Aun así va a morir. Probablemente morirá como una valiente.
Ojalá mi mamá estuviera aquí.
Magrat terminó de enrollar los restos manchados del vestido de boda y lo metió en el saco.
—¿Tenemos algún caballo?
—Hay… caballos de los elfos en el patio del establo, señorita. Pero no creo que pueda montar en uno. —Shawn comprendió que no hubiera debido decir aquello.
Era negro, y más grande de lo que se imaginaba Magrat cuando pensaba en un caballo humano. Sus ojos rojos giraron locamente en las cuencas cuando la vio, y trató de colocarse en posición de cocearla. Magrat no consiguió montar hasta que no hubo logrado atarle las patas a las anillas que había en la pared del establo, pero el caballo cambió apenas la tuvo encima. De pronto mostró la docilidad de los severamente azotados, y pareció dejar de tener mente propia.
—Es el hierro —dijo Shawn.
—¿Qué les hace? No puede dolerles.
—No lo sé, señorita. Parece que los deja como paralizados.
—Baja el rastrillo en cuanto yo haya pasado.
—Señorita…
—¿Vas a decirme que no vaya?
—Pero…
—Pues entonces cállate.
—Pero…
—Me acuerdo de una canción tradicional que habla de una situación como esta —dijo Magrat—. Una joven vio cómo la reina de los elfos le robaba su prometido y en vez de dedicarse a lloriquear por allí, la joven se subió a su caballo y fue y lo rescató. Bueno, pues eso voy a hacer yo.
Shawn trató de sonreír.
—¿Va a cantar? —preguntó.
—Voy a luchar. Tengo muchas cosas por las que luchar, ¿verdad? Y todo lo demás ya lo he probado.
Shawn quería decir: ¡pero es que no es lo mismo! ¡Cuando eres una persona real, ir a luchar no es como en las canciones folklóricas! ¡En la vida real mueres! ¡En las canciones basta con que te acuerdes de taparte una oreja y sepas cómo cantar el siguiente estribillo! ¡En la vida real nadie va por ahí lan-larín-leando-y-cantando-hu-rra-lí!
Sin embargo, lo que dijo fue:
—Pero, señorita, si usted no regresa…
Magrat se volvió sobre la silla de montar.
—Volveré.
Shawn vio cómo espoleaba al apático caballo hasta ponerlo al trote y desaparecía por el puente levadizo.
—¡Buena suerte! —gritó.
Después bajó el rastrillo y volvió a la fortaleza, donde había tres ballestas cargadas encima de la mesa de la cocina.
También había el libro sobre artes marciales que el rey había pedido especialmente para él.
Shawn avivó el fuego con el fuelle, puso una silla de cara a la puerta y buscó la Sección Avanzada del manual.
Magrat ya se encontraba a medio camino de la plaza cuando el efecto de la adrenalina se disipó y su vida por fin logró darle alcance.
Bajó los ojos hacia la armadura y el caballo, y pensó: Me he vuelto loca.
Ha sido aquella maldita carta. Y estaba asustada. Me dije que le demostraría a todo el mundo de qué estaba hecha. Y ahora probablemente lo sabrán: estoy hecha de montones de tubos y cositas tirando a blandas de un color entre verde y púrpura.
Con esos elfos tuve suerte, nada más. Y no pensé. En cuanto pienso, enseguida lo hago todo del revés. No creo que vuelva a tener tanta suerte…
¿Suerte?
Pensó tristemente en sus bolsas de amuletos y talismanes en el fondo del río. Nunca habían surtido efecto, si había que guiarse por lo que había sido su vida, pero quizá —y era una idea horrible—, quizá habían evitado que fuese todavía peor.
Apenas había luces en el pueblo, y muchas de la casas tenían los postigos cerrados.
Los cascos del caballo resonaban sobre los adoquines. Magrat escrutó las sombras. Hubo un tiempo en el que solo habían sido sombras, pero ahora podían ser puertas a cualquier cosa.
Las nubes venían del Eje. Magrat se estremeció.
Nunca había visto aquello.
Era noche auténtica.
La noche había caído sobre Lancre, y era una noche muy vieja. No era la simple ausencia del día, patrullada por la luna y las estrellas, sino una extensión de algo que había existido mucho antes de cualquier luz para definir su ausencia. Iba desplegándose a sí misma desde las raíces de los árboles y el interior de las piedras, reptando lentamente a través de la tierra.
El saco de lo que Magrat consideraba utensilios esenciales podía estar en el fondo del río, pero ella llevaba más de diez años siendo bruja, y podía sentir el terror en el aire.
