Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

El aire chisporroteó y se llenó de un intenso zumbido.

Y entonces, en el centro del campo, crujiendo a medida que se doblaba, el maíz joven se inclinó.

Formando un círculo.

Y los enjambres de abejas se arremolinaron en el cielo, zumbando furiosamente.

Faltaban pocas semanas para que el verano llegara a su apogeo. El reino de Lancre dormitaba bajo el calor, que rielaba encima de los bosques y los campos.

Tres puntos aparecieron en el cielo.

Pasado un rato, pudieron ser identificados como tres figuras femeninas montadas en escobas, volando de una manera que recordaba a los famosos tres patos de escayola voladores.

Obsérvalas con atención.

La primera —llamémosla la que está al mando— vuela con el cuerpo muy tieso, en un abierto desafío a la resistencia del aire del cual parece estar saliendo vencedora. Tiene unas facciones que serían descritas como notables, o incluso bellas, pero no se la puede llamar hermosa, a menos que quieras ver cómo tu nariz crece medio metro de golpe.

La segunda es regordeta y tiene las piernas bastante arqueadas, una cara que recuerda a una manzana dejada a la intemperie durante demasiado tiempo y una expresión de jovialidad casi terminal. Está tocando un banjo y, a falta de un término más apropiado, se podría decir que está cantando. La canción habla de un puercoespín.

A diferencia de la escoba perteneciente a la primera figura, cuyo palo solo tiene que acarrear un par de sacos, la suya se halla sobrecargada de cosas como burritos de peluche púrpura, sacacorchos con forma de niñitos orinando, botellas de vino embutidas en cestas de paja y demás muestras de la cultura internacional. Hecho un ovillo entre ellos se encuentra el gato más maloliente y malévolo del mundo, ahora dormido.

La tercera, y decididamente última, figura montada en una escoba también es la más joven. A diferencia de las otras dos, que van vestidas de cuervo, lleva prendas de vivos colores que no le sientan demasiado bien ahora y probablemente tampoco le sentaran demasiado bien hace diez años. Viaja con un aire de vaga alegría esperanzada. Lleva flores en su cabello pero, al igual que ella, las flores están empezando a marchitarse.

Las tres brujas pasan por encima de las fronteras de Lancre, el reino, y muy poco después sobrevuelan el mismo Lancre. Inician su descenso hacia los páramos que hay más allá del pueblo, y acaban posándose cerca de una gran piedra que, casualmente, marca los confines de sus territorios.

Han vuelto.

Y todo vuelve a estar como es debido.

Durante unos cinco minutos.

Había un tejón en la letrina.

Yaya Ceravieja lo empujó una y otra vez con su escoba hasta que el tejón captó el mensaje y se fue. Después cogió la llave que colgaba del clavo junto al ejemplar del Almanaque y Libro de los Días del año pasado, y subió por el sendero que llevaba a su cabaña.

¡Todo un invierno fuera! Habría montones de cosas que hacer. Ir a recoger las cabras a casa del señor Skindle, sacar las arañas de la chimenea, extraer las ranas del pozo y, en general, reanudar la actividad habitual de ocuparse de los asuntos de los demás, porque nunca se sabe en qué clase de líos puede llegar a meterse la gente cuando no tiene una bruja cerca.

Pero antes podía permitirse una hora con los pies en alto.

Aparte de todo lo demás, unos petirrojos habían anidado en la tetera. Los pájaros habían entrado por un cristal roto en una de las ventanas. Yaya cogió la tetera con cuidado y la dejó encima de la puerta, donde estaría a salvo de los tejones, e hirvió un poco de agua en un puchero.

Después dio cuerda al reloj. Las brujas no necesitaban relojes, pero Yaya lo conservaba por el ruidito que hacía. Aquel tictac hacía que la cabaña pareciera habitada. Había pertenecido a su madre, que le daba cuerda cada día.

La muerte de su madre no la había pillado por sorpresa, en primer lugar porque Esme Ceravieja era una bruja y las brujas pueden ver el futuro, y en segundo lugar porque ya había acumulado una considerable experiencia en lo referente a la medicina y reconoció las señales. Eso le dio ocasión de prepararse, y no había derramado ni una sola lágrima hasta el día siguiente, cuando el reloj se paró justo a la mitad del almuerzo fúnebre. Yaya dejó caer una bandeja llena de rollitos de jamón y luego tuvo que sentarse un rato en la letrina, donde estaría sola y nadie la vería llorar.

