Dejar marchar a Shawn con una llave quizá no había sido tan buena idea después de todo, porque si lo capturaban entonces podrían abrir…
Hubo un prolongado grito y luego la noche fue regresando lentamente.
Unos minutos después hubo unos ruiditos en la cerradura, muy parecidos a los que produciría alguien que manipulase una llave envuelta en varias capas de tela para evitar el contacto con el hierro.
La puerta comenzó a abrirse y chocó contra la cama.
—¿No queréis salir, noble señora?
La puerta volvió a crujir.
—¿No queréis venir a bailar con nosotros, hermosa señora? —La voz estaba envuelta en extrañas armonías y un eco que seguía zumbando en la cabeza varios segundos después de que la última palabra hubiera sido pronunciada.
La puerta se abrió de golpe.
Tres figuras entraron en la habitación y la registraron. Después una de ellas fue a la ventana y miró fuera.
El viejo muro medio en ruinas que descendía hacia el techo de cañizo estaba vacío.
La figura hizo un gesto con la cabeza a otras dos siluetas inmóviles en el patio, y sus rubios cabellos relucieron a la luz de la luna.
Una de ellas señaló hacia arriba, donde una mujer, su largo vestido blanco ondulando bajo la brisa, trepaba por el muro de la fortaleza.
El elfo rió. Aquello iba a ser más entretenido de lo que había imaginado.
Magrat se izó por encima del alféizar y se derrumbó, jadeando, sobre el suelo. Luego fue con paso tambaleante hacia la puerta, que no tenía su llave. Pero había dos gruesas trancas de madera que Magrat puso en su sitio.
También había un postigo de madera para la ventana.
No permitirían que volviera a escapárseles. Magrat había estado esperando una flecha, pero… No, algo tan simple como eso no hubiese sido lo bastante divertido.
Escrutó la oscuridad. Bueno… estaba en una habitación. Magrat ni siquiera sabía cuál era. Encontró una palmatoria y un manojo de cerillas y, después de rascar unas cuantas, consiguió encender una.
Había varias cajas y bultos amontonados junto a la cama. Una habitación de invitados.
Los pensamientos goteaban a través del silencio de su cerebro, uno tras otro.
Se preguntó si le cantarían, y si podría volver a soportarlo. Quizá si sabías qué esperar…
Llamaron suavemente a la puerta.
—Tenemos a vuestros amigos abajo, señora. Venid a bailar conmigo.
Magrat recorrió desesperadamente la habitación con la mirada.
Era tan impersonal como cualquier otra habitación de invitados. Jofaina y palangana encima de un pedestal, la horrible alcoba del guardarropa inadecuadamente escondida tras una cortina, una cama encima de la cual había bolsas y paquetes, una vieja silla de la cual había desaparecido todo el barniz, y un pequeño cuadrado de alfombra agrisado por la edad y el polvo incrustado.
La puerta tembló en su marco.
—Dejadme entrar, dulce señora.
Esta vez la ventana no era ninguna escapatoria. Quedaba la cama para esconderse debajo, y eso solo funcionaría durante un par de segundos, ¿verdad?
La mirada de Magrat fue nuevamente atraída por alguna clase de horrible magia hacia el guardarropa del dormitorio, que seguía acechando detrás de su cortina.
Levantó la tapa. El hueco era lo bastante ancho para permitir el paso de un cuerpo. Los guardarropas eran famosos en ese aspecto. Varios reyes impopulares habían encontrado su fin en el guardarropa, a manos de un asesino provisto de una lanza, dotes de escalador y una visión fundamentalista de la política.
La puerta recibió un potente impacto.
—Mi señora, ¿queréis que os cante?
Magrat tomó una decisión.
Fueron las bisagras las que terminaron cediendo, cuando los pernos oxidados perdieron su último asidero en la piedra. La cortina a medio correr de la alcoba temblaba bajo la brisa. El elfo sonrió, fue hacia ella y la apartó. La tapa de roble estaba levantada. El elfo miró hacia abajo.
Magrat se incorporó por detrás del elfo como un fantasma blanco y le golpeó en la nuca con la silla, que se hizo pedazos. El elfo intentó volverse y conservar el equilibrio, pero en las manos de Magrat todavía quedaba silla suficiente para golpearlo con un desesperado revés ascendente. El elfo se desplomó por el agujero, trató de agarrarse a la tapa y solo consiguió cerrarla tras de sí. Magrat oyó un golpe ahogado y un alarido de rabia mientras la criatura se precipitaba hacia la maloliente oscuridad. Esperar que la caída lo matara sería hacerse demasiadas ilusiones. Después de todo, aterrizaría encima de algo blando.
