Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—Estoy segura de que el rey le ha comprado toda esa ropa tan bonita porque…

—No me refiero únicamente a la ropa. Lo que quiero decir es que la gente gritaría hurra aunque… ¡aunque en esa carroza fuese cualquiera!

—Pero fue usted la que se enamoró del rey, señora —dijo Millie valientemente.

Magrat, que nunca había llegado a analizar a fondo aquella emoción, titubeó por un instante. Al cabo dijo:

—No. Entonces no era rey. Nadie sabía que iba a ser rey. Solo era un hombrecito triste y encantador que llevaba una gorra y muchas campanillas, y al que nadie hacía caso.

Millie retrocedió un poquito más.

—Supongo que serán nervios, señora —balbuceó—. Todo el mundo se pone un poco nervioso el día antes de su boda. ¿Quiere que… que vaya a prepararle un poco de té de hierbas para…?

—¡No estoy nerviosa! ¡Y puedo prepararme mi propio té de hierbas si da la casualidad de que me apetece!

—La cocinera es muy suya y no quiere que nadie entre en el herbario sin su permiso, señora —dijo Millie.

—¡Ya he visto ese herbario! ¡No hay más que salvia pasada y perejil amarillento! ¡Si no puedes meterlo en el trasero de un pollo, la cocinera no considera que sea una hierba! Y de todas maneras… ¿quién es la reina en estos andurriales?

—Creía que usted no quería serlo, señora —dijo Millie.

Magrat la miró fijamente. Por un momento pareció discutir consigo misma.

Millie podía no ser la chica mejor informada del mundo, pero no era idiota. Ya había llegado a la puerta y salido por ella antes de que la bandeja del desayuno se estrellara contra la pared.

Magrat estaba sentada en la cama con la cabeza apoyada en las manos.

No quería ser reina. Ser reina era como ser un actor, y a Magrat nunca se le había dado demasiado bien actuar. Es más, siempre había tenido la sensación de que no se le daba demasiado bien interpretar el papel de Magrat.

El estrépito de las actividades prenupciales se elevaba del pueblo. Habría bailes populares, por supuesto —no parecía haber manera de evitarlo—, y probablemente también se perpetrarían algunas canciones tradicionales. Y habría osos danzantes y malabaristas cómicos y la competición del poste engrasado, que por alguna razón Tata Ogg siempre ganaba. Y jugarían a los bolos con un cerdo. Y también habría pesca dentro de un recipiente de avena, una actividad que habitualmente estaba a cargo de Tata Ogg: era un hombre valeroso el que metía la mano en un recipiente de avena llenado por una bruja dotada de un gran sentido del humor. A Magrat siempre le habían gustado las ferias. Hasta ahora.

Bueno, todavía había algunas cosas que podía hacer.

Se vistió por última vez con sus ropas de plebeya, y fue por la escalera de atrás a la torre de poniente y la habitación en la que yacía Diamanda.

La herida estaba curando bastante bien, pero parecía haber…

Magrat fue hacia la campanilla del rincón y tiró de ella.

Un par de minutos después Shawn Ogg llegó jadeando. Había pintura dorada en sus manos.

—¿Qué son todas esas cosas? —quiso saber Magrat.

—Hum. Preferiría no tener que hablar de ello, señora…

—Da la casualidad de que una es… prácticamente… la reina —dijo Magrat.

—Sí, pero el rey dijo… Bueno, Yaya dijo…

—Da la casualidad de que Yaya Ceravieja no gobierna el reino —dijo Magrat. Cuando hablaba así se odiaba a sí misma, pero parecía dar resultado—. Y de todas maneras Yaya Ceravieja no se encuentra aquí. Una sí que se encuentra aquí, no obstante, y si no le cuentas a una qué está ocurriendo, una se asegurará de que tengas que hacer todos los trabajos sucios del palacio.

—Pero es que ya los hago —dijo Shawn.

—Me aseguraré de que haya trabajos todavía más sucios.

Magrat cogió uno de los bultos. Estaba formado por tiras de sábana envolviendo lo que resultó una barra de hierro.

—Está rodeada de ellas —dijo—. ¿Por qué?

Shawn se miró los pies. También había pintura dorada en sus botas.

—Bueno, mamá dijo…

—¿Sí?