Ya iba siendo hora de que pensara en esa clase de cosas. Sí, era un buen momento para pensar en el pasado…

El reloj hacía tictac. El agua estaba hirviendo. Yaya Ceravieja extrajo una bolsita de té del parco equipaje colgado de su escoba, y la metió en la tetera.

El fuego ya había prendido. El frío de una habitación en la que no se había vivido durante meses fue disipándose poco a poco. Las sombras se alargaron.

Hora de pensar en el pasado. Las brujas pueden ver el futuro. El asunto del que Yaya Ceravieja tendría que ocuparse dentro de poco sería el suyo…

Y entonces miró por la ventana.

Tata Ogg se subió con cuidado a un taburete y pasó un dedo por encima del aparador. Después inspeccionó el dedo. Estaba impecable.

—Hummmmpfff —dijo—. Parece pasablemente limpio.

Las nueras se estremecieron de alivio.

—De momento —añadió Tata.

Las tres jóvenes se unieron en su mudo terror.

La relación que mantenía con sus nueras era la única mancha en el por lo demás afable carácter de Tata Ogg. Los hijos políticos eran otra cosa: Tata se acordaba de sus nombres, incluso de sus cumpleaños, y pasaban a formar parte de la familia como polluelos gigantes que buscaran cobijo bajo las alas de una clueca meditabunda. Y los nietos eran un auténtico tesoro, todos y cada uno de ellos. Pero toda mujer tan insensata como para contraer matrimonio con un hijo de la señora Ogg ya podía ir resignándose a una vida de tortura mental e innombrable servidumbre doméstica.

Tata Ogg nunca se ocupaba de ninguna labor doméstica por sí misma, pero era la causa de que otras personas tuvieran labores domésticas.

Bajó del taburete y les dirigió una radiante sonrisa.

—Ya veo que habéis sabido ocuparos de la casa —dijo—. Bravo. —Y su sonrisa se esfumó—. Debajo de la cama del cuarto de los invitados —añadió—. Todavía no he mirado allí, ¿verdad?

Tata Ogg podía llegar a ser tan desagradable que la mismísima Inquisición la habría expulsado por exceso de celo.

Se volvió cuando más miembros de la familia entraron en la habitación, y su rostro se desencajó en la nebulosa sonrisa con que siempre recibía a los nietos.

Jason Ogg hizo avanzar al más pequeño de sus hijos. Era Pewsey Ogg, de cuatro años de edad, y llevaba algo en las manos.

—Bueno, ¿qué tienes ahí? —preguntó Tata—. No tengas miedo y enséñaselo a tu abuelita.

Pewsey lo hizo.

—Vaya, ya veo que has sido un niño muy…

Ocurrió justo entonces, justo allí, justo delante de ella.

Y luego estaba Magrat.

Había pasado ocho meses fuera.

El pánico estaba empezando a adueñarse de ella. Técnicamente estaba prometida con el rey, Verence II. Bueno… no exactamente prometida. Había, y de eso Magrat estaba casi segura, un acuerdo tácito general de que el compromiso era una opción a tomar en cuenta. Magrat no había parado de repetirle que era un espíritu libre y que no quería ataduras de ninguna clase, y naturalmente el compromiso matrimonial estaba considerado como una atadura, más o menos, pero… pero…

Pero… bueno… ocho meses. En ocho meses podía haber sucedido cualquier cosa. Magrat hubiese tenido que volver de Genua sin entretenerse por el camino, pero las otras dos lo estaban pasando en grande.

Quitó el polvo del espejo y se examinó con ojos críticos. No había mucho con lo que trabajar. Hiciera lo que hiciese con su cabello, este tardaba unos tres minutos en volver a quedar tan enredado como una manguera de jardín guardada en un cobertizo.[4] Se había comprado un vestido verde, pero lo que había parecido atractivo y seductor encima del maniquí de escayola parecía un paraguas plegado encima de una Magrat.

Y mientras tanto, Verence había estado reinando durante ocho meses. Claro que Lancre era tan pequeño que no podías tumbarte en el suelo si no tenías un pasaporte, pero aun así Verence era un rey, y los reyes solían atraer a cierta clase de mujeres jóvenes que buscaban una oportunidad de hacer carrera en la profesión de reinar.

