Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—Lo siento.

—Oh, no te preocupes. De hecho, si te apetece puedes volver a hacerlo.

—Le has dado, ¿verdad?

—Lo he dejado sin aliento.

—Estupendo. ¿Dónde están los demás?

—No puedo verlos.

Casavieja sonrió.

—Les hemos dado una buena lección, ¿eh?

Algo hizo zip y se clavó en el sombrero de Tata Ogg.

—Saben que tenemos hierro —dijo Tata—. No volverán a acercarse. No necesitan hacerlo —añadió con amargura.

La escoba esquivó un árbol y atravesó unos cuantos heléchos. Después viró rumbo a un sendero medio oculto por la maleza.

—Ya no nos siguen —dijo Casavieja—. Los hemos asustado, ¿verdad?

—No hemos sido nosotros. No se atreven a acercarse al Hombre Largo. No forma parte de su territorio. Fíjate en el estado de ese sendero y verás que ahora crecen árboles en él. Cuando yo era joven no habrías encontrado ni una brizna de hierba creciendo en él. —Aquel lejano recuerdo la hizo sonreír—. Ah, sí, el Hombre Largo era un sitio muy popular durante las noches de verano.

La textura del bosque acababa de sufrir un cambio. De pronto se había vuelto viejo incluso para los patrones de la boscosidad de Lancre. Barbas de musgo colgaban de las retorcidas ramas inferiores. Antiguas hojas crujieron por debajo de sus pies mientras el enano y la bruja volaban entre los árboles. Algo se apresuró a refugiarse en la espesa maleza. A juzgar por el ruido que hacía, era algo con cuernos.

Tata dejó que la escoba fuera reduciendo la velocidad hasta detenerse.

—Ahí está —dijo, apartando una fronda de heléchos—. El Hombre Largo.

Casavieja miró por debajo de su codo.

—¿Y eso es todo? Solo es un viejo túmulo funerario.

—Tres túmulos funerarios —precisó Tata.

Casavieja paseó la mirada por aquel paisaje recubierto de vegetación.

—Sí, ya los veo —dijo—. Dos redondos y uno alargado. ¿Y bien?

—La primera vez que los vi desde el aire —dijo Tata—, me reí tanto que casi me caigo de la maldita escoba.

Hubo una de esas pausas conocidas como la gota que tarda una eternidad en caer mientras el enano trataba de asimilar la topografía de la situación.

Luego dijo:

—Cáspita. Creía que la gente que levantaba túmulos funerarios, baluartes y demás eran druidas muy serios y personas de ese estilo, no… no el tipo de personas que hacen dibujos en las paredes de las letrinas empleando doscientas mil toneladas de tierra, por así decirlo.

—No suena muy propio de ti el que esas cosas puedan escandalizarte.

Tata hubiese podido jurar que el enano se ruborizó debajo de su peluca.

—Bueno, no olvides que hay algo llamado estilo —dijo Casavieja—. Y también algo llamado sutileza, ¿verdad? No te conformas con gritar: tengo un tolón realmente enorme.

—Es más complicado que eso —dijo Tata, empezando a abrirse paso entre los arbustos—. Lo que tenemos aquí es un paisaje entero que está diciendo: tengo un tolón realmente enorme. «Tolón» es una palabra de los enanos, ¿verdad?

—Sí.

—Pues es una palabra muy apropiada.

Casavieja estaba intentando soltarse del arbusto espinoso en que se había enredado.

—Esme nunca viene por aquí arriba —dijo Tata desde algún punto por delante de él—. Dice que ya tenemos más que suficiente con las canciones folklóricas, los postes de mayo y todo lo demás, para que encima el mismo paisaje se vuelva sugerente. Claro que nunca tuvieron la intención de que esto fuera un sitio para mujeres —prosiguió—. Mi bisabuela decía que en los viejos tiempos los hombres solían subir aquí para celebrar extraños ritos que ninguna mujer podía presenciar.

—Excepto tu bisabuela, que se escondía entre los arbustos —dijo Casavieja.

Tata se paró en seco.

—¿Cómo lo sabes?

—Digamos que yo también estoy desarrollando cierta comprensión de la feminidad de las Ogg, señora Ogg —dijo el enano. Un espino le había desgarrado la chaqueta.

Dijo que solían construir chozas para sudar, y que todos olían igual que el sobaco de un herrero y bebían esfumino, y bailaban alrededor del fuego llevando cornamentas en la cabeza y que se meaban en los árboles —explicó Tata—. Si he de ser franca, también decía que era un poco asqueroso. Pero siempre he pensado que un hombre tiene que ser un hombre, aunque eso suponga ser un poco asqueroso. ¿Qué ha sido de tu peluca?

