que les apeteciese llevar, seguros de que siempre estarían absolutamente impresionantes.[38]
Todos miraban a la reina, y eran un espejo de sus estados de ánimo. Cuando la reina sonreía, ellos sonreían. Cuando la reina decía algo que consideraba gracioso, ellos reían.
En ese momento el objeto de su atención era Yaya Cera-vieja.
—¿Qué está ocurriendo, vieja? —preguntó la reina.
—No es fácil, ¿verdad? —dijo Yaya—. Pensabas que iba a ser muy fácil, ¿verdad?
—Has hecho un poco de magia, ¿verdad? Algo se nos está resistiendo.
—No es magia —dijo Yaya—. No tiene nada que ver con la magia. Es solo que habéis estado demasiado tiempo fuera. Las cosas cambian. Ahora la tierra pertenece a los humanos.
—No puede tratarse de eso —replicó la reina—. Los humanos toman. Aran con hierro. Asolan la tierra.
—Admito que algunos lo hacen. Otros devuelven más de lo que toman. Devuelven amor. Llevan la tierra en los huesos. Le dicen a la tierra lo que es. Los humanos están para eso. Sin humanos, Lancre solo sería un poco de suelo con unas cuantas cositas verdes que ni siquiera sabrían que son árboles. Aquí abajo estamos juntos, señora: nosotros y la tierra. Ahora ya no es meramente tierra, sino un país. Es como un caballo domado y herrado o como un perro domesticado. Cada vez que la gente hunde un arado en el suelo o planta una semilla, hace que la tierra se aleje un poco más de ti —dijo Yaya—. Las cosas cambian.
Verence estaba sentado junto a la reina. Sus pupilas eran diminutas cabezas de alfiler y sonreía, tenue y permanentemente, de una manera que recordaba mucho al tesorero.
—Ah. Pero cuando estemos casados —dijo la reina—, la tierra deberá aceptarme. De acuerdo con vuestras propias reglas. Sé cómo funciona. Ser rey es algo más que llevar una corona. El rey y la tierra son una sola cosa. El rey y la reina son una sola cosa. Y yo seré reina.
Sonrió a Yaya. Había un elfo a cada lado de ella y, Yaya lo sabía, al menos uno detrás de ella. Los elfos no eran muy dados a la introspección; si se movía sin permiso, moriría.
—Lo que serás tú es algo que todavía he de decidir —dijo la reina. Levantó una mano exquisitamente delgada y juntó el pulgar y el índice, formando un anillo que se llevó al ojo—. Y ahora se aproxima alguien —dijo—, con una armadura que no es de su talla y una espada que no puede usar y un hacha que apenas si puede levantar, porque todo eso es muy romántico, ¿verdad? ¿Cómo se llama?
—Magrat Ajostiernos —anunció Yaya.
—Es una encantadora muy poderosa, ¿verdad?
—Es buena con las hierbas.
La reina rió.
—Podría matarla desde aquí.
—Sí —dijo Yaya—, pero no resultaría muy divertido, ¿verdad? La clave está en la humillación.
La reina asintió.
—¿Sabes que piensas casi como un elfo?
—Creo que pronto amanecerá —dijo Yaya—. Un día magnífico. Hará mucho sol.
—No lo bastante pronto. —La reina se puso en pie. Miró al rey Verence por un momento y cambió. Su vestido pasó del rojo al plateado, reflejando la luz de las antorchas como relucientes escamas de pez. Sus cabellos se desenredaron y adquirieron una nueva forma, volviéndose rubios como el trigo. Y una sutil oleada de alteraciones fluyó a través de su rostro antes de que dijera—: ¿Qué te parece?
Tenía la apariencia de Magrat. O al menos la apariencia que Magrat siempre había deseado tener y quizá la que Verence siempre le había atribuido. Yaya asintió. Como experta en el tema, sabía reconocer a la primera cuando alguien era realmente desagradable.
—Y te presentarás ante ella teniendo esa apariencia —dijo.
—Ciertamente. Dentro de un rato. Cuando llegue el momento decisivo. Pero no sientas pena por ella. Solo va a morir. ¿Quieres que te muestre lo que podrías haber llegado a ser?
—No.
—No me costaría nada hacerlo. Hay más momentos que este. Podría enseñarte a la abuela Cera vieja.
—No.
—Tiene que ser terrible saber que no tienes amigos. Que a nadie le importará que mueras. Que nunca has conmovido un corazón.
—Sí.
—Y estoy segura de que piensas en ello… en esas largas noches cuando no hay más compañía que el tictac del reloj y el frío de la habitación, y entonces abres la caja y contemplas…
La reina agitó una mano mientras Yaya intentaba liberarse.
—No la matéis dijo—. Resulta más divertida viva.
Magrat clavó la espada en el fango y sopesó el hacha de guerra. Había bosque a ambos lados. Los elfos tendrían que venir por allí. Parecía haber centenares de ellos, y solo había una Magrat Ajostiernos.
Magrat sabía que existía algo llamado inferioridad heroica. Canciones, baladas, relatos y poemas estaban llenos de historias acerca de cómo una sola persona se enfrentaba a un vasto número de enemigos y los derrotaba sin ayuda de nadie.
Solo que de pronto empezaba a comprender que el problema consistía en que eran canciones, baladas, cuentos y poemas porque trataban de cosas que eran, para no andarse con rodeos, mentira.