Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—Ah. Señora Ogg.

La voz era como chocolate.

—Excelencia —dijo Tata.

—Supongo que sería esperar demasiado que te arrodillaras, ¿verdad?

—Ciertamente, su señoría —dijo Tata, sonriendo.

—Sabes, señora Ogg, tienes una manera de mostrar respeto a tu dios que dejaría verde de envidia al ateo medio —repuso la figura oscura. Bostezó.

—Gracias, eminencia.

—Ahora ya nadie baila para mí. ¿Acaso es pedir demasiado que alguien lo haga?

—Lo que digáis, señoría.

—Vosotras las brujas ya no creéis en mí.

—Habéis vuelto a dar en el blanco, vuestra cornamenta.

—Ah, pequeña señora Ogg… ¿Y cómo, habiendo llegado hasta aquí, piensas salir? —preguntó el encorvado.

—Porque tengo hierro —dijo Tata con un tono repentinamente seco.

—Por supuesto que no lo tienes, pequeña señora Ogg. Ningún hierro puede entrar en este reino.

Tata sacó la mano del bolsillo de su delantal y alzó una herradura.

Casavieja oyó una súbita agitación alrededor, como si elfos escondidos tropezaran unos con otros en su apresuramiento por apartarse. Más vapor se elevó con un siseo cuando un brasero de piedras calientes fue volcado.

—¡Llévatela!

—Me la llevaré cuando me vaya —dijo Tata—. Y ahora escúchame. Ella vuelve a armar jaleo. Tienes que ponerle fin. Es lo justo, ¿no? No queremos volver a empezar con el Viejo Problema.

—¿Por qué debería hacer eso?

—Entonces quieres que sea poderosa, ¿eh?

Hubo un resoplido.

—Nunca podrás volver a reinar sobre el mundo —dijo Tata—. Hay demasiada música. Hay demasiado hierro.

—El hierro se oxida.

—El que hay en la cabeza no.

El rey soltó otro bufido.

—Aun así… incluso con eso… algún día…

—Algún día. —Tata asintió—. Sí. Brindaré por eso. Algún día. ¿Quién sabe? Algún día. Todo el mundo necesita «algún día». Pero no será hoy. ¿Es que no lo ves? Tendrás que subir a poner un poco de orden. Porque de lo contrario haré que caven en el Hombre Largo con palas de hierro, comprendes, y dirán: Vaya, pero si no es más que un viejo túmulo de tierra, y magos jubilados y sacerdotes sin nada mejor que hacer vendrán a examinar los restos y escribirán libros aburridísimos sobre tradiciones funerarias y demás, y eso será otro clavo de hierro en tu ataúd. Y yo lo lamentaría un poco, porque la verdad es que siempre he sentido cierta debilidad por ti. Pero tengo críos, comprendes, y mis críos no se esconden debajo de la escalera porque le tengan miedo al trueno, y no dejan un cuenco de leche fuera para los elfos, y no regresan corriendo a casa porque ha anochecido, y antes de que volvamos a las viejas y oscuras costumbres te veré lleno de clavos.

Las palabras rasgaron el aire como cuchillos.

El hombre astado se puso en pie. Subió, subió y subió hasta que su cornamenta tocó el techo.

Casavieja se quedó boquiabierto.

—Así que no será hoy, ya ves —dijo Tata, que ya se había calmado—. Algún día, quizá. Quédate aquí abajo y sigue sudando hasta que llegue Ese Día. Pero hoy no.

—Yo… decidiré.

—Muy bien. Tú decides. Y ahora me voy.

El hombre astado bajó la mirada hacia Casavieja.

—¿Qué estás mirando, enano?

Tata Ogg le dio un codazo a Casavieja.

—Venga, responde a la pregunta que acaba de hacerte este caballero tan simpático.

Casavieja tragó saliva.

—Caray —dijo—, ya veo que vuestra imagen no os hace justicia.

En un estrecho valle a unas leguas de allí, una partida de elfos había encontrado una carnada de conejitos que, en conjunción con un hormiguero cercano, los mantuvieron entretenidos un buen rato.

Incluso los mansos que están ciegos y carecen de voz tienen dioses.

Herne el Cazado, dios de los acosados, se arrastró entre los arbustos y deseó fervientemente que los dioses tuvieran dioses.

Los elfos le dieron la espalda cuando se inclinaron para ver mejor.

Herne el Cazado reptó por debajo de un macizo de espinos, tensó los músculos y saltó.

Hundió los dientes en la pantorrilla del elfo hasta que estos se encontraron, y fue lanzado por los aires cuando la criatura aulló y se dio la vuelta.