—Mamá dijo que me asegurase de que hubiera hierro alrededor de ella. Así que yo y Millie cogimos unas cuantas barras de la herrería y las envolvimos así, y Millie las colocó alrededor de ella.

—¿Por qué?

—Para mantener alejados a los… los Lores y las Damas, señora.

—¿Qué? ¡Esas no son más que viejas supersticiones! Y en cualquier caso, todo el mundo sabe que los elfos son buenos, diga lo que diga Yaya Ceravieja.

Detrás de ella, Shawn se encogió. Magrat sacó de la cama los trozos de hierro envueltos en tiras de sábana y los arrojó al rincón.

—Nada de cuentos de viejas aquí, muchísimas gracias. ¿Hay algo más de lo que no se me haya tenido al corriente, por casualidad?

Shawn meneó la cabeza, culpablemente consciente de la cosa que había en la mazmorra.

—¡Uh! Bueno, ya puedes irte. Verence quiere que el reino sea moderno y eficiente, y eso significa que se acabaron las herraduras y demás tonterías. Vamos, vete de una vez.

—Sí, señorita reina.

Al menos puedo hacer algo positivo por aquí, se dijo Magrat.

Sí. Piensa con la cabeza. Ve a ver a Verence. Habla. Magrat se aferró a la idea de que prácticamente todo podía llegar a solucionarse con tal que las personas hablaran entre sí.

—¿Shawn?

El muchacho se detuvo delante de la puerta.

—¿Sí, señora?

—¿Sabes si el rey ha bajado ya a la Gran Sala?

—Creo que todavía se está vistiendo, señorita reina. Lo que sí sé es que no me ha llamado para que hiciera lo de la trompeta.

De hecho, Verence, al que no le gustaba demasiado tener que ir a todas partes precedido por la idea que Shawn tenía de una fanfarria, ya había bajado de incógnito. Pero Magrat fue sigilosamente a su habitación, y llamó a la puerta.

¿Por qué andarse con rodeos? A partir de mañana aquella habitación también sería la suya, ¿no? Puso la mano en el pomo y este giró. Sin llegar a quererlo del todo, Magrat entró.

En cualquier caso, difícilmente se podía decir que las habitaciones del castillo pertenecieran a alguien. Habían tenido demasiados ocupantes a lo largo de los siglos. Su misma atmósfera era el equivalente a esas paredes llenas de agujeritos dejados por las chinchetas con que los ocupantes del último curso han clavado los pósters de grupos de rock disueltos hace ya mucho tiempo. No podías dejar grabada tu personalidad en aquella piedra. Si lo intentabas, la piedra respondería grabándote la suya en la cabeza.

Para Magrat, entrar en el dormitorio de un hombre era como el que un explorador se adentrara en aquella parte del mapa en que se leía Aquí Hay Dragones.[24]

Y aquel dormitorio no era exactamente lo que hubiese debido ser.

Verence había llegado al concepto de dormitorio bastante tarde en la vida. Cuando era pequeño, toda la familia dormía encima de un montón de paja en el altillo de la cabaña. Durante su aprendizaje en el Gremio de Bufones, Verence había dormido en un catre en un dormitorio muy largo con otros muchachos tristes y abatidos. Después de graduarse como bufón había dormido, según prescribía la tradición, hecho un ovillo delante de la puerta de su señor. De pronto, a una edad más tardía de lo habitual, le había sido revelado el concepto de los colchones blandos.

Y Magrat acababa de pasar a ser partícipe del gran secreto.

No había funcionado.

Allí estaba la Gran Cama de Lancre, que se decía era capaz de acoger a una docena de personas, aunque la historia nunca había llegado a aclarar en qué circunstancias y por qué podía ser necesaria tal cosa. Era enorme, y de roble.

Aparte de lo cual, y eso saltaba a la vista, nadie había dormido en ella.

Magrat apartó las sábanas y olió el aroma del lino. Pero también olía a sábanas poco aireadas, como si nunca se hubiera dormido en ellas.

Recorrió la habitación con la mirada hasta que sus ojos se posaron en la pequeña naturaleza muerta que había junto a la puerta. Allí había una camisa de dormir doblada, una palmatoria y una pequeña almohada.

En lo que a Verence concernía, una corona solo cambiaba el lado de la puerta en el que dormías.

Oh, dioses. Verence siempre había dormido delante de la puerta de su señor. Y ahora que era rey, dormía delante de la puerta de su reino.