—Cuanto más alto estés —se dijo Magrat—, más apestosa lesera la caída.
Esconderse debajo de la cama solo funciona un par de segundos, pero a veces un par de segundos son suficientes. Dejó caer la silla. Estaba temblando. Pero seguía viva, y la sensación resultaba muy agradable. Eso era lo bueno de estar vivo. Estás vivo para disfrutarlo.
Se asomó al pasillo.
Tenía que moverse. Cogió una pata de la silla porque la reconfortaba sentirla entre sus dedos, y salió al pasillo.
Hubo otro grito, este procedente de la Gran Sala.
Magrat miró en dirección opuesta, hacia la Larga Galería. Echó a correr. Tenía que haber una salida en alguna parte, alguna puerta, alguna ventana…
Algún monarca emprendedor había puesto cristales en las ventanas hacía cierto tiempo. La luz de la luna los atravesaba en grandes bloques plateados intercalados con cuadrados de oscuras sombras.
Magrat corrió de la luz a la sombra, de la sombra a la luz, por aquella interminable estancia. Monarca tras monarca desfilaban velozmente junto a ella, como en una película acelerada. Rey tras rey, todos ellos patillas y coronas y barbas. Reina tras reina, todas ellas corsés y rígidos corpiños y bufalcones de caras barbudas y timoratas y perritos y…
Alguna forma, alguna ilusión óptica creada por la luna, alguna expresión en un rostro pintado logró abrirse paso a través de su terror y atrajo su mirada.
Magrat nunca había visto aquel retrato. Nunca había llegado tan lejos en sus paseos. La estúpida vacuidad de las reinas allí reunidas siempre le había resultado deprimente. Pero esta…
Esta, de alguna manera, parecía estar llamándola.
Se detuvo delante del cuadro.
No podía haber sido pintado a partir de la vida real. En los tiempos de aquella reina, la única pintura conocida localmente era una especie de azul, y se utilizaba encima del cuerpo. Pero unas generaciones antes, el rey Lully I había desarrollado cierta faceta de historiador y romántico. Había investigado todo lo que se sabía sobre los primeros tiempos de Lancre y, allí donde las evidencias tangibles escaseaban, el rey Lully, siguiendo las mejores tradiciones del historiador étnico, había llevado a cabo ciertas deducciones partiendo de la sabiduría revelada evidente[30] y extrapolado basándose en las fuentes asociadas.[31] Acto seguido había encargado el retrato de la reina Ynci la Mal Genio, una de las fundadoras del reino.
La reina Ynci tenía un casco alado adornado con un pincho y una masa de negros cabellos recogidos en tirabuzones con sangre como loción fijadora. Iba aparatosamente maquillada siguiendo las directrices estilísticas de la escuela de cosmética bárbara glasto-y-sangre-y-espirales. Lucía un sujetador con copas de la talla extra y hombreras erizadas de pinchos. Llevaba rodilleras provistas de pinchos, y pinchos en las sandalias, y una falda tirando a corta en el motivo tartán y sangre que se había puesto tan de moda. Una mano permanecía tranquilamente apoyada en un hacha de guerra de doble hoja rematada por un pincho, y la otra acariciaba la mano de un guerrero enemigo capturado. El resto del guerrero colgaba de unos cuantos pinos en el fondo del cuadro.
En el retrato también figuraba Estaca, su pony de batalla favorito, de la ahora extinta raza montañesa de Lancre cuyo temperamento y constitución general tanto recordaban a un barril de pólvora, y su carro de guerra, que recapitulaba el popular tema de los pinchos. Tenía unas ruedas con las que hubieras podido afeitarte. Magrat descubrió que no podía apartar los ojos del cuadro. Nunca habían mencionado aquello.
Le habían hablado de tapices, y de hacer bordados, y de miriñaques, y de cómo había que darle la mano a un noble. Nunca le habían hablado de los pinchos.
Hubo un ruido al final de la galería. Magrat se recogió las faldas y corrió.