Herne aterrizó y echó a correr.

Ese era el problema. No estaba hecho para luchar, no había ni un solo gramo de depredador en él. Atacar y huir, esa era la única opción.

Y los elfos podían correr más deprisa.

Saltó troncos y resbaló a través de montones de hojas secas, sabiendo en el mismo instante en que se le nublaba la vista que los elfos le estaban dando alcance por ambos lados, manteniéndose a su altura, esperando a que Herne…

Las hojas estallaron. El dios menor fue fugazmente consciente de una silueta con colmillos, toda ella brazos y venganza. Luego aparecieron un par de humanos bastante sucios y despeinados, uno de los cuales agitaba una barra de hierro alrededor de su cabeza.

Herne no se quedó a ver qué ocurría a continuación. Salió disparado entre las piernas de las apariciones, pero un lejano grito de guerra resonó en sus largas y lisas orejas:

—¡Por supuesto que me apetece tu mejillón! ¿Cómo lo hacemos? ¡Volumen!

Tata Ogg y Casavieja volvieron en silencio a la entrada de la cueva y el tramo de escalones. Finalmente, cuando salieron al aire nocturno, el enano dijo:

—Uf.

—Se filtra incluso hasta aquí arriba —dijo Tata—. Es un sitio muy macho.

—Pero quiero decir, cielos…

—Es más listo que ella. O más perezoso —dijo Tata—. Esperará a que todo se haya resuelto de una u otra manera.

—Pero era…

—Pueden tener el aspecto que quieran, a nuestros ojos —dijo Tata—. Vemos la forma que les hemos dado. —Dejó caer la roca y se limpió las manos.

—Pero ¿por qué iba a querer detenerla?

—Bueno, después de todo es su esposo. No la soporta. Es lo que podríamos llamar un matrimonio abierto.

—¿Y a qué te referías cuando le dijiste que tendría que esperar? —preguntó Casavieja, mirando en torno a él para ver si había más elfos.

—Oh, ya sabes —dijo Tata, agitando una mano—. Todo ese hierro, los libros, los mecanismos de relojería, las universidades, la lectura y lo demás es… Verás, él cree que todo eso acabará desapareciendo. Y de pronto un día todo habrá terminado, y la gente levantará la mirada hacia el horizonte en el crepúsculo y allí estará él.

Casavieja se encontró volviéndose para contemplar el crepúsculo más allá del túmulo, medio imaginando la gigantesca figura recortándose contra los últimos destellos del sol.

—Un día él regresará —murmuró Tata—. Cuando incluso el hierro que hay en la cabeza se haya oxidado.

Casavieja ladeó la cabeza. Nadie pasa la mayor parte de su vida frecuentando una especie distinta sin aprender a leer una buena parte de su lenguaje corporal, especialmente si está impreso en letra tan grande.

—Y una parte de ti se alegrará de ello, ¿eh?

—¿Yo? ¡No quiero que regresen! Son unos parásitos crueles y arrogantes, no te puedes fiar de ellos y no nos hacen ninguna falta.

—¿Te apuestas medio dólar?

Tata enrojeció.

—¡No me mires así! Esme tiene razón. Por supuesto que tiene razón. No queremos saber nada más de los elfos. Está clarísimo.

—Esme es la bajita, ¿verdad?

—Ja, no, Esme es la alta de la nariz. Ya la conoces.

—Oh, claro.

—La bajita es Magrat. Tiene un alma bondadosa y es un poco mema. Lleva flores en el pelo y cree en las canciones. Supongo que se habrá ido a bailar con los elfos sin pensárselo dos veces.

Más dudas se estaban introduciendo en la vida de Magrat. Para empezar, tenían que ver con las ballestas. Una ballesta es un arma muy útil y fácil de emplear diseñada pensando en la rapidez, la comodidad y la letalidad cuando está en manos de personas carentes de experiencia, algo así como una versión más rápida de la cena televisiva que no requiere ningún código. Pero ha sido diseñada para ser utilizada una sola vez, por alguien que dispone de un lugar seguro donde ponerse a cubierto mientras recarga. De otra manera, no es más que un montón de metal y madera con un trozo de cordel.

Luego estaba la espada. Pese a los temores de Shawn, en teoría Magrat sabía qué se hacía con una espada. Intentabas clavársela al enemigo mediante un vigoroso movimiento del brazo, y el enemigo intentaba impedírtelo. Magrat no estaba muy segura de qué sucedía a continuación. Esperaba que se te permitiese otro intento.