Magrat sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

No podías evitar amar a alguien tan profundamente sentimental.

Fascinada, y consciente de que estaba donde no hubiera debido estar, Magrat se sonó la nariz y continuó explorando. Un montón de prendas tiradas junto a la cama sugería que Verence había llegado a dominar el arte de colgar la ropa tal como era practicado por la mitad de la población del mundo, y también que se topaba con ciertas dificultades a la hora de llevar a cabo las complejas maniobras topológicas necesarias para que sus calcetines quedaran vueltos en la dirección correcta.

Había una mesita minúscula y un espejo. Pegado al marco del espejo había una flor reseca y descolorida que parecía, a los ojos de Magrat, muy similar a las que ella llevaba habitualmente en el cabello.

No hubiese debido seguir mirando. Después ella misma lo admitiría, pero en aquel momento parecía haber perdido el control.

En el centro de la mesita había un cuenco de madera lleno de monedas, trocitos de cordel y los residuos generales del bolsillo vaciado nocturnamente.

Y un papel doblado. Muy doblado, como si hubiera pasado bastante tiempo dentro del susodicho bolsillo.

Magrat lo cogió y lo desdobló.

Las laderas interiores de las Montañas del Carnero estaban repletas de pequeños reinos. Cada estrecho valle, cada cornisa sobre la que pudiera estar de pie algo que no fuese una cabra, era un reino. En las Montañas del Carnero había reinos tan pequeños que, si fueran asolados por un dragón, y si ese dragón hubiera sido abatido por un joven héroe, y el rey le hubiera dado la mitad de su reino a ese joven héroe tal como estipula la Sección Tres del Código Heroico, entonces no habría quedado reino. Había guerras de anexión que duraban años meramente porque alguien quería un sitio donde poder almacenar el carbón.

Lancre era uno de los reinos más extensos. De hecho, podía permitirse el lujo de tener un ejército en pie de guerra.[25]

Reyes, reinas y varios órdenes subordinados de la aristocracia estaban llegando en un incesante desfile por el puente de Lancre, observados por un troll empapado y disgustado y que había decidido dejar correr lo de vigilar el puente durante el resto del día.

La Gran Sala había sido abierta. Malabaristas y tragafuegos deambulaban entre el gentío. En la galería de los trovadores, una pequeña orquesta tocaba el violín de una sola cuerda de Lancre y las célebres gaitas de las Montañas del Carnero, pero afortunadamente quedaba más o menos ahogada por la algarabía de la multitud.

Tata Ogg y Yaya avanzaban a través de dicha multitud. En deferencia a que se trataba de una ocasión festiva, Tata había sustituido su habitual sombrero negro puntiagudo por uno de la misma forma pero de color rojo, adornado con cerezas de cera. —Todo el gordo mundo está aquí —observó, cogiendo una bebida de una bandeja que pasaba—. Nuestro Shawn me ha dicho que incluso hay unos cuantos magos de Ankh-Morpork. Dijo que uno de ellos había dicho que yo tenía un cuerpo magnífico. Llevo toda la mañana intentando acordarme de quién puede haber sido.

—Con un pasado tan concurrido como el tuyo, no creo que lo consigas —dijo Yaya, pero el desagradable comentario fue una mera reacción automática carente de auténtico entusiasmo. Eso preocupó un poco a Tata Ogg. Su amiga parecía muy lejos de allí—. Recuerda que hay ciertos aristócratas a los que no queremos ver por aquí —añadió Yaya—. No me sentiré tranquila hasta que todo esto haya terminado.

Tata Ogg estiró el cuello para echar una rápida mirada por encima de la cabeza de un pequeño emperador.

—No veo a Magrat —dijo—. Ahí está Verence hablando con algunos reyes, pero no veo a nuestra Magrat por ninguna parte. Nuestro Shawn ha dicho que Millie Chillum le había dicho que esta mañana estaba hecha un saco de nervios.

—Tanta gente de noble cuna… —dijo Yaya, contemplando las cabezas coronadas que la rodeaban—. Me siento como un pez fuera del agua.

—Bueno, tal como lo veo, una tiene que hacer sus propias aguas —dijo Tata, cogiendo un muslo de pollo asado del bufé y metiéndoselo en una manga.

—No bebas demasiado. Debemos mantenernos alerta, Gytha. Acuérdate de lo que te dije. No te dejes distraer por…

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