Oyó pasos que la seguían, y risas. Por la izquierda bajando hacia los claustros, luego a lo largo del oscuro pasillo que había encima de las cocinas, y más allá de… Una forma se movió entre las sombras. Hubo un destello de dientes. Magrat levantó la pata de la silla pero se quedó inmóvil sin llegar a asestar el golpe.
—¿Greebo?
El gato de Tata Ogg se restregó contra sus piernas. Tenía el pelaje pegado al cuerpo. Eso la puso todavía más nerviosa. Después de todo se trataba de Greebo, rey indiscutido de la población felina de Lancre y padre de la mayor parte de ella, ante cuya presencia los lobos procuraban no hacer ruido y los osos se subían a los árboles. Y ahora estaba asustado.
—¡Ven aquí, jodido idiota!
Lo agarró por el pellejo del cuello lleno de cicatrices y siguió corriendo, mientras Greebo le hundía agradecidamente las garras en el brazo hasta el hueso[32] y se encaramaba a su hombro.
Debía de encontrarse muy cerca de las cocinas, porque ese era territorio de Greebo. Era un área desconocida y nebulosa, el verdadero terror incógnito, donde el grosor de las alfombras y el yeso de las columnas terminaban de pronto para revelar la osamenta de piedra del castillo.
Magrat estaba segura de oír pasos detrás de ella, muy veloces ligeros.
Si conseguía doblar la próxima esquina…
Greebo se tensó como un resorte encima de su hombro. Magrat se detuvo.
Detrás de la siguiente esquina…
Sin que Magrat pareciera ordenárselo, la mano que empuñaba el trozo de madera se puso en guardia.
Magrat fue hacia el rincón y apuñaló en un solo movimiento. Hubo un siseo triunfal que se convirtió en graznido cuando la madera bajó por el cuello del elfo que había oculto allí. La criatura se apartó tambaleándose. Magrat corrió hacia la puerta más próxima, llorando de pánico, y forcejeó con el pomo. La puerta se abrió. Cruzó el umbral, cerró de un portazo, manoteó en la oscuridad buscando las trancas, las oyó ocupar su posición en los soportes y cayó de rodillas.
Algo chocó contra la puerta en el pasillo.
Pasado un rato, Magrat abrió los ojos y se preguntó si realmente los había abierto, porque la oscuridad seguía igual de oscura. Había una sensación de espacio delante de ella. En el castillo había toda clase de cosas, viejas habitaciones escondidas, un poco de todo… Allí podía haber un pozo, podía haber cualquier cosa. Magrat buscó a tientas el marco de la puerta, se levantó guiándose por él y después tanteó más o menos en la dirección de la pared.
Había un estante. Aquello era una vela. Y aquello otro un manojo de cerillas.
Así pues, pensó Magrat por encima de los latidos de su corazón, aquella habitación había sido utilizada recientemente.
En Lancre la mayoría de la gente todavía usaba yesqueros. Solo el rey podía permitirse utilizar cerillas que eran traídas desde Ankh-Morpork. Yaya Ceravieja y Tata Ogg también tenían cerillas, pero ellas no las compraban. A ellas se las daban. Cuando eras una bruja, era muy fácil que te dieran cosas.
Magrat encendió el cabo de vela y se volvió para ver en que clase de habitación se había metido.
Oh, no…
—Vaya, vaya —dijo Ridcully—. Ese árbol me resulta familiar.
—Cállate.
—Creía que alguien había dicho que solo teníamos que subir colina arriba —dijo Ridcully.
—Cállate.
—Recuerdo que en una ocasión vinimos a dar un paseo por estos bosques y dejaste que yo…
—Cállate.
Yaya Ceravieja se sentó en un tocón.
—Nos están haciendo perdernos —dijo—. Alguien está jugando con nosotros.
—Me acuerdo de una historia que oí en cierta ocasión —dijo Ridcully—, sobre dos niños que se perdieron en el bosque y un montón de pájaros vinieron y los taparon con hojas. —La esperanza apuntaba en su voz como el dedo gordo de un pie asomando por debajo de una crinolina.
—Sí, eso es justo el tipo de gilipollez que se le ocurriría a un pájaro —dijo Yaya. Se rascó la cabeza—. Todo esto es cosa de ella —añadió—. Es un truco élfico. Confundir a los viajeros para que se extravíen. Y ahora me está confundiendo. Me nubla la mente, y me refiero a esta mente. Oh, es muy astuta haciendo que vayamos donde ella quiere. Haciendo que andemos en círculos. Haciéndomelo a mí.