Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

Shawn no era el más rápido de los pensadores, pero aun así sus pensamientos se dirigieron inexorablemente hacia el elfo de la mazmorra. Claro que la puerta de la mazmorra estaba cerrada. El mismo la había cerrado con llave. Y allí había hierro por todas partes, y mamá se había mostrado muy categórica acerca del hierro.

Aun así…

Shawn fue muy metódico. Subió el puente levadizo, bajó el rastrillo y echó una rápida mirada por encima del muro para asegurarse, pero fuera solo había la penumbra y la brisa nocturna.

Ahora podía sentir el sonido. Parecía emanar de la piedra, y tenía una extraña cualidad de dientes de sierra que le puso los nervios de punta.

No podía haberse escapado, ¿verdad? No, claro que no. La gente no se dedicaba a construir mazmorras de las que pudieras salir.

El sonido seguía meciéndose a través de la escala tonal.

Shawn apoyó su pica oxidada en la pared y desenvainó la espada. Sabía cómo usarla. Cada día practicaba diez minutos con ella, y todos los sacos llenos de paja que colgaba del techo para practicar siempre acababan en un estado lamentable.

Entró con sigilo en la fortaleza por la puerta de atrás y fue por los pasadizos que llevaban a la mazmorra. No había nadie. Todos estaban en el Entretenimiento, claro. Y regresarían en cualquier momento para armar jarana por todo el lugar.

El castillo parecía enorme, y viejo, y frío.

Regresarían en cualquier momento.

Era inevitable.

El ruido cesó.

Shawn asomó la cabeza por la esquina. Allí estaban los escalones, así como la entrada que daba acceso a las mazmorras.

—¡Alto! —gritó, solo por si acaso.

El sonido rebotó en las piedras.

—¡Alto! O… o… o… ¡Alto!

Luego bajó por los escalones y miró a través de la arcada.

—¡Se lo advierto! ¡Estoy aprendiendo el Camino del Loto de Jade Feliz!

La puerta de la celda estaba entornada. Y junto a ella había una figura vestida de blanco.

Shawn parpadeó.

—¿No es usted la señorita Tockley?

Entonces ella le sonrió. Sus ojos relucían en la penumbra.

—Llevas cota de malla, Shawn —dijo.

—¿Cómo dice, señorita? —repuso Shawn, volviendo a mirar la puerta abierta.

—Eso es terrible. Tienes que quitártela, Shawn. ¿Cómo puedes oír con esa cosa alrededor de tus orejas?

Shawn era consciente del espacio vacío que había detrás de él. Pero no se atrevía a volver la cabeza.

—Puedo oírlo todo, señorita —dijo, tratando de volverse muy lentamente con la espalda apoyada contra una pared.

—Pero no oyes lo que realmente hay que oír —dijo Diamanda, deslizándose hacia adelante—. El hierro te vuelve sordo.

Shawn todavía no estaba acostumbrado a que jóvenes no demasiado vestidas se le aproximaran con expresión soñadora. Deseó poder emprender el Camino de la Espalda En Retirada.

Miró a un lado.

Una forma alta y flaca se recortaba en la entrada abierta de la celda. Permanecía inmóvil, como si quisiera mantenerse alejada de cuanto la rodeaba.

Diamanda le estaba sonriendo de una manera muy rara.

Shawn echó a correr.

De algún modo, los bosques habían cambiado. Ridcully estaba seguro de que en su juventud habían estado llenos de rosas silvestres y campánulas y… y campánulas y similares. No de enormes matorrales espinosos que parecían estar por todas partes. Tiraban de su túnica, y en un par de ocasiones algún equivalente que se dedicaba a trepar por los árboles le había arrebatado el sombrero de la cabeza.

Lo que lo empeoraba todavía más era el hecho de que Esme Ceravieja parecía esquivarlos todos.

—¿Cómo lo haces?

—Sabiendo dónde estoy en todo momento —dijo Yaya.

—¿Y? Yo también sé dónde estoy.

—No lo sabes. Da la casualidad de que estás presente, nada más. No es lo mismo.

—Bueno, ¿y sabes por casualidad dónde hay un sendero como es debido?

—Esto es un atajo.

—Entre dos sitios donde no estés perdido, quiero decir.

—¡Ya te he dicho que no estoy perdida! Solo me estoy enfrentando a… a un pequeño desafío direccional.

—¡Ja!

Pero Ridcully debía admitir que eso era algo que no se podía negar acerca de Esme Ceravieja. Podía estar perdida, y Ridcully tenía razones para sospechar que eso ocurría en ese momento, a menos que en aquel bosque hubiera dos árboles con idéntica disposición de las ramas y un trocito de su túnica enganchado en una de ellas, pero poseía una cualidad que, en cualquiera que no llevase un maltrecho sombrero puntiagudo y un vestido negro que parecía salido de un museo, hubiera podido ser llamada donaire. Donaire absoluto. Costaba imaginársela haciendo un movimiento torpe a menos que quisiera hacerlo.