—Creo que se ha quedado colgada de ese árbol que había más atrás.

—¿Todavía tienes la palanqueta?

—Sí, señora Ogg.

—Bueno, pues ya hemos llegado.

Habían llegado al pie del montículo alargado. Allí había tres grandes piedras irregulares que formaban una especie de cueva baja. Tata Ogg se agachó para pasar por debajo del dintel y entró en aquella oscuridad rancia que olía a amoníaco.

—No es necesario que vayamos más lejos —dijo—. ¿Tienes una cerilla?

El resplandor sulfuroso reveló una roca plana con un tosco dibujo tallado en ella. Las líneas habían sido frotadas con una tintura ocre. Mostraban la figura de un hombre de ojos de búho tocado con una cornamenta y envuelto en una piel de animal.

Debajo había una inscripción rúnica.

—¿Alguien ha logrado descifrar lo que dice? —preguntó Casavieja.

Tata Ogg asintió.

—Es una variante del oggham —dijo—. En esencia significa «Tengo Un Tolón Realmente Enorme».

—¿Oggham? —dijo el enano.

—Mi familia lleva mucho tiempo siendo una presencia habitual en estas, cómo te diría yo, en estas partes —explicó Tata Ogg.

—Haberla conocido está resultando muy instructivo, señora Ogg —dijo Casavieja.

—Eso dicen todos. Y ahora mete la palanqueta en esa rendija que hay al lado de la piedra. Siempre he querido tener una excusa para bajar ahí.

—¿Qué hay ahí abajo?

—Bueno, lleva a las Cuevas de Lancre. Al parecer se extienden por todo el reino, y llegan incluso a lo alto de la montaña. Se supone que hay una entrada en los sótanos del castillo, pero nunca he conseguido dar con ella. Pero principalmente llevan al mundo de los elfos.

—Creía que los Danzarines llevaban al mundo de los elfos.

—Este es el otro mundo de los elfos.

—Creía que solo tenían uno.

—Nunca hablan de este.

—¿Y tú quieres entrar en él?

—Sí.

—¿Quieres encontrar elfos?

—Exacto. Y ahora, ¿vas a quedarte plantado ahí toda la noche, o vas a apartar esa piedra con tu palanqueta? —Le dio un suave codazo—. Ahí abajo hay oro, sabes.

—Oh, sí, muchísimas gracias —dijo Casavieja con sarcasmo—. Eso es especiesismo, eso es lo que es. Te aprovechas de mi situación de… inferioridad vertical para convencerme de que siga adelante prometiéndome oro, ¿verdad? Los enanos no son más que un montón de apetitos encima de un par de piernas, eso es lo que piensas. ¡Ja!

Tata suspiró.

—Oh, está bien —dijo—. Te diré lo que vamos a hacer… Cuando volvamos a casa te prepararé un poco de pan enanil como es debido. ¿Qué te parece?

Una sonrisa de incredulidad iluminó el rostro de Casavieja.

—¿Auténtico pan enanil?

—Sí. Me parece que todavía tengo la receta, y de todas maneras llevo semanas sin cambiarle la arena al gato.[36]

—Bueno, de acuerdo…

Casavieja metió un extremo de la palanqueta debajo de la piedra y aplicó su fuerza de enano al otro. Tras un momento de resistencia, la piedra cedió.

Debajo había escalones, apenas visibles bajo la capa de tierra y viejas raíces que los recubrían.

Tata empezó a bajar sin mirar atrás, y un instante después se dio cuenta de que el enano no la seguía.

—¿Qué ocurre?

—Nunca me han gustado la oscuridad y los espacios reducidos.

—¿Cómo? ¡Eres un enano!

—Nací enano, sí. ¡Pero incluso me pongo nervioso cuando tengo que esconderme en un armario! Lo cual supone un serio inconveniente en mi profesión, dicho sea de paso.

—No seas bobo. Yo no tengo miedo.

—Tú no eres yo.

—Te diré lo que haremos: lo coceré con un poco de gravilla extra.

—Ooh… Está usted hecha toda una tentadora, señora Ogg.

—Y coge las antorchas.

Las cuevas eran secas y cálidas. Casavieja trotó detrás de Tata, no queriendo salirse de la luz de las antorchas.

—¿Has estado aquí abajo antes?

—No, pero conozco el camino.

Pasado un rato, Casavieja comenzó a sentirse mejor. Las cavernas eran preferibles a los armarios. Para empezar, no te tropezabas una y otra vez con zapatos, y seguramente allí no había muchas probabilidades de que un esposo agraviado abriera la puerta empuñando una espada.

De hecho, comenzó a sentirse bastante contento.

