Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

Tata meneó la cabeza. Se le ocurrían tres maneras de entrar en la habitación, y solo una de ellas requería pasar por la puerta. Pero había un tiempo y un lugar para la brujería, y no eran aquellos. Tata Ogg había llevado una vida larga y generalmente feliz sabiendo cuándo no había que ser una bruja, y aquella era una de esas ocasiones.

Bajó por la escalera y salió del castillo. Shawn montaba guardia en la puerta principal, practicando disimuladamente golpes de kárate contra el aire del anochecer. Cuando vio venir a Tata Ogg se detuvo, con leve embarazo.

—Ojalá pudiera ir al Entretenimiento, mamá.

—Me atrevería a decir que el rey será muy generoso contigo cuando llegue el día de paga por lo bien que has sabido cumplir con tu deber —dijo Tata Ogg—. Recuérdame que se lo recuerde.

—¿Tú no vas a ir?

—Bueno, yo… Voy a dar un paseo por el pueblo —dijo Tata—. Supongo que Esme se habrá ido con ellos, ¿no?

—No sabría decirte, mamá.

—Tengo algunas cosillas que hacer.

Tata no había ido muy lejos cuando una voz detrás de ella dijo:

—Hola, oh luna de mi deleite.

—Sabes llegar sin que te oigan, Casavieja.

—He hecho los arreglos necesarios para que podamos cenar en la Cabra y el Matorral —dijo el conde enano.

—Oooooh, es un sitio espantosamente caro —repuso Tata Ogg—. Nunca he comido allí.

—Han recibido algunas provisiones especiales, con todo eso de la boda y de que la aristocracia iba a venir aquí —dijo Casavieja—. He hecho ciertos arreglos especiales.

Que habían resultado bastante difíciles de hacer.

La comida como afrodisíaco no era un concepto que hubiera echado raíces en Lancre, dejando aparte el célebre Pastel de Zanahorias y Ostras de Tata Ogg.[28] Por lo que respectaba al cocinero de la Cabra y el Matorral, la comida y el sexo solo estaban conectados a través de ciertos gestos humorísticos relacionados con cosas como los pepinos. Nunca había oído hablar del chocolate, las pieles de plátano, el aguacate y el jengibre, el regaliz y los mil alimentos más que las personas han empleado en alguna u otra ocasión para convertir los tortuosos senderos del romance en una autopista que lleve directamente desde la A hasta la B. Casavieja había pasado diez minutos muy ocupados redactando un menú detallado, y una abultada suma de dinero había cambiado de manos.

Había organizado una cena minuciosamente romántica a la luz de las velas. Casavieja siempre había creído en el arte de la seducción.

Muchas mujeres altas accesibles por escalerilla de un confín a otro del continente habían pensado en lo extraño que resultaba el que los enanos, una raza para la que el antes mencionado arte de la seducción consistía básicamente en averiguar con tacto cuál era el sexo, debajo de todo ese cuero y cota de mallas, del otro enano, hubiese llegado a generar algo como Casavieja.

Era como si los esquimales hubieran producido un experto natural en el cuidado y atención de plantas tropicales exóticas. Todas las aguas contenidas de la sexualidad enanil habían encontrado una abertura en el fondo de la presa: pequeña pero con la suficiente potencia para accionar una dinamo.

Todo lo que sus congéneres hacían muy de vez en cuando si lo exigía la naturaleza Casavieja lo hacía continuamente, a veces en la trasera de una silla de manos y en una ocasión cabeza abajo colgado de un árbol; pero, y esto es lo importante, con una minuciosidad y una atención al detalle típicamente enaniles. Los enanos eran capaces de pasar meses enteros trabajando en una exquisita pieza de joyería y, por razones en gran medida similares, Casavieja era un visitante popular en muchas cortes y palacios, por alguna extraña razón generalmente cuando el señor local se encontraba fuera. También poseía la habilidad enanil con las cerraduras, un talento que siempre resulta útil para esos momentos de incomodidad que tienden a producirse sur le boudoir.

Y Tata Ogg era una dama atractiva, que no es lo mismo que hermosa. Casavieja la encontraba fascinante. Era una persona con la que te sentías increíblemente cómodo, en parte debido a que tenía una mente tan amplia que podía acomodar tres estadios de fútbol y una bolera.

—Ojalá tuviera mi ballesta —masculló Ridcully—. Con esa cabeza en mi pared siempre tendría un sitio donde colgar el sombrero.

