Levantó la vista y sonrió distraídamente.
—Oh, hola —dijo—. Así que habéis vuelto sanas y salvas, ¿eh?
—Ejem… —comenzó Magrat.
—Es un rotador de cosechas patentado —explicó Verence, dando unas palmaditas a la máquina—. Acaba de llegar de Ankh-Morpork. El último grito del futuro, sabes. Últimamente me he interesado en todo lo relacionado con las mejoras agrícolas y la eficiencia del suelo. Es preciso que lleguemos a dominar el nuevo sistema de los tres campos.
Magrat estaba bastante desconcertada.
—Pero me parece que solo tenemos tres campos —dijo—, y no hay mucha tierra en…
—Es de gran importancia mantener la relación correcta entre cereales, legumbres y raíces —dijo Verence levantando la voz—. Aparte de eso, estoy pensando seriamente en el trébol. ¡Me interesaría conocer tu opinión al respecto!
—Ejem…
—¡Y creo que deberíamos hacer algo acerca de los cerdos! —exclamó Verence—. ¡El Franja de Lancre! ¡Es muy resistente! ¡Pero podríamos aumentar considerablemente el peso medio por ejemplar! ¡Mediante una cuidadosa crianza selectiva! ¡Cruzándolo con, digamos, el Jorobas de Sto! Voy a hacer que me manden un jabalí que… ¡Shawn, quieres hacer el favor de dejar de tocar esa dichosa trompeta!
Shawn bajó la trompeta.
—Estoy tocando una fanfarria, majestad.
—Sí, sí, pero no se supone que debas tocarla todo el rato. Unas cuantas notas breves son más que una suficiencia. —Verence resopló—. Y algo se está quemando.
—Oh, maldición… Son las zanahorias… —Shawn se fue a toda prisa.
—Así está mejor —dijo Verence—. ¿Dónde estábamos?
—Con los cerdos, creo —dijo Magrat—, pero en realidad yo había venido a…
—En realidad todo se reduce a la tierra —dijo Verence—. Acierta con la tierra apropiada, y el resto funciona por sí solo. Por cierto, he empezado a preparar la boda para el día del Solsticio de Verano. Pensé que te gustaría.
La boca de Magrat formó una O.
—Podríamos trasladarla a otra fecha, por supuesto, pero no mucho más allá debido a la cosecha —dijo Verence.
»Ya he mandado unas cuantas invitaciones, a la gente más obvia —dijo Verence.
»Y he pensado que sería una buena idea organizar alguna clase de feria o festival un poco antes de la boda —dijo Verence.
»He pedido a Boggi’s de Ankh-Morporkh que nos envíen a su mejor modista con una selección de telas, y una de las criadas es más o menos de tu talla, y creo que quedarás muy satisfecha con los resultados —dijo Verence.
»Y el señor Fundidordehierroson, el enano, bajó de la montaña especialmente para hacer la corona —dijo Verence.
»Y mi hermano y los hombres del señor Vitoller no podrán venir porque al parecer están haciendo una gira por Klatch, pero Hwel el dramaturgo ha escrito una obra especial para entretener a los asistentes a la boda. Me ha asegurado que ni siquiera unos rústicos podrán desmerecerla —dijo Verence.
»Bueno, entonces estamos de acuerdo, ¿no? —dijo Verence.
Finalmente, la voz de Magrat regresó de algún lejano apogeo, un poco enronquecida.
—¿Y no se supone que antes debes pedirme que me case contigo? —quiso saber.
—¿Qué? Ejem. Pues no, en realidad no —dijo Verence—. Los reyes nunca piden. Lo he leído en los libros. Verás, yo soy el rey, y tú eres, sin ánimo de ofender, una súbdita. No tengo que pedírtelo.
La boca de Magrat se abrió para dar salida a un alarido de rabia pero entonces, y aunque un poco tarde, su cerebro por fin se puso en marcha.
Sí, dijo, claro que puedes soltarle cuatro gritos y marcharte hecha una furia. Y él probablemente vendrá a buscarte. Muy probablemente.
Ejem.
Quizá no tan probablemente. Porque por mucho que Verence sea un hombrecito encantador con unos ojos muy dulces y un poquito llorosos, también es un rey y ha estado consultando los libros. Pero muy probablemente y casi del todo probablemente.
Pero…
¿Quieres apostar el resto de tu vida? ¿Y no era eso lo que querías de todas maneras? ¿Y en realidad no has venido hasta aquí precisamente con esa esperanza?
Verence la estaba mirando con cierta preocupación.
—¿Es por lo de la brujería? —preguntó—. No tienes por qué renunciar del todo a eso, claro. Yo respeto muchísimo a las brujas. Y siempre puedes ser una reina bruja, aunque creo que eso significa que entonces deberás llevar ropa bastante sugerente, tener gatos y dar manzanas envenenadas a la gente. Lo he leído en algún sitio. Lo del embrujar es un problema, ¿verdad?