Magrat hizo lo que pudo con el vestido y se pasó un cepillo vengativo por el cabello.

Luego subió al castillo.

Montar guardia en el castillo de Lancre era un deber desempeñado por cualquiera que no tuviese gran cosa que hacer en esos momentos. Aquel día le había tocado a Shawn, el hijo pequeño de Tata Ogg, envuelto en una cota de malla que le quedaba bastante grande. Cuando Magrat pasó corriendo junto a él, Shawn adoptó una postura bastante curiosa a la que probablemente llamara cuadrarse, y luego tiró su alabarda al suelo y echó a correr tras ella.

—¿Podría ir un poco más despacio, señorita, por favor?

Logró alcanzarla, subió corriendo los escalones que llevaban a la puerta, cogió una trompeta suspendida de un clavo con un trozo de cuerda, e hizo sonar una apresurada fanfarria de aficionado. Luego volvió a poner cara de pánico.

—Espere aquí, señorita, aquí mismo… Cuente hasta cinco y luego llame —dijo y, entrando a toda prisa por la puerta, la cerró de golpe detrás de él.

Magrat esperó, y después usó la aldaba.

Pasados unos segundos, Shawn abrió la puerta. Estaba enrojecido y lucía una peluca empolvada puesta del revés.

—¿Sí? —preguntó mientras trataba de poner cara de mayordomo.

—Todavía llevas el casco debajo de la peluca —dijo Magrat, queriendo ser útil.

Shawn se desinfló. Sus ojos giraron hacia arriba.

—Supongo que todo el mundo estará muy ocupado con el heno, ¿verdad? —preguntó Magrat.

Shawn levantó su peluca, se quitó el casco y volvió a ponerse la peluca. Luego, y sin darse mucha cuenta de lo que hacía, se puso el casco encima de la peluca.

—Sí, y el señor Spriggins, el mayordomo, vuelve a estar en cama con sus molestias —dijo Shawn—. Solo estoy yo, señorita. Y antes de irme tendré que preparar la cena, porque la señora Ascórbica no se encuentra demasiado bien.

—No hace falta que me acompañes —dijo Magrat—. Conozco el camino.

—No, estas cosas hay que hacerlas como es debido —dijo Shawn—. Usted siga lo más despacito que pueda y déjeme hacer a mí.

Se adelantó corriendo y abrió unas cuantas dobles puertas…

—¡La señorita Magraaaaaat Ajosssstieeeernos!

… y corrió hacia el siguiente par de puertas.

Cuando llegó al tercer par ya se había quedado sin aliento, pero hizo todo lo que pudo.

—La señorita… Magraaaaat… Ajostiernos… Su majestaaaaad el re… Oh, cuernos, ¿dónde se ha metido ese hombre?

La sala del trono estaba vacía.

Finalmente localizaron a Verence II, rey de Lancre, en el patio de los establos.

Algunas personas nacen en el seno de la realeza. Otras logran alcanzarla, o al menos terminan convirtiéndose en cosas como el Archi-Generalísimo-Padre-de-Su-País. Pero en el caso de Verence, la realeza era algo que le había caído encima. No lo habían educado con vistas a ella, y había llegado al trono a través de una de esas complicadas mezclas de fraternidad y parentesco tan comunes en las familias reales.

De hecho lo habían educado para bufón, un hombre cuyo trabajo consistía en contar chistes, hacer piruetas y permitir que le vaciaran salseras llenas de crema dentro de los pantalones. Como era de esperar, eso había desarrollado en él una visión de la vida en extremo seria y solemne y la firme determinación de no volver a reírse nunca de nada, en particular si había crema cerca.

En el papel de gobernante, pues, Verence partía con la ventaja inicial de la ignorancia. Nadie le había dicho nunca cómo ser un rey, lo cual quería decir que tendría que averiguarlo por sí mismo. Había encargado montones de libros sobre el tema. Verence creía a pies juntillas en la utilidad del conocimiento derivado de los libros.

También había llegado a la insólita conclusión de que el trabajo de un rey consiste en hacer que el reino sea un sitio mejor para vivir.

En aquel momento estaba inspeccionando un artilugio bastante complicado. La parte delantera disponía de un par de varales entre los que se podía colocar un caballo, y el resto hacía pensar en una carreta llena de molinos de viento.

Autore(a)s: