Tata Ogg pensó por un instante que debería estar en algún otro sitio, pero en aquella época de su vida las invitaciones a cenas íntimas a la luz de las velas no eran algo de cada día. Tenía que haber un momento en que dejabas de preocuparte por el resto del mundo y pensabas un poco en ti misma. Tenía que haber un momento para un momento de paz y tranquilidad interiores.
—Este vino es condenadamente bueno —dijo, cogiendo otra botella—. ¿Cómo has dicho que se llamaba? —Examinó la etiqueta—. ¿Chateau Maison? Chat-eau… Eso es extranjero para aguas de gato, sabes, pero supongo que solo es su manera de decirlo, porque ya me he dado cuenta de que no es aguas de gato. Las auténticas aguas de gato tienen un sabor más seco. —Incrustó el corcho en la botella con la punta de su cuchillo, y luego lo sujetó con un dedo mientras sacudía vigorosamente la botella para «mezclar lo bueno».
»Pero no apruebo eso de beber de las botas de las damas —prosiguió—. Ya sé que se supone que está de moda, pero no veo qué puede haber de tan maravilloso en volver andando a casa con las botas llenas de vino. ¿No tienes hambre? Si no quieres ese trocho de tuétano, me lo comeré. ¿Queda alguna langosta? Nunca había comido langosta. Y esa mayonesa. Y esos huevecitos rellenos de cosas. Ojo, a mí me ha parecido que la confitura de moras sabía a pescado.
—Se llama caviar —murmuró Casavieja.
Estaba sentado con el mentón apoyado en la mano, contemplándola con extasiada concentración.
Y estaba, como le sorprendió descubrir, pasándolo muy bien sin hallarse en posición horizontal.
Casavieja sabía cómo se suponía que debía discurrir aquella clase de cena. Era una de las armas básicas en el arsenal del seductor. Para empezar, al objeto del deseo se le suministraban excelentes vinos y platos caros pero ligeros. Había mucho contacto ocular cargado de sobreentendidos a través de la mesa, así como mucho enredarse de pies por debajo. Había mucho comer de manera significativa peras y bananas, y así sucesivamente. Y de esa manera el navío de la tentación era conducido, delicada pero inexorablemente, hacia un buen atraque.
Y luego estaba Tata Ogg.
Tata Ogg tenía su propia manera de apreciar el buen vino. A Casavieja nunca se le hubiera ocurrido que alguien podía rellenar una copa de vino blanco con oporto solo porque había llegado al final de la primera botella.
En cuanto a la comida… Bueno, también le gustaba comer. Casavieja jamás había visto unos codos tan activos. Si se ponía una buena cena a Tata Ogg, ella atacaba con cuchillo, tenedor y ariete. Verla comer una langosta era una experiencia que Casavieja tardaría mucho tiempo en olvidar. Estarían sacando trocitos de pinza de la madera durante semanas.
Y el espárrago… Bueno, Casavieja quizá intentaría olvidar cómo Tata Ogg liquidaba un espárrago tras otro, pero sospechaba que el recuerdo volvería a su mente una y otra vez.
Tenía que ser alguna cosa brujeril, se dijo. Las brujas siempre se mostraban muy claras acerca de lo que querían. Si escalabas acantilados, desafiabas ríos y esquiabas montaña abajo para llevarle una caja de bombones a Tata Ogg, ella habría acabado con los bombones de licor de la capa inferior antes de que hubieras tenido tiempo de quitarte los crampones. Haga lo que haga, una bruja siempre lo hace al ciento por ciento.
¡Hurra, hurra!
—¿No vas a comerte esas gambas? Bueno, pues entonces empuja la bandeja hacia aquí.
Casavieja había intentado practicar algún que otro movimiento de pies para no perder la práctica, por así decirlo, pero un golpe accidental en el tobillo asestado por una de las gruesas botas con suela claveteada de Tata había puesto fin a eso.
Y también había estado lo del violinista gitano. Al principio Tata se había quejado de que hubiera gente tocando el violín mientras ella trataba de concentrarse en comer, pero entre un plato y otro había despojado al músico de su instrumento, tirado el arco dentro de un cuenco de camelias, afinado el violín hasta convertirlo en algo que se aproximaba bastante a un banjo y obsequiado a Casavieja con tres enardecedores versos de lo que, dado que él era extranjero, Tata optó por llamar Il Porcupino Nil Sodomía Est.
Luego había bebido más vino.