El unicornio meneó la cabeza y rascó el suelo con los cascos. Nubes de vapor se elevaban de sus flancos.

—No sé si funcionaría —dijo Yaya—. ¿Estás seguro de que no te queda ningún whooosh en esos dedos tuyos?

—Podría crear una ilusión —dijo el mago—. Eso no cuesta mucho.

—No serviría de nada. El unicornio es una criatura élfica. La magia no los afecta. Ven a través de las ilusiones. Y no me extraña, teniendo en cuenta lo hábiles que son a la hora de crearlas. ¿Qué me dices de la orilla? ¿Crees que podrías trepar por ella?

Los dos contemplaron las orillas. De arcilla roja, eran tan escurridizas como sacerdotes.

—Empecemos a andar hacia atrás —dijo Yaya—. Despacio.

—¿Y su mente? ¿Puedes entrar en ella?

—Ya hay alguien dentro. Ese pobre bicho es la mascota de la reina. Solo la obedece a ella.

El unicornio los siguió, intentando vigilarlos a los dos al mismo tiempo.

—¿Qué haremos cuando lleguemos al puente?

—Todavía puedes nadar, ¿no?

—El río queda bastante más abajo.

—Pero justo ahí hay un estanque muy profundo. ¿No te acuerdas? En una ocasión te tiraste de cabeza a ese estanque. Una noche de luna…

—En aquel entonces era joven y estúpido.

—¿Y? Ahora eres viejo y estúpido.

—Creía que los unicornios eran más… sutiles.

—¡Tienes que ver claro! ¡No te dejes atrapar por el glamour! ¡Mira lo que tienes delante de los ojos! ¡Es un caballo condenadamente grande con un cuerno en el extremo! —dijo Yaya.

El unicornio volvió a rascar el suelo con los cascos.

Los pies de Yaya rozaron el puente.

—Hemos llegado hasta aquí por accidente, y no podemos volver —dijo—. Si solo hubiera habido uno de nosotros, a estas alturas ya estaría cargando. Bueno, estamos llegando a la mitad del puente…

—Ese río ha crecido mucho con el deshielo —dijo Ridcully, que no parecía nada convencido.

—Oh, sí —dijo Yaya—. Te veré en la esclusa.

Y de pronto ya no estaba allí.

El unicornio, que había estado intentando decidirse entre dos objetivos, se encontró con que ya solo le quedaba Ridcully.

Sabía contar hasta uno.

Bajó la cabeza.

A Ridcully nunca le habían gustado los caballos, unos animales que le parecían siempre al borde de la locura.

Mientras el unicornio cargaba, Ridcully saltó por encima del parapeto y se precipitó, sin demasiada gracia aerodinámica, hacia las gélidas aguas del Lancre.

Al Bibliotecario le gustaba mucho el escenario. La primera noche de un nuevo montaje en cualquiera de los teatros de Ankh siempre lo encontraba en primera fila, donde sus habilidades prensiles le permitían aplaudir el doble de fuerte que ningún otro espectador o, en caso de que procediese, lanzar cáscaras de cacahuete.

Y se sentía bastante decepcionado. Apenas si había libros en el castillo, salvo volúmenes muy serios sobre etiqueta, cría de animales y administración estatal. Por regla general, la realeza no lee mucho.

El Bibliotecario no esperaba que el Entretenimiento lo dejara asombrado. Había echado una mirada detrás del trozo de saco que desempeñaba las funciones de camerino, y visto a media docena de hombres corpulentos discutiendo entre sí. No era un buen presagio para una velada de esplendor tespiánico, aunque siempre cabía la posibilidad de que uno de ellos le diera a otro en la cara con un pastel de nata.[29]

Había conseguido agenciarse los tres asientos de la primera fila. Aquello iba en contra de las reglas de preferencia, pero la rapidez con que todo el mundo se apresuró a apretujarse para hacerle sitio fue asombrosa. También había conseguido encontrar unos cuantos cacahuetes. Nadie sabía cómo se las había arreglado para ello.

—¿Oook?

—No, gracias —dijo Ponder Stibbons—. Me dan gases.

—¿Oook?

—¡Me gusta escuchar a un hombre al que le gusta hablar! ¡Whoops! ¡Serrín y almíbar! ¡Mete eso en tu arenque y fúmatelo!

—Creo que no le apetecen —dijo Ponder.

El telón subió, o al menos fue apartado por Carretero el panadero.

El Entretenimiento comenzó.