—No —farfulló Magrat—, no es eso… Ejem… ¿Mencionaste una corona?
—Has de tener una corona —dijo Verence—. Las reinas las tienen. Lo he leído.
El cerebro de Magrat volvió a intervenir. Reina Magrat, sugirió mientras sostenía ante ella el espejo de la imaginación.
—No te habrás enfadado, ¿verdad? —dijo Verence.
—¿Qué? Oh. No. ¿Yo? No.
—Magnífico. Bueno, pues entonces todo resuelto. Creo que no nos olvidamos de nada, ¿no te parece?
—Ejem…
Verence se frotó las manos.
—Estamos haciendo cosas realmente maravillosas con las legumbres —dijo, como si no acabara de remodelar toda la vida de Magrat sin consultarla—. Judías, guisantes… Ya sabes, los fijadores de nitrógeno. Y marga y un poco de caliza, por supuesto. Agricultura científica. Ven a ver esto.
Echó a andar con rápidas y vivaces zancadas.
—Sabes, creo que con un poco de esfuerzo podríamos conseguir que este reino funcionara como es debido.
Magrat lo siguió.
Así que todo estaba resuelto. No una proposición, sino una mera declaración. Magrat no había estado muy segura, ni siquiera en las horas más oscuras de la noche, de cómo sería exactamente el momento, pero tenía una vaga idea de rosas, crepúsculos y pajaritos que trinaban. El trébol apenas figuraba en esa idea. Las judías y demás leguminosas fijadoras del nitrógeno no eran una característica esencial.
Por otra parte, en el fondo Magrat era una persona más práctica de lo que se imaginaba la inmensa mayoría de la gente cuando no veía más allá de su vaga sonrisa y su colección de más de trescientas joyas de lo oculto, ninguna de las cuales funcionaba.
Conque era así como te casabas con un rey. Te lo organizaban todo. No había caballos blancos. El pasado se estrellaba contra el futuro, arrastrándote consigo.
Quizá fuera lo normal. Los reyes siempre estaban muy ocupados. Magrat no tenía mucha experiencia en lo concerniente a casarse con reyes.
—¿Adonde vamos? —preguntó.
—A la vieja rosaleda.
Ah… Bueno, eso ya se parecía un poquito más a su idea.
Excepto que no había ninguna rosa. El jardín amurallado había sido despojado de sus senderos y arboledas, y ahora contenía una gruesa alfombra de tallos verdes rematados por flores blancas. Las abejas trabajaban frenéticamente entre los brotes.
—¿Judías? —exclamó Magrat.
—¡Sí! Una cosecha experimental. Voy trayendo a los granjeros aquí arriba en pequeños grupos para enseñárselas —dijo Verence. Suspiró—. Asienten, murmuran que está muy bien y sonríen, pero me temo que cuando vuelven a casa siguen haciendo lo mismo de siempre.
—Ya sé a qué te refieres —dijo Magrat—. Cuando intenté darles clases de parto natural, ocurrió exactamente lo mismo.
Verence enarcó una ceja. La idea de Magrat dando clases sobre el parto natural a las fecundas mujeres de Lancre, con sus rostros del color de la teca, le sonaba ligeramente irreal incluso a él.
—¿De veras? ¿Y cómo tenían a los bebés antes? —preguntó.
—Oh, de cualquier manera —dijo Magrat.
Los dos contemplaron el pequeño campo de judías repleto de zumbidos.
—Naturalmente cuando seas reina ya no necesitarás… —comenzó Verence.
Ocurrió muy suavemente, casi como un beso, de una manera tan impalpable como la caricia del sol.
No hubo viento, solo un repentino y pesado encalmamiento de la atmósfera que produjo un chasquido en los oídos.
Los tallos se doblaron hasta partirse y cayeron al suelo formando un círculo.
Las abejas zumbaron, y emprendieron el vuelo.
Las tres brujas llegaron al megalito en el mismo momento.
Ni siquiera se molestaron en dar explicaciones. Hay ciertas cosas que sencillamente sabes.
—¡Justo en medio de mis jodidas hierbas! —dijo Yaya Cera-vieja.
—¡En el jardín del palacio! —dijo Magrat.
—¡Pobre criaturita! ¡Y además me lo estaba enseñando para que lo viera! —dijo Tata Ogg.
Yaya Ceravieja la miró en silencio.
—¿Se puede saber de qué estás hablando, Gytha Ogg? —preguntó al cabo.
—Nuestro Pewsey había decidido cultivar un poco de mostaza con berro encima de una servilleta mojada para su abuelita —explicó Tata Ogg—. Vino a enseñármelo, claro, y justo cuando me estaba inclinando para mirar, entonces… ¡Catacrac, un círculo de la cosecha!