Ridcully ya se había dado cuenta de ello hacía años, aunque naturalmente en aquel entonces se había limitado a asombrarse ante la manera en que su figura encajaba a la perfección en el espacio que la rodeaba. Y…

Había vuelto a engancharse con algo.

—¡Espera un momento!

—¡No llevas ropa adecuada para el campo!

—¡No esperaba tener que hacer una excursión por el bosque! ¡Esto es un condenado atuendo ceremonial!

—En ese caso, quítatelo.

—¿Y entonces cómo sabrán que soy un mago?

—¡Yo me aseguraré de decírselo!

Yaya Ceravieja empezaba a enfadarse. Aparte de eso, y a pesar de todo lo que había dicho, estaba perdida. Pero lo importante era que nadie podía perderse entre la esclusa que había al final de los rápidos de Lancre y el pueblo. Todo el trayecto era cuesta arriba. Además, Yaya llevaba toda la vida andando por los bosques locales. Eran sus bosques. Era como perderte en tu propio huerto.

También estaba segura de que había visto al unicornio en un par de ocasiones. Los estaba siguiendo. Yaya había intentado introducirse en su mente, pero era como tratar de trepar por una pared de hielo.

Su mente, de hecho, tampoco estaba muy tranquila. Pero ahora al menos sabía que estaba cuerda.

Cuando los muros que separan un universo de otro se adelgazan, cuando las hebras paralelas del Si se apelotonan para pasar a través del Ahora, entonces se filtran ciertas cosas. Señales minúsculas quizá, pero audibles para un receptor suficientemente experimentado.

Dentro de su cabeza resonaban los tenues, insistentes pensamientos de un millar de Esmes Ceravieja.

Magrat no tenía muy claro qué debía llevarse consigo. La mayor parte de sus ropas originales parecía haberse evaporado desde que estaba en el castillo, y coger las que Verence le había comprado no hubiese sido de muy buena educación. Lo mismo podía decirse del anillo de compromiso. Magrat no estaba segura de si estaba permitido conservarlo.

Se volvió hacia el espejo para fulminarse con la mirada.

Tenía que dejar de pensar así. Era como si se hubiera pasado la vida intentando volverse lo más pequeña posible, intentando ser cortés y pidiendo disculpas cada vez que la pisoteaban, intentando ser educada. ¿Y qué había ocurrido? Que la gente la había tratado como si fuera diminuta, cortés y educada.

Dejaría la, la maldita carta en el espejo, para que todos supieran por qué se había ido.

Estaba empezando a pensar seriamente en ir a alguna ciudad y hacerse cortesana.

Fuera lo que fuese eso.

Y entonces oyó el cántico.

Era sin duda el sonido más hermoso que Magrat había oído nunca. Fluía a través de los oídos para introducirse en el cerebro, en la sangre, en los huesos…

Un camisón de seda resbaló de entre sus dedos para caer al suelo.

Magrat tiró desesperadamente del pomo de la puerta, y una diminuta parte de su cerebro que todavía era capaz de pensar racionalmente se acordó de la llave.

La canción llenaba el pasillo. Magrat se recogió unos pliegues de su traje de novia para que no le costara tanto correr y fue hacia la escalera…

Algo salió disparado de otra entrada y la arrastró al suelo.

Era Shawn Ogg. A través de la neblina cromática, Magrat pudo ver su rostro preocupado contemplándola desde su oxidada capucha de…

… hierro.

La canción cambió sin dejar de ser la misma. Las complejas armonías y aquel ritmo fascinante no se alteraron, pero de pronto pasaron a ser insufribles, como si Magrat estuviera oyendo la canción a través de unos oídos distintos.

Fue arrastrada hacia el soportal.

—¿Se encuentra bien, señorita reina?

—¿Qué está pasando?

—No lo sé, señorita reina. Pero creo que tenemos elfos.

—¿Elfos?

—Y han cogido a la señorita Tockley. Hum. Usted quitó el hierro, ya sabe, y…

—¿De qué estás hablando, Shawn?

Shawn estaba pálido.

—El que había en las mazmorras empezó a cantar, y ellos pusieron su marca en ella, así que ahora está haciendo todo lo que ellos quieren que haga…

—¡Shawn!

—Y mamá dijo que no te matan, no si pueden evitarlo. No de inmediato. Te encuentran mucho más divertido si no estás muerto.

Magrat lo miró.

