Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—No puede tratarse de la deliciosa señora Ogg, ¿verdad?

Tata se volvió. No había nadie detrás de ella.

—Aquí abajo —dijo la voz.

Tata bajó la vista y se encontró contemplando una gran sonrisa.

—Oh, vaya —dijo.

—Soy yo, Casavieja —dijo Casavieja, quien parecía todavía más diminuto que de costumbre debido a la enorme[26] peluca empolvada que llevaba—. ¿Se acuerda de mí? En Genua, ya sabe, aquella noche en que no paramos de bailar hasta que vimos salir el sol…

—No lo hicimos.

—Bueno, hubiéramos podido hacerlo.

—Qué sorpresa verlo aquí —dijo Tata con un hilo de voz. Lo más curioso de Casavieja, recordó, era que cuanto más enérgicamente te lo quitabas de encima más deprisa volvía rebotando hacia ti, a menudo desde una dirección inesperada.

—Nuestras estrellas están entrelazadas —dijo Casavieja—. El destino nos ha hecho el uno para el otro. Anhelo su cuerpo, señora Ogg.

—Todavía no he acabado de utilizarlo.

Y a pesar de que sospechaba, muy correctamente, que se trataba de una apertura que el segundo mayor amante del mundo empleaba con cualquier cosa que pareciera vagamente femenina, Tata Ogg tuvo que admitir que se sentía halagada. De joven había tenido muchos admiradores, pero el tiempo la había dejado con un cuerpo que solo podía ser calificado de cómodo y una cara como la del Señor Uva la Pasa Alegre. Fuegos que llevaban mucho tiempo dormidos desprendieron un poquito de humo.

Además, Casavieja le caía bien. La mayoría de los hombres usaba métodos de aproximación bastante oblicuos, en tanto que aquel ataque directo resultaba refrescante.

—Nunca saldría bien —dijo—. Somos básicamente incompatibles. Cuando yo mida metro setenta, tú seguirás midiendo metro diez. Y de todas maneras, soy lo bastante mayor para ser tu madre.

—No puedes serlo. Mi madre tiene casi trescientos años, y su barba es bastante mejor que la tuya.

Y eso era otro punto a su favor, por supuesto. Para lo que se estilaba entre los enanos, Tata Ogg apenas era una adolescente.

—Ay, señor, sois terrible —dijo Tata y le dio un cachete juguetón que le hizo zumbar los oídos—. ¿Acaso queréis hacerle perder la cabeza a una sencilla muchacha del campo como yo?

Una vez recuperado, Casavieja se ajustó la peluca y sonrió.

—Me gustan las chicas con espíritu —dijo—. ¿Qué te parece si mantenemos un pequeño tête-à-tête privado cuando esto haya terminado?

Tata Ogg, súbitamente traicionada por su dominio cosmopolita del lenguaje, se quedó en blanco.

—Disculpa un momento —dijo. Dejó su copa encima de la cabeza de Casavieja y se abrió paso a través de la multitud hasta que encontró a una mujer con aspecto de duquesa, a la que dio un codazo en las regiones del polisón.

—Eh, excelencia, ¿qué es un teti a tet?

—Perdón, ¿cómo dices?

—Un teti a tet, ya sabes. ¿Lo haces con la ropa puesta o qué?

—Significa un encuentro íntimo, mi buena mujer.

—¿Y eso es todo? Oh. Ya.

Tata Ogg volvió a abrirse paso a codazos hacia el vibrante enano.

—Trato hecho —dijo.

—He pensado que podríamos disfrutar de una pequeña cena privada, tú y yo solos —dijo Casavieja—. ¿En una de las tabernas?

Nunca, en una larga historia de romances, había sido invitada Tata Ogg a una cena íntima. Los cortejos de que había sido objeto siempre se habían distinguido más por su cantidad que por su calidad.

—Vale —fue todo lo que se le ocurrió decir.

—Líbrate de tu carabina y reúnete conmigo a las seis.

Tata Ogg miró a Yaya Ceravieja, que los estaba contemplando desde lejos con cara de desaprobación.

—No es mi… —comenzó.

Y entonces se dio cuenta de que Casavieja no podía haber pensado ni por un instante que Yaya Ceravieja realmente estuviera haciéndole de carabina.

Los cumplidos y los elogios también habían sido componentes muy menores de la maquinaria de los cortejos de Tata Ogg.

—Sí, de acuerdo —dijo.

—Y ahora voy a circular un poco, porque no quiero que la gente hable y arruine tu reputación —dijo Casavieja, inclinándose ante Tata Ogg y besándole la mano.

Tata se quedó boquiabierta. Nadie le había besado la mano antes, tampoco, y por cierto nadie, empezando por ella misma, se había preocupado por su reputación.

Mientras el segundo mayor amante del mundo ponía rumbo hacia una condesa, Yaya Ceravieja —que había estado observando desde una discreta distancia[27]— dijo, en un tono muy afable:

—Tienes menos moral que un gato, Gytha Ogg.