—Esto es serio —dijo Yaya Ceravieja—. Llevábamos muchos años sin ver un caso tan claro. Todas sabemos lo que significa, ¿verdad? Bien, lo que tenemos que hacer…
—Ejem —dijo Magrat.
—… ahora es…
—Disculpa —dijo Magrat, porque había ciertas cosas que te las tenían que explicar.
—¿Sí?
—No sé lo que significa —dijo Magrat—. Quiero decir que, bueno, la Abuela Whemper…
—… enpazdescanse —corearon las dos viejas brujas.
—… me dijo en una ocasión que los círculos eran peligrosos, pero nunca me habló del porqué eran peligrosos.
Las otras dos brujas cruzaron una mirada.
—¿Nunca te habló de los Danzarines? —dijo Yaya Cera-vieja.
—¿Nunca te habló del Hombre Largo? —dijo Tata Ogg.
—¿Qué Danzarines? ¿Te refieres a esas viejas piedras que hay en el páramo?
—Lo único que necesitas saber en este momento —dijo Yaya Ceravieja— es que tenemos que pararles los pies.
—¿A quiénes?
Yaya irradió inocencia.
—A los círculos, por supuesto —dijo.
—Oh, no —dijo Magrat—. Me he dado cuenta por la manera en que lo has dicho. Has hablado como si se tratara de alguna clase de maldición. ¿A quiénes tenemos que pararles los pies? O, mejor dicho, ¿a Quiénes tenemos que pararles los pies?
Las viejas brujas parecían no saber qué cara poner.
—¿Y quién es el Hombre Largo? —preguntó Magrat.
—Nunca hablamos del Hombre Largo —dijo Yaya.
—De todas maneras, tampoco va a pasar nada porque le hablemos de los Danzarines —farfulló Tata Ogg.
—Sí, pero… ya sabes… quiero decir que… Bueno, se trata de Magrat —dijo Yaya.
—¿Qué se supone que significa eso? —quiso saber Magrat.
—Lo que estoy diciendo es que probablemente tú no pensarás lo mismo de Ellos —dijo Yaya.
—Estamos hablando de los… —comenzó Tata Ogg.
—¡No los nombres!
—Sí, claro. Lo siento.
—Ojo, que siempre cabe la posibilidad de que el círculo no se tropiece con los Danzarines —dijo Yaya—. Siempre nos queda esa esperanza. Podría tratarse de una mera casualidad.
—Pero si se abre uno justo dentro del… —dijo Tata Ogg.
—¡Lo estáis haciendo a propósito! —chilló Magrat—. ¡Siempre estáis hablando en clave! ¡Siempre lo estáis haciendo! ¡Pero cuando yo sea reina ya no podréis seguir haciéndolo!
Eso las hizo callar.
Tata Ogg ladeó la cabeza.
—¿Oh? —dijo—. Así que el joven Verence por fin te ha hecho la gran pregunta, ¿verdad?
—¡Sí!
—¿Y cuándo será el feliz acontecimiento? —preguntó Yaya Cera vieja con voz gélida.
—Dentro de dos semanas —anunció Magrat—. El día del Solsticio de Verano.
—Mala elección, mala elección —dijo Tata Ogg—. La noche más corta del año…
—¡Gytha Ogg!
—Y seréis mis súbditas —dijo Magrat, fingiendo no haberla oído—. ¡Y tendréis que hacerme reverencias y todo lo demás! —Supo que era una estupidez nada más decirlo, pero la ira la impulsó a seguir hablando.
Yaya Ceravieja entrecerró los ojos.
—Hmmm —dijo—. Así que te haremos reverencias, ¿verdad?
—Sí, y si no lo hacéis —dijo Magrat—, puede que acabéis en la cárcel.
—Caramba —dijo Yaya—. Pobrecita de mí. Eso no me gustaría. No, no me gustaría nada.
Las tres sabían que las mazmorras del castillo, que en cualquier caso nunca habían sido su dependencia más notable, ya no se utilizaban para nada. Verence II era el monarca más afable y bondadoso de toda la historia de Lancre. Sus súbditos sentían por él esa especie de jovial desprecio del que acaban siendo objeto todas las personas que trabajan callada y diligentemente por el bien público. Además, Verence hubiese preferido cortarse una pierna antes que encerrar a una bruja en las mazmorras, dado que a la larga eso ahorraría problemas y probablemente resultaría mucho menos doloroso.
—La reina Magrat, ¿eh? —dijo Tata Ogg, tratando de aliviar la tensión—. Vaya, vaya. Bueno, al castillo no le iría nada mal un toquecito femenino…
—Oh, puedes estar segura de que Magrat sabrá cómo dárselo —dijo Yaya.