—¡Tuve que huir! ¡Ella estaba intentando quitarme la capucha! ¡Tuve que dejarla allí, señorita! ¿Lo entiende, señorita?

—¿Elfos?

—¡Tiene que agarrarse a algo de hierro, señorita! ¡Odian el hierro!

Magrat lo abofeteó, lastimándose los dedos con la cota de malla.

—¡Deja de decir tonterías, Shawn!

—¡Están ahí fuera, señorita! ¡He oído bajar el puente levadizo! Están ahí fuera y nosotros estamos aquí dentro y no te matan, te mantienen con vida…

—¡Firmes, soldado! —Fue lo único que se le ocurrió. Pareció funcionar. Shawn se calmó un poco—. Oye —dijo Magrat—, todo el mundo sabe que ya no hay elf… —No llegó a terminar la frase. Entornó los ojos—. Todo el mundo salvo Magrat Ajostiernos sabe que las cosas son de otra manera, ¿verdad?

Shawn estaba temblando. Magrat lo agarró por los hombros.

—¡Mi mamá y la señora Ceravieja dijeron que usted no debía saberlo! —gimoteó Shawn—. ¡Dijeron que eso era asunto de las brujas!

—¿Y dónde están ahora, cuando tienen unos cuantos asuntos de brujas que atender? —dijo Magrat—. Yo no las veo, ¿y tú? ¿Están detrás de la puerta? ¡No! ¿Están debajo de la cama? Qué raro, no están ahí… Solo estoy yo, Shawn Ogg. Y si no me cuentas ahora mismo todo lo que sabes, haré que lamentes el día en que nací.

La nuez de Shawn subió y bajó mientras su propietario reflexionaba. Luego se zafó de las manos de Magrat con una brusca sacudida y escuchó junto a la puerta.

El cántico había cesado. Por un momento Magrat creyó oír pasos al otro lado de la puerta, alejándose rápidamente.

—Bueno, señorita reina, nuestra mamá y la señora Ceravieja subieron a los Danzarines…

Magrat escuchó. Y finalmente dijo:

—¿Y dónde está todo el mundo ahora?

—No lo sé, señorita. Todos se fueron al Entretenimiento… pero a estas alturas ya deberían haber regresado.

—¿Dónde es el Entretenimiento?

—No lo sé, señorita. ¿Señorita?

—¿Sí?

—¿Por qué lleva su vestido de boda?

—No te preocupes por eso.

—Trae mala suerte que el novio vea a la novia vestida para la boda antes de la ceremonia —dijo Shawn, buscando refugio en los tópicos más idiotas para aliviar su terror.

—Como yo lo vea primero, entonces sí tendrá motivos para lamentarse de su suerte —gruñó Magrat.

—¿Señorita?

—¿Sí?

—Temo lo que puede haberle ocurrido a todo el mundo. Nuestro Jason dijo que tardarían una hora en volver, y ya hace horas de eso.

—Pero hay casi un centenar de invitados y prácticamente toda la gente del pueblo. Los elfos no han podido hacerles nada.

—No tendrían que hacérselo, señorita. —Shawn se acercó a la ventana—. Mire, señorita. Desde aquí puedo saltar al granero en el patio del establo. Es de cañizo, así que no me haré daño. Después puedo atravesar las cocinas y salir con precisión militar por la puertecita que hay junto a la torre central.

—¿Para qué?

—Para ir a buscar ayuda, señorita.

—Pero no sabes si hay alguna ayuda que buscar.

—¿Se le ocurre otra cosa, señorita?

A Magrat no se le ocurrió nada.

—Es… muy valiente por tu parte, Shawn —dijo.

—No se mueva de aquí y estará a salvo. Le diré lo que vamos a hacer… ¿Qué le parece si cierro la puerta y me llevo la llave? De esa manera, aunque le canten no podrán convencerla de que abra la puerta.

Magrat asintió.

Shawn trató de sonreír.

—Ojalá tuviéramos otra cota de malla —dijo—. Pero están todas en la armería.

—No me pasará nada —dijo Magrat—. Bueno, vete.

Shawn asintió. Esperó un instante en el alféizar de la ventana y luego se dejó caer hacia la oscuridad.

Magrat puso la cama contra la puerta y se sentó en ella.

Entonces se le ocurrió que también hubiese debido irse. Pero eso habría significado dejar vacío el castillo, y no le parecía bien.

Además, estaba muy asustada.

Había una vela en el dormitorio, y ya estaba por la mitad. ¡Cuando se consumiese del todo, solo quedaría la luz de la luna. A Magrat siempre le había gustado la luz de la luna. Hasta ahora. Todo estaba muy silencioso. Hubiese tenido que oír los ruidos del pueblo.

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