El Bibliotecario lo contempló con creciente abatimiento. Era asombroso. Normalmente disfrutaba mucho con una obra mal interpretada, siempre que hubiera suficientes objetos volando por los aires, pero aquellos tipos ni siquiera sabían actuar mal. Además, nadie parecía dispuesto a tirar nada.

Sacó un cacahuete de la bolsa y empezó a girarlo entre los dedos mientras miraba fijamente la oreja izquierda de Sastre, el otro tejedor.

Y de pronto sintió que se le erizaban los pelos, algo que siempre se nota muchísimo en un orangután.

Miró colina arriba por detrás de los erráticos actores y soltó un gruñido ahogado.

—¿Oook?

Ponder le dio un codazo.

—¡Silencio! —siseó—. Están empezando a pillarle el truco…

La voz del que llevaba la peluca de paja tenía eco.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Ponder.

—¡Oook!

—¿Cómo ha conseguido hacer eso? Ese maquillaje es muy bueno, desde lu… —Ponder se calló.

De pronto el Bibliotecario se sintió muy solo.

El resto de la audiencia tenía los ojos clavados en el escenario sobre la hierba.

El Bibliotecario subió y bajó una mano delante de la cara de Stibbons.

El aire temblaba sobre la colina, y la hierba de la ladera se estaba moviendo de una forma que hizo que al Bibliotecario le dolieran los ojos.

—¿Oook?

En lo alto de la colina, entre las pequeñas piedras, empezó a nevar.

¿Oook?

Sola en su habitación, Magrat desenvolvió el traje de novia.

Y aquello era otra cosa.

Hubiese tenido que participar en lo del traje, al menos. Iba a ser… habría sido la que lo hubiese llevado, después de todo. Hubiese tenido que haber semanas para escoger la tela, y sesiones de prueba, y cambiar de parecer, y cambiar la tela por otra, y cambiar la forma del traje, y más sesiones de prueba…

… aunque naturalmente ella no tenía por qué rendirle cuentas a nadie, y no necesitaba esa clase de cosas para nada… pero hubiese debido poder elegir.

Era de seda blanca, con una elegante cantidad de encaje. Magrat no era ninguna experta en el lenguaje de las modistas. Sabía qué eran las cosas, solo que no conocía los nombres. Había demasiadas sisas, dobladillos, pespuntes, fruncimientos y demás.

Sostuvo el traje ante ella y lo examinó con mirada crítica.

Había un espejito junto a la pared.

Después de cierto tira y afloja interno, Magrat se dio por vencida y se puso el traje. Al fin y al cabo, no era como si mañana fuese a llevarlo. Si nunca se lo probaba, siempre se preguntaría cómo le habría quedado.

Era justo de su medida. O, mejor dicho, no lo era de una manera muy favorecedora. Fuera cual fuese la suma pagada por Verence, había valido la pena. El modisto había hecho cosas muy ingeniosas con la tela, de manera que esta quedaba entrada allí donde Magrat se limitaba a ser recta y sobresalía allí donde Magrat no lo hacía.

El velo tenía flores de seda en la banda.

No lloraré otra vez, se dijo Magrat. Voy a seguir furiosa. Seguiré avivando la ira hasta que llegue a ser lo bastante gruesa para convertirse en rabia, y cuando regresen les…

¿…qué?

Podía tratar de ser gélida. Podía pasar majestuosamente por delante de ellos —aquel traje era la indumentaria ideal para eso—, y darles una buena lección.

¿Y luego qué? No podía quedarse allí, no con todo el mundo sabiéndolo. Y lo sabrían. Se enterarían de lo de la carta. En Lancre las noticias circulaban más deprisa que la trementina a través de un asno enfermo.

Tendría que irse. Quizá podría encontrar algún sitio donde no hubiera brujas y volver a empezar, aunque por el momento los sentimientos que le inspiraban las brujas eran de tal naturaleza que hubiese preferido cualquier otra profesión, siempre que hubiera otras profesiones para una ex bruja.

Magrat adelantó el mentón. Tal como se sentía ahora, con la bilis burbujeando igual que una fuente termal, crearía una nueva profesión. Una que, con un poco de suerte, prescindiría de los hombres y las viejas entrometidas.

Y se llevaría aquella maldita carta, solo como recuerdo.

No había parado de preguntarse cómo se las habría ingeniado Verence para organizado todo, semanas antes de que ella volviera a Lancre, y era así de sencillo. Cómo debían de haberse reído…

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