La gente recuerda bastante mal. Pero las sociedades recuerdan bien, el enjambre recuerda, codificando la información para burlar a los censores de la mente, transmitiéndola de abuela a nieta bajo la forma de pequeños fragmentos de insensateces que no se molestarán en olvidar. A veces la verdad se mantiene viva a sí misma de maneras tortuosas pese a los tenaces esfuerzos de los guardianes oficiales de la información. Viejos fragmentos empezaron a unirse con un tintineo musical en la cabeza de Magrat.
Subiendo con el viento por la montaña, bajando con el torrente por el prado…
De fantasmas, trasgos y bestias de largas patas…
Mi madre me dijo que nunca debía…
No nos atrevemos a ir de caza, por miedo a…
Y las cosas que vagan por la…
Jugar con las hadas en el bosque…
Magrat se irguió sobre aquel caballo en que no confiaba y aferró la espada que no sabía usar mientras los códigos surgían de la memoria y trepaban unos sobre otros hasta adquirir forma.
Roban el ganado y los bebés.
Roban la leche…
Les encanta la música, y se llevan a los músicos…
De hecho lo roban todo.
Nunca seremos tan libres como ellos, tan hermosos como ellos, tan listos como ellos, tan ágiles como ellos; somos animales.
Un viento helado soplaba en el bosque más allá del pueblo. Siempre había sido un bosque muy agradable para pasear, pero Magrat sabía que ya no volvería a serlo. Los árboles tendrían ojos. Habría risas lejanas flotando en el viento.
Se lo llevan todo.
Magrat espoleó al caballo hasta ponerlo al paso. Una puerta se cerró de golpe en algún lugar del pueblo.
Y lo que te dan a cambio es miedo.
Unos martillazos resonaron al otro lado de la calle. Un hombre estaba clavando algo en su puerta. Miró en torno a él con ojos aterrorizados, vio a Magrat, y entró corriendo en su casa.
Lo que había clavado en la puerta era una herradura.
Magrat ató el caballo a un árbol y desmontó. Llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta.
¿Quién vivía allí? ¿Carretero el tejedor, o sería Tejedor el panadero?
—¡Abre de una vez, hombre! ¡Soy yo, Magrat Ajostiernos!
Al lado del escalón de la puerta había algo blanco. Resultó un cuenco de leche.
Una vez más, Magrat volvió a pensar en el gato Greebo.
Maloliente, imprevisible, cruel y vengativo… pero que ronroneaba deliciosamente, y cada noche tenía derecho a un cuenco de leche.
—¡Vamos! ¡Abre de una vez!
Pasado un rato los pestillos fueron descorridos y un ojo fue aplicado a una rendija muy estrecha.
—¿Sí?
—Eres Carretero el panadero, ¿verdad?
—Soy Tejedor el techador.
—¿Y sabes quién soy?
—¡Señorita Ajostiernos!
—¡Venga, déjame entrar!
—¿Está sola, señorita?
— Sí.
La rendija se agrandó hasta adquirir la anchura de una Magrat.
Había una vela encendida en la habitación. Tejedor retrocedió ante Magrat hasta quedar torpemente apoyado en la mesa. Magrat miró alrededor.
El resto de la familia Tejedor estaba escondido debajo de la mesa. Cuatro pares de ojos asustados alzaron la mirada hacia Magrat.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
—Eh… —dijo Tejedor—. No la había reconocido con su sombrero de vuelo, señorita…
—Creía que estabais haciendo el Entretenimiento. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Dónde está mi futuro esposo?
—Eh…
Sí, probablemente era el casco. Esa fue la conclusión a que llegó Magrat después. Había ciertos objetos, como espadas y sombreros de mago y coronas y anillos, que terminaban captando algo de la naturaleza de sus dueños. La reina Ynci seguramente nunca había cosido un tapiz en su vida, y sin duda tardaba menos en perder los estribos que una bosta de vaca en mojarse cuando llovía.[34] Lo mejor que podía hacer era pensar que algo de ella se le había pegado al casco y ahora estaba siendo transmitido a Magrat como una especie de enfermedad capilar de la realeza. Lo mejor que podía hacer era dejar que Ynci tomara las riendas.
Cogió por el cuello a Tejedor.
—Si vuelves a decir «Eh» una sola vez más —dijo—, te cortaré las orejas.
—Eh… aargh… Verá, señorita… ¡Son los Lores y las Damas, señorita!
—¿De verdad son los elfos?
—¡Señorita! —exclamó Tejedor con ojos suplicantes—. ¡No lo diga! Los hemos oído bajar por la calle. Docenas de ellos. Y han robado la vaca del viejo Techador y la cabra de Skindle y derribaron la puerta de…
—¿Por qué has puesto un cuenco de leche fuera? —quiso saber Magrat.
