Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—A lo mejor te has distraído pensando en otras cosas —dijo Ridcully, sin renunciar del todo a la esperanza.

—Pues claro que estoy pensando en otras cosas, contigo cayéndote a cada momento y diciendo bobadas —replicó Yaya—. Si el señor Mago Atontolinado no hubiera querido desenterrar restos de cosas que para empezar nunca existieron, ahora yo no estaría aquí: estaría en el centro de las cosas y sabría qué está pasando. —Apretó los puños.

—Bueno, no tienes por qué estar ahí —dijo Ridcully—. Hace una noche preciosa. Podríamos quedarnos sentados aquí y…

—Tú también empiezas a notarlo —dijo Yaya—. Toda esa tontería romántica de los ojos que se encuentran a través de una habitación llena de gente, ¿eh? No entiendo cómo te las has arreglado para conservar tu puesto de mago que manda.

—Pues principalmente inspeccionando mi cama con mucho cuidado y asegurándome de que alguien más ya ha disfrutado de una rebanada de lo que sea que estoy comiendo —dijo Ridcully, con una sinceridad desarmante—. Oh, en realidad no es nada del otro mundo. Básicamente consiste en firmar papeles y pegar un buen grito de vez en cuando…

Ridcully se rindió.

—De todas maneras, pareciste sorprenderte bastante en cuanto me viste —dijo—. Te pusiste blanca.

—Cualquiera se hubiese puesto blanco, viendo a un hombre hecho y derecho que te mira con cara de oveja atragantada —dijo Yaya.

—Nunca te das por vencida, ¿eh? —dijo Ridcully—. Asombroso. No cedes ni un centímetro.

Otra hoja pasó flotando junto a ellos.

Ridcully no se movió.

—Sabes —dijo, manteniendo la voz firme y tranquila—, o el otoño llega demasiado pronto en este sitio, o los pájaros de aquí son los de la historia que he mencionado, o hay alguien en el árbol encima de nosotros.

—Lo sé.

—¿Lo sabes?

—Sí, porque he prestado atención mientras tú te dedicabas a esquivar el tráfico en el Callejón del Recuerdo —dijo Yaya—. Hay al menos cinco, y están justo encima de nosotros. ¿Cómo van esos dedos mágicos tuyos?

—Podría arreglármelas para hacer una bola de fuego.

—No serviría de nada. ¿Puedes sacarnos de aquí?

—No a ambos.

—¿Solo a ti?

—Probablemente, pero no voy a dejarte.

Yaya puso los ojos en blanco.

—Así que es verdad, mira por dónde —dijo—. Todos los hombres son unos cursis. No te pongas sentimental, viejo bobo. No tienen intención de matarme. Al menos no todavía. Pero no saben casi nada sobre los magos, y te cortarán en rebanadas sin pensárselo dos veces.

—¿Quién está siendo sentimental ahora?

—No quiero verte muerto cuando podrías estar haciendo algo útil.

—Huir no sirve de nada.

—Será más útil que quedarse aquí.

—Si me fuera, nunca me lo perdonaría.

—Y yo nunca te perdonaría si te quedaras, y tengo más experiencia que tú en no perdonar —dijo Yaya—. Cuando todo haya terminado, intenta localizar a Gytha Ogg. Dile que mire en mi vieja caja. Ella sabrá qué hay dentro. Y si no te marchas ahora mismo…

Una flecha se clavó en el tocón junto a Ridcully.

—¡Esos desgraciados me están disparando! —gritó—. Si tuviera mi ballesta…

—En ese caso, yo que tu iría a cogerla —dijo Yaya.

—¡Tienes razón! ¡Vuelvo enseguida!

Ridcully desapareció. Un instante después varios trozos de almena del castillo cayeron sobre el sitio en que había estado.

—Bueno, ya nos lo hemos quitado de encima —dijo Yaya a nadie en particular.

Se puso en pie y paseó la mirada por los árboles.

—De acuerdo, aquí me tenéis —dijo—. No voy a huir. Venid por mí. Aquí me tenéis. Por entero.

Magrat se fue calmando. Naturalmente que existía. Cada castillo tenía una. Y, naturalmente, aquella era utilizada. Un sendero transitado abierto a través del polvo llevaba al colgador instalado a un par de metros de la puerta, donde varias cotas de malla desvencijadas colgaban de una varilla, al lado de las picas. Shawn probablemente iba allí cada día. Era la armería.

Greebo saltó de los hombros de Magrat y se alejó por las avenidas llenas de telarañas, absorto en su incesante búsqueda de cualquier cosa pequeña que chillara.