Las palabras aparecieron en su cabeza de motu proprio, procedentes de algún lugar del bolsillo trasero de sus genes.

—Aibó, aibó…

Tata Ogg sonrió en la oscuridad.

El túnel terminaba en una caverna. El resplandor de las antorchas captó la silueta de unos muros lejanos.

—¿Es aquí? —preguntó Casavieja aferrando la palanqueta.

—No. Esto es otra cosa. Nosotras… conocemos este lugar. Es mítico.

—¿Quieres decir que no es real?

—Oh, sí lo es. Y también es mítico.

La antorcha crepitó. Había centenares de losas cubiertas de polvo esparcidas alrededor de la caverna formando una espiral en cuyo centro se divisaba una enorme campana, suspendida de una cuerda que desaparecía en la oscuridad del techo. Justo debajo de la campana colgante había un montoncito de monedas de plata y otro de monedas de oro.

—No toques el dinero —dijo Tata—. Espera, mira esto. Mi papá me habló de ello, y es un buen truco.

Extendió la mano y rozó la campana con la punta de los dedos, provocando un tenue ting.

Una cascada de polvo cayó de la losa más próxima. Lo que Casavieja había creído no era más que una escultura se incorporó entre crujidos. Era un guerrero armado. Dado que se había incorporado se podía estar prácticamente seguro de que estaba vivo, pero parecía haber pasado del rigor mortis a la vida sin atravesar la muerte por el camino.

Sus ojos hundidos en las cuencas se posaron en Tata Ogg.

—¿Qué demonios de horas crees que son estas?

—Todavía no es tu hora —dijo Tata.

—¿Y entonces por qué has hecho sonar la campana? No consigo pegar ojo desde hace, no sé, doscientos años, porque siempre tiene que venir algún mamón a hacer sonar la campana. Largo de aquí.

El guerrero volvió a acostarse.

—Es algún viejo rey y sus guerreros —susurró Tata mientras se marchaban a toda prisa—. Alguna clase de sueño mágico, me han dicho. Fue cosa de algún viejo mago. Se supone que despertaran para alguna batalla final cuando un lobo se coma al sol.

—Esos magos… Siempre están fumando algo —dijo Casavieja.

—Podría ser. Y ahora hacia la derecha. Siempre a la derecha.

—¿Estamos andando en círculos?

—En espiral. Ahora nos encontramos justo debajo del Hombre Largo.

—No, eso no puede ser —dijo Casavieja—. Hemos bajado por un agujero que había debajo del Hombre Largo y… Eh, un momento. ¿Quieres decir que ahora estamos en el sitio del que partimos y que es un lugar distinto?

—Vaya, veo que empiezas a cogerle el tranquillo.

Siguieron la espiral.

Que, finalmente, los condujo hasta una puerta, o algo así. Allí el aire era más caliente. Luces rojas brillaban en los pasajes laterales.

Dos enormes piedras habían sido apoyadas contra una pared rocosa, con una tercera colocada a través de ellas. Pieles de animales colgaban sobre la tosca entrada así formada, con hilillos de vapor enroscándose alrededor de ellas.

—Fueron levantadas al mismo tiempo que los Danzarines —explicó Tata—. Solo que aquí el agujero es vertical, así que únicamente necesitaron tres. Será mejor que dejes la palanqueta y que te quites las botas si es que están claveteadas.

—Estas botas fueron cosidas por el mejor zapatero de Ankh-Morpork —dijo Casavieja—, y algún día se las pagaré.

Tata apartó las pieles.

Una nube de vapor brotó de ellas.

Dentro había oscuridad, caliente y espesa como la melaza y oliendo como un vestuario de zorros. Mientras seguía a Tata Ogg, Casavieja percibió la presencia de figuras invisibles en aquel aire pestilente, y oyó conversaciones murmuradas que eran súbitamente interrumpidas. En un momento dado creyó ver un cuenco de piedras al rojo vivo, pero una mano sombría apareció sobre ellas y vertió el contenido de un cucharón, escondiéndolas en una nube de vapor.

Esto no puede estar dentro del Hombre Largo, se dijo. El Hombre Largo es un túmulo de tierra, y esto es una tienda muy larga hecha de pieles.

No pueden ser la misma cosa.

Se dio cuenta de que estaba chorreando sudor.

Dos antorchas se volvieron visibles entre las ondulaciones del vapor, su luz apenas algo más que una tenue coloración roja en la oscuridad. Pero bastaron para mostrar a una inmensa figura recostada junto a otro cuenco de piedras calientes.

La figura levantó la vista. Unas astas inmensas se agitaron entre el calor húmedo y pegajoso.

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