También tenía ciertas dudas acerca de su armadura. El casco y la coraza estaban muy bien, pero el resto era cota de malla. Y, como sabía Shawn Ogg, desde el punto de vista de una flecha la cota de malla puede considerarse una serie de agujeros precariamente entrelazados.

La rabia seguía allí y la furia más absoluta continuaba ardiendo en el núcleo de su ser. Pero no había manera de pasar por alto el hecho de que el corazón en el cual había hecho presa se encontraba rodeado por el resto de Magrat Ajostiernos, solterona oficial de aquella parroquia y con muchas probabilidades de permanecer en tal situación.

No había elfos visibles en el pueblo, pero Magrat enseguida pudo ver dónde habían estado. Las puertas colgaban de sus bisagras. El lugar parecía haber sido visitado por Gengis Cohen.[37]

Magrat estaba siguiendo el sendero que llevaba a las piedras. Era más ancho de lo que había sido en el pasado: los caballos y carruajes lo habían desbrozado durante la subida, y la gente que huía lo había convertido en un cenagal durante la bajada.

Sabía que la estaban observando, y casi sintió alivio cuando tres elfos salieron de entre los árboles antes de que hubiera perdido de vista el castillo.

El del medio sonrió.

—Buenas noches, muchacha —dijo—. Soy lord Lankin, y cuando me dirijas la palabra antes me harás una reverencia.

El tono sugería que no había ninguna posibilidad de que fuera desobedecido. Magrat sintió cómo sus músculos intentaban hacer lo que se les pedía.

La reina Ynci no habría obedecido…

—Da la casualidad de que soy prácticamente la reina —dijo.

Era la primera vez que miraba a un elfo a la cara en condiciones de percibir los detalles. En aquel momento el que se hacía llamar lord Lankin lucía unos pómulos muy marcados, llevaba el pelo recogido en una coleta y vestía una mezcla de harapos, encajes y pieles, confiado en la certeza de que a un elfo cualquier cosa le sentaba bien.

El elfo arrugó su perfecta nariz.

—En Lancre solo hay una reina —dijo—. Y no cabe duda de que no eres tú.

Magrat intentó concentrarse.

—¿Entonces dónde está? —preguntó.

Los otros dos enarcaron las cejas.

—¿Buscas a la reina? En ese caso te conduciremos hasta ella —declaró Lankin—. Y por si te sintieras inclinada a usar ese feo arco de hierro tuyo, mi señora, debo decirte que hay más arqueros escondidos entre los árboles.

Y ciertamente hubo un rumor entre los árboles a un lado del camino, pero fue seguido por un golpe sordo que pareció dejar un tanto desconcertados a los elfos.

—Apartaos de mi camino —dijo Magrat.

—Me temo que tienes una idea muy equivocada de la situación —dijo el elfo. Su sonrisa se ensanchó, pero se desvaneció en cuanto hubo un segundo estrépito boscoso al otro lado del sendero—. Te vigilamos desde que entraste en el sendero —prosiguió—. ¡La valerosa joven que se dispone a rescatar a su enamorado! ¡Oh, qué romántico! Cogedla.

Una sombra se alzó detrás de los dos elfos armados, tomó una cabeza en cada mano y las hizo entrechocar.

La sombra avanzó por encima de sus cuerpos y, cuando Lankin comenzaba a darse la vuelta, le atizó un puñetazo que lo levantó del suelo y lo incrustó en el tronco de un árbol.

Magrat desenvainó su espada.

Fuera lo que fuese, aquello parecía peor que los elfos. Estaba cubierto de barro y era peludo y casi trollesco en su constitución, y se dispuso a coger la brida con un brazo que parecía no terminar nunca. Magrat levantó la espada…

—¿Oook?

—¡Haga el favor de bajar esa espada, señorita! La voz procedía de algún lugar a sus espaldas, pero sonaba humana y preocupada. Los elfos nunca sonaban preocupados.

—¿Quién eres? —preguntó Magrat sin volverse. El monstruo que tenía delante la obsequió con una enorme sonrisa llena de dientes amarillentos.

—Hum, soy Ponder Stibbons. Un mago. Y él también es un mago.

—¡No lleva ropa!

—Si quiere, puedo convencerlo de que se dé un baño —dijo Ponder, en un tono ligeramente histérico—. Después de bañarse siempre se pone un viejo albornoz verde.

Magrat se relajó un poco. Nadie que hablara así podía constituir una seria amenaza, excepto para sí mismo.

—¿De qué lado está usted, señor Mago?

—¿Cuántos lados hay?

—¿Oook?

—Cuando yo desmonte, este caballo huirá al galope —dijo Magrat—. Así que ¿podría pedirle a su… amigo que soltara la brida? Se va a hacer daño.

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