Magrat lo siguió, andando como en sueños. Los reyes de Lancre nunca habían tirado nada. O al menos nada con lo que se pudiera matar a alguien. Había armaduras para hombres. Había armaduras para caballos. Había armaduras para perros de combate. Hasta había armaduras para cuervos, aunque el proyecto del rey Gurnt el Estúpido para organizar una fuerza de ataque aéreo nunca había llegado a despegar. Había picas, y espadas, sables, cimitarras, espadones, moretes, manguales, mazas, garrotes y enormes cosas erizadas de pinchos. Estaban todas revueltas y, en aquellos puntos donde habían aparecido goteras en el techo, se habían oxidado hasta fundirse en una sola masa. Había arcos largos, arcos cortos, arcos-pistola, arcos de estribo y ballestas, amontonados como leña para el fuego y dejados en cualquier sitio con idéntico descuido. Partes de armadura se amontonaban en pilas, y habían enrojecido con el óxido. De hecho, el óxido se hallaba presente por todas partes. Aquella enorme estancia estaba llena de la muerte del hierro.

Magrat siguió andando, como un muñeco de relojería que no cambiará de dirección hasta que tropiece con algo.

La luz de la vela se reflejaba apagadamente en cascos y corazas. Las armaduras para caballos eran particularmente terribles, suspendidas de sus soportes de madera medio podrida: se alzaban como esqueletos exteriores y, como los esqueletos, dirigían la mente hacia pensamientos de mortalidad. Cuencas vacías contemplaban sin verla a la pequeña figura iluminada por la vela.

—¿Mi señora?

La voz venía del otro lado de la puerta, a bastante distancia por detrás de Magrat. Pero resonó alrededor de ella, rebotando en los siglos de armamentos mohosos.

No pueden entrar aquí, pensó Magrat. Hay demasiado hierro. Aquí estoy a salvo.

—Si la señora quiere jugar, traeremos a sus amigos.

Magrat se volvió y la luz hizo brillar el borde de algo.

Magrat apartó un enorme escudo.

—¿Mi señora?

Magrat extendió los brazos.

—¿Mi señora?

Las manos de Magrat sostenían un oxidado casco de hierro con alas.

—Venid a bailar en la boda, mi señora.

Las manos de Magrat se cerraron sobre una coraza recubierta de pinchos y generosamente dotada.

Greebo, que había estado persiguiendo ratones a través de una armadura caída en el suelo, asomó la cabeza por una pierna.

Un cambio había tenido lugar en Magrat. Se le notaba en la respiración. Antes jadeaba, debido al miedo y el agotamiento. Luego, por unos segundos, su respiración no produjo ningún sonido. Y finalmente volvió a hacerse audible. Lenta, profunda Y muy deliberadamente.

Greebo vio cómo Magrat, a la que siempre había despreciado por considerarla una especie de ratón con forma humana, levantaba aquel sombrero con alas y se lo encasquetaba.

El poder de los sombreros era un tema que no tenía secretos para Magrat.

El estrépito de los carros de guerra retumbó en los oídos de su mente.

—¿Mi señora? Vamos a traer a vuestros amigos para que os canten.

Magrat se volvió.

La vela centelleó en sus ojos.

Greebo buscó refugio en el interior de la armadura. Se acordó de una ocasión en que había saltado sobre una raposa. En circunstancias normales Greebo podía acabar con un zorro sin que se le moviese un pelo, pero resultó que aquella raposa tenía crías. No lo descubrió hasta que la hubo perseguido al interior de su madriguera. Greebo perdió un trozo de oreja y un montón de pelaje antes de poder huir.

Aquella raposa había tenido una expresión muy similar a la que ahora veía en el rostro de Magrat.

—¿Greebo? ¡Ven aquí!

El gato trató de encontrar un lugar seguro en el peto de la armadura. Estaba empezando a dudar si sobreviviría a aquella noche.

Los elfos merodeaban por los jardines del castillo. Cuando se sintieron suficientemente aburridos, mataron a los peces del estanque ornamental.

El señor Brooks estaba sentado en una silla de cocina, ocupándose de una hendidura que había en la pared del establo.

Era vagamente consciente de que estaba ocurriendo algo, pero solo afectaba a los humanos y por consiguiente era de importancia secundaria. Pero sí se dio cuenta del cambio producido en el rumor de las colmenas, y del astillarse de la madera.

Una colmena ya había sido volcada. Abejas enfurecidas formaban una nube alrededor de tres figuras cuyos pies estaban haciendo estragos en los panales, la miel y las crías.