—Vamos, Esme, ya sabes que eso no es verdad.

—De acuerdo. Entonces diré que tienes la moral de un gato.

—Eso está mejor.

Tata Ogg alisó su masa de rizos blancos y se preguntó si tendría tiempo de ir a casa y ponerse los corsés.

—Debemos permanecer en guardia, Gytha.

—Sí, sí.

—No podemos permitir que otros asuntos nos distraigan.

—No, no.

—No estás oyendo ni una sola palabra de lo que te digo, ¿verdad?

—¿Qué?

—Bueno, al menos podrías averiguar por qué Magrat no está aquí.

—De acuerdo.

Tata Ogg se alejó, andando como en sueños.

Yaya Ceravieja se volvió…

… hubiese tenido que haber violines. El murmullo del gentío hubiese tenido que disiparse, y la multitud de invitados hubiese tenido que abrirse por su centro en un movimiento natural para dejar un pasaje desierto entre ella y Ridcully.

Hubiese tenido que haber violines. Hubiese tenido que haber algo.

Lo que no hubiese tenido que haber era el Bibliotecario aplastándole sin querer el dedo gordo del pie a Yaya con un nudillo mientras iba hacia el bufé, pero aquello, de hecho, sí que lo hubo.

Ella apenas se enteró.

—¿Esme? —dijo Ridcully.

—¿Mustrum? —dijo Yaya Ceravieja.

Tata Ogg llegó corriendo.

—Esme, acabo de ver a Millie Chillum y me ha dicho que…

El feroz codazo de Yaya Ceravieja la dejó sin respiración. Tata reparó en la escena.

—Ah —dijo—. Bueno, pues, bueno… Bueno, pues en ese caso me voy.

Las miradas volvieron a encontrarse.

El Bibliotecario volvió a pasar cargado con un surtido completo de fruta.

Yaya Ceravieja no le prestó atención.

El tesorero, que se encontraba en el punto medio de su ciclo, le dio una palmadita en el hombro a Ridcully.

—Oiga, archicanciller, estos huevos de codorniz son asombrosamente bue…

—MUÉRASE. Señor Stibbons, coja las píldoras de extracto de rana y mantenga los cuchillos alejados de él, por favor.

Las miradas volvieron a encontrarse.

—Vaya, vaya —dijo Yaya un año después.

—Realmente tiene que ser una noche encantada —dijo Ridcully.

—Sí. Eso me temía.

—Realmente eres tú, ¿verdad?

—Realmente soy yo —dijo Yaya.

—No has cambiado nada, Esme.

—Eso significa que tú tampoco has cambiado. Sigues siendo un mentiroso, Mustrum Ridcully.

Fueron el uno hacia el otro. El Bibliotecario se deslizó por entre ellos cargado con una bandeja de merengues. Detrás de ellos, Ponder Stibbons estaba a cuatro patas en el suelo buscando un frasquito de píldoras de extracto de rana del que se habían salido todas las píldoras.

—Vaya, vaya —dijo Ridcully.

—Qué cosas.

—El mundo es un pañuelo.

—Sí que lo es.

—Tú eres tú y yo soy yo. Asombroso. Y es aquí y ahora.

—Sí, pero entonces era entonces.

—Te mandé un montón de cartas —dijo Ridcully.

—Nunca las recibí.

A Ridcully le empezaban a brillar los ojos.

—Qué raro. Y eso que les eché un montón de hechizos de destino —dijo mirándola de arriba abajo—. ¿Cuánto pesas, Esme? Apostaría a que ni un gramo de más.

—¿Para qué quieres saberlo?

—Dale ese gustito a un anciano.

—En ese caso, peso cincuenta y ocho kilos.

—Hmmm… Eso debería de ser… unas tres leguas yendo hacia el Eje… sentirás un pequeño desplazamiento hacia la izquierda, nada que deba preocuparte…

Moviéndose con la celeridad del rayo, le cogió la mano. Se sentía joven y lleno de entusiasmo. Los magos de la Universidad se habrían quedado asombrados.

—Deja que te aparte de todo esto.

Chasqueó los dedos.

Siempre tiene que haber una conservación más o menos aproximada de la masa. Es una regla mágica fundamental. Si algo es trasladado de A hasta B, entonces algo que estaba en B tiene que encontrarse con que ahora está en A.

Y también está la inercia. Aunque el disco gira muy despacio, varios puntos de sus radios se mueven a distintas velocidades con relación al Eje, y un mago que se proyecte a sí mismo la distancia que sea hacia el Borde debe estar preparado para tomar tierra corriendo.

Las tres leguas que había hasta el Puente de Lancre solo supusieron un leve tirón, para el que Ridcully ya había estado preparado, y un instante después se encontró apoyado en el parapeto con Esme Ceravieja entre los brazos.

El troll de las aduanas que había estado sentado allí hasta hacía una fracción de segundo acabó extendido cuan largo era sobre el suelo de la Gran Sala, casualmente justo encima del tesorero.

Yaya Ceravieja volvió la cabeza hacia las veloces aguas, y luego miró a Ridcully.

—Vuelve a llevarme allí ahora mismo —dijo—. No tienes ningún derecho a hacer esto.

—Cielos, parece que me he quedado sin poder. No lo entiendo y te aseguro que es muy embarazoso, pero de repente tengo los dedos fláccidos —dijo Ridcully—. Podríamos andar, claro. Hace una noche preciosa. Aquí siempre teníais unas noches preciosas.

—¡Ya hace cincuenta o sesenta años de eso! —dijo Yaya—. No puedes aparecer de repente y decir que todos esos años no han sucedido.

—Oh, sé muy bien que han sucedido —dijo Ridcully— Ahora soy el mago que está arriba de todo. Me basta con dar una orden y un millar de magos me… eh… desobedecerán, ahora que lo pienso, o dirán «¿Qué?», o empezarán a llevarme la contraría. Pero no pueden hacer como si yo no existiera.

—He estado varias veces en esa Universidad —dijo Yaya-• Un montón de viejos barbudos que están demasiado gordos. — ¡Exacto! ¡Son ellos!

—Muchos proceden de las Montañas del Carnero —dijo Yaya—. Conocí a unos cuantos chicos de Lancre que llegaron a magos.

—Un área muy mágica —convino Ridcully—. Será por algo que hay en el aire.

Debajo de ellos, la corriente de aguas frías y oscuras, siempre bailando hacia la gravedad, no hacía difícil la navegación.

—Hace años incluso tuvimos de archicanciller a un Ceravieja —dijo Ridcully.

—Eso tengo entendido. Un primo lejano. Nunca llegué a conocerlo —dijo Yaya.

Los dos contemplaron el río por unos instantes. De vez en cuando, una rama arrastrada por la corriente giraba locamente sobre las aguas.

—¿Te acuerdas…?

—Tengo… muy buena memoria, gracias.

—¿Nunca te has preguntado cómo habría sido la vida si hubieras dicho sí? —quiso saber Ridcully.

—No.

—Supongo que habríamos echado raíces en algún sitio y tenido hijos, nietos, esa clase de cosas…

Yaya se encogió de hombros. Era la clase de cosa que decían los idiotas románticos. Pero aquella noche había algo en el aire…

—¿Y el incendio qué? —dijo.

—¿Qué incendio?

—El que consumió nuestra casa justo después de nuestra boda. El que nos mató a los dos.

—¿Qué incendio? No sé nada de ningún incendio.

Yaya se volvió hacia él.

—¡Claro que no! No ocurrió. Pero lo importante es que podría haber ocurrido. No puedes decir que si esto no ha ocurrido entonces habría ocurrido aquello otro, porque no sabes todo lo que podría haber ocurrido. Puedes pensar que algo habría estado muy bien, pero por lo que sabes podría haber resultado horrible. No puedes decir «Ah, si yo hubiera…» porque entonces podrías estar deseando cualquier cosa. Lo importante es que nunca lo sabrás. Lo has dejado atrás, así que no sirve de nada pensar en ello. Por eso no pienso en ello.

—Los Pantalones del Tiempo —dijo Ridcully con expresión pensativa. Cogió un trozo de piedra que se había desprendido del parapeto y lo lanzó al agua. El trozo hizo plunk, como suele suceder.

—¿Qué?

—Es la clase de cosa de la que hablan continuamente en el edificio de Magia de Altas Energías, ¡Y se llaman magos! Deberías oírlos hablar. Esos bobos no sabrían reconocer una espada mágica ni aunque les mordiera en la rodilla. Los jóvenes magos de hoy en día son así. Creen haber inventado la magia.

—¿Sí? Pues deberías ver a las chicas que quieren ser brujas hoy en día —dijo Yaya Ceravieja—. Sombreros de terciopelo, lápiz de labios negro y guantes de encaje sin dedos. Y además son todas unas descaradas.

Inmóviles uno junto al otro, los dos contemplaban el río.

—Los Pantalones del Tiempo —dijo Ridcully—. Un tú baja por una pernera, y un tú baja por la otra. Y además todo está lleno de continuinutinios. Cuando yo era joven solo había un universo decente y era este, y solo tenías que preocuparte de que ninguna criatura escapara de las Dimensiones Mazmorra, pero al menos había este dichoso universo real y sabías qué terreno pisabas. Ahora resulta que hay millones de esas condenadas cosas. Y además está ese maldito gato que, según han descubierto, puedes meter dentro de una caja y está muerto y vivo al mismo tiempo. O algo por el estilo, no sé. Y siempre están corriendo de un lado a otro diciendo maravilloso, maravilloso, hurra, aquí viene otro cuanto. Pídeles que hagan un hechizo de levitación como está mandado y te mirarán como si hubieras empezado a babear. Deberías oír las cosas que dice el joven Stibbons. Hace poco intentó convencerme de que yo no me había invitado a mi propia boda. ¡Yo!

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