La boca de Tejedor se abrió y se cerró varias veces antes de que consiguiera hablar.
—Verá, mi Eva dijo que su abuelita siempre ponía fuera un cuenco de leche para ellos, para que estuvieran conté…
—Comprendo —dijo Magrat con voz gélida—. ¿Y el rey?
—¿El rey, señorita? —repuso Tejedor, ganando un poco de tiempo.
—El rey —dijo Magrat—. No muy alto, ojos llorosos y orejas que sobresalen, a diferencia de otras orejas de los alrededores dentro de poco.
Los dedos de Tejedor se enroscaron entre sí como serpientes atormentadas.
—Bueno… bueno… bueno…
Reparó en la cara que estaba poniendo Magrat, y se dio por vencido.
—Hicimos la obra —dijo—. Yo les dije que hiciéramos la Danza del Palo y el Cubo en vez de la obra, pero no hubo manera de que cambiasen de parecer. Y al principio todo iba bastante bien y luego, y luego, y luego… de pronto Ellos estaban allí, centenares de ellos, y todo el mundo corría, y alguien chocó conmigo y me caí al arroyo, y luego hubo todo aquel ruido, y vi a Jason Ogg atizándole a cuatro elfos con lo primero que encontró…
—¿Otro elfo?
—Exacto, y luego encontré a Eva y los chicos, y luego todo el mundo volvió corriendo a su casa, y luego llegaron esos… aristócratas a caballo, y pude oír cómo se reían, y llegamos a casa y Eva me dijo que pusiera una herradura en la puerta y…
—¿Y qué pasó con el rey?
—No lo sé, señorita. Lo último que recuerdo es que se estaba riendo de Techador y su peluca de paja.
—¿Y Tata Ogg y Yaya Ceravieja? ¿Qué ha sido de ellas?
—No lo sé, señorita. No recuerdo haberlas visto, pero había gente corriendo por todas partes y…
—¿Y dónde ocurrió todo eso?
—¿Señorita?
—¿Dónde ocurrió? —repitió Magrat, intentando hablar despacio y con claridad.
—Arriba en los Danzarines, señorita. Ya sabe. Las viejas piedras.
Magrat lo soltó.
—Oh, sí —dijo—. No se lo digáis a Magrat. Magrat no debe enterarse de esa clase de cosas. ¿Los Danzarines? Sí, claro.
—¡No fuimos nosotros, señorita! ¡Solo estábamos fingiendo!
—¡Ja!
Volvió a descorrer los cerrojos.
—¿Adonde va, señorita? —preguntó Tejedor, que nunca ganaría el Campeonato de Rapidez Mental de Lancre.
—¿Adonde crees que voy?
—Pero, señorita, no puede llevar hierro…
Magrat cerró de un portazo. Luego pateó el cuenco de leche con tanta fuerza que esparció su contenido por toda la calle.
Jason Ogg se arrastraba cautelosamente entre los helechos goteantes. A un par de metros había una figura. Jason sopesó la piedra que llevaba en la mano…
—¿Jason?
—¿Eres tú, Tejedor?
—No; soy yo… Sastre.
—¿Dónde están los demás?
—Calderero y Panadero acaban de encontrar a Carpintero. ¿Has visto a Tejedor?
—No, pero vi a Carretero y Techador.
Volutas de niebla subían hacia el cielo mientras la lluvia tamborileaba sobre la tierra caliente. Los siete bailarines supervivientes se metieron bajo las goteantes ramas de un arbusto.
—¡Mañana sí que se armará una buena! —gimió Carretero—. ¡Cuando nos encuentre estaremos perdidos!
—Todo irá bien si conseguimos hallar un poco de hierro —dijo Jason.
—¡El hierro no la afecta! ¡Nos arrancará la piel a tiras!
Carretero pegó las rodillas al pecho en una reacción de puro terror.
—¿Quién?
—¡La señora Ceravieja!
Techador le dio un codazo en las costillas. El agua caía de las hojas encima de ellos y se les metía por el cuello.
—¡No seas idiota! ¡Ya has visto a esas cosas! ¿A qué viene eso de preocuparse por esa vieja pesada?
—¡Nos arrancará la piel a tiras, te lo digo yo! ¡Nos culpará de todo!
—Espero que tenga ocasión de decirlo —masculló Calderero.
—Estamos atrapados entre la roca y un sitio duro —dijo Techador.
—No —sollozó Carretero—. Yo he estado allí. Es esa cañada que hay justo encima de Culo de Mal Asiento. ¡Y no estamos atrapados allí! ¡Ojalá lo estuviéramos! ¡Estamos atrapados debajo de este arbusto! ¡Y nos estarán buscando! ¡Y ella también nos buscará!