Lo que también cautivaba a Casavieja era la manera en que la cara de Tata Ogg se convertía en una masa de alegres líneas horizontales cuando reía, y Tata Ogg reía muchísimo.
De hecho, Casavieja estaba descubriendo, a través de la tenue neblina del vino, que se estaba divirtiendo.
—Bien, supongo que no hay ningún señor Ogg —dijo finalmente.
—Oh, sí que hay un señor Ogg —dijo Tata—. Lo enterramos hace años. Bueno, tuvimos que hacerlo. Se había muerto.
—Para una mujer tiene que ser muy duro vivir sola.
—Horrible —dijo Tata Ogg, que no había vuelto a preparar una comida o empuñar un plumero desde que su hija mayor fue lo bastante mayor para hacerlo por ella, y que cada día disfrutaba de un mínimo de cuatro comidas distintas preparadas por vanas nueras aterrorizadas.
—Y la noche tiene que ser especialmente solitaria —dijo Casavieja, más por la fuerza de la costumbre que por otro motivo.
—Bueno, está Greebo —dijo Tata—. Me mantiene calientes los pies.
—Greebo…
—El gato. Oye, ¿crees que habrá algo de pudín?
Un rato después, pediría una botella de algo elegante.
El señor Brooks, el criador de abejas, sacó un poco de líquido verdoso y maloliente de la sartén que siempre se estaba cociendo a fuego lento dentro de su choza secreta, y llenó su rociador.
Había un avispero en el muro del jardín. Por la mañana sería un cementerio.
Eso era lo que tenían las abejas. Siempre defendían la entrada a la colmena, con sus vidas si era necesario. Pero las avispas eran muy hábiles a la hora de encontrar una rendija en la madera de la parte de atrás, y antes de que te dieras cuenta aquellos escurridizos diablillos ya habían entrado y estaban saqueando la colmena. Las abejas de la colmena les dejaban hacer. Custodiaban la entrada, pero si una avispa descubría otro acceso, no sabían qué hacer.
Presionó el émbolo. Un chorro de líquido salió disparado del rociador y dejó una franja humeante en el suelo.
Las avispas eran bastante bonitas. Pero si estabas de parte de las abejas, entonces tenías que estar en contra de las avispas.
Al parecer celebraban alguna clase de fiesta en la sala. El señor Brooks recordaba vagamente haber recibido una invitación pero, en general, esa clase de cosas nunca despertaban su interés. Y ahora menos que nunca, por supuesto. Algo andaba mal. Ninguna colmena mostraba señales de estar a punto de enjambrar. Ni una sola.
Mientras pasaba por delante de las colmenas a la hora del crepúsculo, oyó el zumbido. Solías oírlo en las noches cálidas. Batallones de abejas se apostaban en la entrada de la colmena, abanicando el aire con sus alas para mantener frescas a las crías. Pero esta noche también había el rugir de las abejas describiendo círculos alrededor de la colmena.
Estaban furiosas, y en guardia.
Allí donde terminaba Lancre había una serie de pequeñas esclusas. Yaya Ceravieja se izó a lo alto de la estructura de madera mojada y fue andando entre crujidos líquidos hasta la orilla, donde vació sus botas.
Pasado un rato, un sombrero puntiagudo de mago llegó flotando por el río y se elevó para revelar al mago puntiagudo que había debajo de él. Yaya le tendió la mano a Ridcully para ayudarlo a salir del agua.
—Tonificante, ¿verdad? —le dijo—. Me pareció que te iría bien un baño frío.
Ridcully trató de quitarse un poco de barro de la oreja y miró a Yaya con cara de pocos amigos.
—¿Por qué no estás mojada?
—Lo estoy.
—No, no lo estás. Solo estás húmeda. Yo estoy empapado. ¿Cómo puedes bajar flotando por un río y solo estar húmeda?
—Me seco rápido.
Yaya Ceravieja alzó la mirada hacia las rocas. No muy lejos de allí el escarpado sendero llevaba hacia Lancre, pero entre los árboles había otros caminos más privados que ella también conocía.
—Bien —dijo, más o menos para sí—. Quiere impedir que vaya allí, ¿verdad? Bueno, eso ya lo veremos.
—¿Ir adonde? —preguntó Ridcully.
—No estoy segura. Lo único que sé es que si ella no quiere que vaya, entonces será allí adonde iré. Pero no había contado con que aparecerías de pronto y se te subiría la sangre a la cabeza. Vamos.