Las risas se detuvieron cuando una figura velada y cubierta de blanco asomó por encima del seto. La figura alzó un largo tubo metálico.

Nadie había sabido nunca qué era lo que el señor Brooks metía en su rociador. La mezcla contenía tabaco viejo, raíces hervidas, cortezas raspadas de los árboles y hierbas de las que ni siquiera Magrat había oído hablar. El rociador lanzó por encima del seto un chorro reluciente que le dio justo entre los ojos al elfo del centro, para esparcirse a continuación sobre los otros dos.

El señor Brooks los contempló sin inmutarse hasta que dejaron de debatirse.

—Avispas —dijo.

Después fue a coger una caja, encendió una linterna y, con cuidado y delicadeza, sin preocuparse de las picaduras, empezó a reparar los panales dañados.

Shawn ya no sentía gran cosa en su brazo, excepto de una manera lejana y caliente que indicaba que como mínimo tenía un hueso roto, y sabía que dos de sus dedos no hubieran debido tener aquel aspecto. Solo llevaba su chaleco y sus calzones, pero aun así estaba sudando. Nunca hubiese debido quitarse la cota de malla, pero cuesta mucho negarse cuando un elfo te está apuntando con un arco. Afortunadamente, Shawn sabía algo que muchas personas ignoran: que una cota de malla no ofrece mucha defensa contra una flecha. Y, ciertamente, ninguna cuando la flecha te apunta entre los ojos.

Lo habían llevado a rastras por los pasillos hasta la armería. Había al menos cuatro elfos, pero era difícil verles las caras. Shawn se acordó de cuando el espectáculo ambulante del Linternote Mágico había venido a Lancre, aquella noche en que contempló extasiado cómo distintas imágenes eran proyectadas encima de una de las sábanas de Tata Ogg. Las caras de los elfos le recordaban aquello. Había ojos y una boca perdida en algún sitio, pero todo lo demás parecía provisional, con las facciones de los elfos desfilando rápidamente a través de sus caras como las imágenes sobre la pantalla.

No decían gran cosa. Solo reían mucho. Eran gentes muy alegres, sobre todo cuando te retorcían el brazo para averiguar hasta dónde podías doblarlo.

Los elfos hablaron entre ellos en su lengua. Después uno se volvió hacia Shawn y señaló la puerta de la armería.

—Queremos que la dama salga de allí —dijo—. Debes decirle que si no sale, entonces jugaremos un poco más contigo.

—¿Y qué nos haréis si sale? —preguntó Shawn.

—Oh, entonces también jugaremos contigo —dijo el elfo—. Eso es lo que hace que resulte tan gracioso. Pero ella tiene que aferrarse a la esperanza, ¿verdad? Y ahora, habla con ella.

Shawn fue empujado hacia la puerta y llamó, con lo que esperaba fuese una manera respetuosa.

—Hum. ¿Señorita reina?

La voz de Magrat sonó curiosamente ahogada.

—¿Sí?

—Soy yo, Shawn.

—Lo sé.

—Estoy aquí fuera. Hum. Creo que le han hecho daño a la señorita Tockley. Hum. Dicen que si usted no sale ahora mismo, me harán más daño. Pero no es necesario que salga, porque no se atreven a entrar debido a todo ese hierro. Así que yo de usted no les haría caso.

Hubo unos cuantos tintineos lejanos, y luego una especie de tañido.

—¿Señorita Magrat?

—Pregúntale si hay comida y agua ahí dentro —dijo el elfo.

—Señorita, dicen…

Un elfo lo apartó de un manotazo. Dos de ellos se apostaron a los lados de la entrada, y uno pegó su oreja puntiaguda a la puerta.

Después se arrodilló para mirar por el ojo de la cerradura, cuidando de no acercarse demasiado al metal.

Hubo un ruidito no más fuerte que un chasquido. El elfo permaneció inmóvil unos momentos, y luego se desplomó.

Shawn parpadeó.

Un par de centímetros de dardo de ballesta sobresalían del ojo del elfo. Las plumas habían sido arrancadas del astil por su paso a través del ojo de la cerradura.

—Caray —dijo Shawn.

La puerta de la armería se abrió, revelando únicamente oscuridad.

Uno de los elfos se echó a reír.

—Bueno, eso le habrá servido de lección —dijo—. Menudo estúpido… ¿Mi señora? ¿Escucharéis a vuestro guerrero?

Agarró el brazo roto de Shawn y lo retorció.

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