Ridcully estrujó su túnica. Un montón de las lentejuelas se habían desprendido. Se quitó el sombrero y desenroscó la punta.
Todos los sombreros captan vibraciones mórficas. En una ocasión la Universidad Invisible había tenido que enfrentarse a serios problemas causados por el sombrero de un antiguo archicanciller, el cual había acumulado demasiadas vibraciones mágicas después de haber pasado tanto tiempo cubriendo cabezas de magos y había desarrollado su propia personalidad. Ridcully puso fin a aquello haciendo que una firma de sombrereros enloquecidos de Ankh-Morpork le hiciera un sombrero confeccionado de acuerdo con especificaciones muy precisas.
El suyo no era un sombrero de mago normal. Pocos magos han llegado a hacer algún uso de la parte puntiaguda, salvo quizá para guardar el par de calcetines de repuesto. Pero el sombrero de Ridcully estaba provisto de diminutos cajoncitos. Tenía sorpresas. Tenía cuatro patas telescópicas y un rollo de seda encerada en el borde que se extendía hacia abajo para formar una tienda, pequeña pero de lo más práctica, y un hornillo de alcohol patentado justo encima de ella. Tenía bolsillos interiores con una provisión de raciones de supervivencia para tres días. Y la punta podía ser desenroscada para proporcionar un suministro adecuado de licores espirituosos a utilizar en situaciones de emergencia, como por ejemplo cuando Ridcully tenía sed.
—¿Coñac? —preguntó.
—¿Qué llevas en la cabeza?
Ridcully se acarició el cuero cabelludo.
—Hum…
—A mí me huele a miel y manzanas de caballo. ¿Y qué es esa cosa?
Ridcully se quitó la jaulita de la cabeza. Dentro había una pequeña cinta sin fin embutida en una compleja estructura de varillas de hierro. Se podía distinguir un par de cuencos de comida, y también había un ratoncito peludo y bastante empapado.
—Oh, es algo que se les ocurrió a los magos jóvenes —dijo Ridcully tímidamente—. Les dije que… que lo probaría para ver si funcionaba. El pelaje del ratón va frotando las varillas de cristal y entonces saltan chispas, sabes, y… y…
Yaya Ceravieja contempló la un tanto pringosa cabellera del archicanciller y enarcó una ceja.
—Vaya, vaya —dijo—. Me pregunto qué será lo próximo que se les ocurrirá.
—En realidad no entiendo cómo funciona, porque Stibbons es el que se ocupa de esas cosas, pero pensé que podía echarles una mano y…
—Y fue una suerte que estuvieras quedándote calvo, ¿eh?
En la oscuridad de su cuarto de enferma Diamanda abrió los ojos, suponiendo que fueran sus ojos. Ahora relucían con un suave resplandor nacarado.
La canción todavía apenas podía ser oída.
Y el mundo había cambiado. Una pequeña parte de su mente todavía era Diamanda, y miraba hacia fuera a través de las nieblas del encantamiento. El mundo era un patrón de finas líneas plateadas en constante movimiento, como si todo hubiera sido recubierto de filigrana. Salvo donde había hierro. Allí las líneas estaban aplastadas, dobladas y retorcidas. Allí, el mundo entero era invisible. El hierro distorsionaba el mundo. Había que mantenerse lo más lejos posible del hierro.
Se levantó de la cama y, usando el borde de la manta para girar el pomo, abrió la puerta.
Shawn Ogg casi se había puesto firmes.
Estaba custodiando el castillo y Averiguando Cuánto Tiempo Podía Sostenerse Con Una Pierna.
De pronto se le ocurrió que aquella no era una actividad apropiada para un artista marcial, y la convirtió en la N.° 19, la Doble Patada Caída del Crisantemo Volador.
Pasado un rato se dio cuenta de que estaba oyendo algo. Era vagamente rítmico, y le recordó el canto de un saltamontes. Venía del interior del castillo.
Shawn se volvió con cautela, manteniéndose alerta por si acaso los ejércitos reunidos de las Partes Extranjeras trataban de invadirlos mientras él les daba la espalda.
Aquello iba a requerir cierto esfuerzo mental. Shawn no tenía que mantenerse en guardia contra las cosas que había dentro del castillo, ¿verdad? «Estar de guardia» se refería a las cosas de fuera. Los castillos estaban precisamente para eso, y por eso tenías todas aquellas murallas y demás. Shawn tenía colgado en su habitación el póster gigante que regalaban con el Almanaque Mundial de las Armas de Asedio. Sabía de qué estaba hablando.