Un instante después se oyó un ruido de frenética carrera seguido por una pausa y el rey Verence II dobló la esquina, andando tranquila y lentamente con la cara enrojecida.
—No cabe duda de que le da buen color a la gente —dijo Ridcully con jovialidad.
—¡Es el rey! —siseó Shawn—. ¡Y yo sin mi trompeta!
—Ejem —dijo Verence—. ¿Todavía no ha llegado el correo, Shawn?
—¡Oh, sí, alteza! —dijo Shawn, que se había puesto casi tan sonrojado como el rey—. Lo tengo aquí mismo. ¡No os preocupéis por él! ¡Lo abriré y enseguida lo tendréis todo encima de vuestro escritorio, alteza!
—Hum…
—¿Ocurre algo, alteza?
—Hum… Estaba pensando que quizá…
Shawn ya había empezado a rasgar los envoltorios.
—Aquí tenemos el libro sobre la etiqueta que estabais esperando, alteza, y también ha llegado el manual sobre la cría del cerdo, y este otro… Vamos a ver qué es…
Verence trató de cogerlo. Shawn reaccionó automáticamente tratando de retenerlo. El envoltorio se rompió y el pesado volumen cayó sobre los adoquines. Sus páginas aleteantes ofrecieron sus grabados a la brisa.
Todos miraron hacia abajo.
—¡Caray! —dijo Shawn.
—Cielos —dijo Ridcully.
—Hum —dijo el rey.
—¿Oook?
Shawn cogió el libro con mucho, mucho cuidado, y volvió unas páginas.
—¡Eh, fíjense en este! ¡Lo está haciendo con los pies! ¡No sabía que pudieras hacerlo con los pies! —Le dio un codazo a Ponder Stibbons—. ¡Mire, señor!
Ridcully estaba mirando al rey.
—¿Os encontráis bien, majestad? —preguntó.
Verence se removió nerviosamente.
—Hum…
—Y miren, aquí hay uno en el que los dos tipos lo están haciendo con palos…
—¿Qué? —exclamó Verence.
—Caray —dijo Shawn—. Gracias, alteza. Estoy seguro de que me resultará muy útil. Quiero decir que, bueno, he ido aprendiendo algunas cosas por mi cuenta, un poquito por aquí y otro poquito por allá, pero…
Verence le quitó el libro de las manos y buscó la página del título.
—¿«Artes marciales»? Artes marciales. Pero estoy seguro de que yo escribí Marit…
—¿Alteza?
Hubo un momento exquisito en que Verence tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para recuperar el equilibrio mental, pero finalmente salió vencedor.
—Ah. Sí. Claro. Uh. Bueno, sí. Uh. Por supuesto. Sí. Bueno, verás, un ejército bien entrenado es… es esencial para la seguridad de cualquier reino. Eso es. Sí. Estupendo. Magrat y yo hemos pensado que… Sí. Es para ti, Shawn.
—¡Empezaré a practicar de inmediato, alteza!
—Hum. Muy bien.
Jason Ogg despertó, y enseguida deseó no haberlo hecho.
Hablemos claro. Muchas autoridades en la materia han tratado de describir una resaca, con los elefantes que bailan y similares que suelen emplearse para dicho propósito. Las descripciones nunca funcionan. Siempre huelen a, jojó, esta va por los chicos, jojó, tengamos un poquito de machismo resacoso, jojó, posadero, otras diecinueve pintas de cerveza, eh, anoche cenamos algo, jojó…
Y en cualquier caso, no puedes describir una resaca de esfumino. Su parte menos horrorosa es una sensación de que tus dientes se han disuelto poco a poco hasta acabar esparciéndose alrededor de tu lengua.
Finalmente, el herrero se incorporó y abrió los ojos.[23] El rocío le había empapado la ropa.
Su cabeza parecía estar llena de susurros y nubéculas.
Miró las piedras.
La jarra de esfumino yacía sobre el brezal. Después de haberla contemplado unos momentos, Jason la levantó y echó un trago experimental. Estaba vacía.
Le empujó las costillas a Tejedor con la punta de su bota.
—Despierta, viejo bribón. ¡Hemos pasado toda la noche aquí!
Uno por uno, los integrantes de la cuadrilla de bailes tradicionales de Lancre efectuaron el corto pero doloroso viaje hacia la conciencia.
—Cuando vuelva a casa, nuestra Eva me las hará pagar todas juntas —gimió Carretero.
—Puede que no —dijo Techador, que estaba a cuatro patas buscando su sombrero—. Cuando llegues a casa quizá la encuentres casada con otro, ¿eh?
—Quizá hayan transcurrido cien años —dijo Carretero con voz esperanzada.
—Caray, eso espero —dijo Tejedor, animándose un poco—. Tengo invertidos siete peniques en el Banco de los Ahorros de Ohulan. A interés complicado, seré un millonario. Seré tan rico como Creosoto.
—¿Quién es Creosoto? —preguntó Techador.
—Un ricachón muy famoso —dijo Panadero, extrayendo una de sus botas de un charco de turba—. Es extranjero.
—¿No era aquel que convertía en oro todo lo que tocaba? —dijo Carretero.
—No, ese era otro. El rey no sé qué. Son las cosas que pasan en esos sitios extranjeros. Vivías tan tranquilo, y de pronto todo lo que tocas se convierte en oro. Una auténtica lata, os lo aseguro.
Carretero parecía perplejo.
—¿Y cómo se las apañaba cuando tenía que…?
—Que eso te sirva de lección, joven Carretero —dijo Panadero—. No te muevas de aquí, donde la gente es sensata, y que no se te ocurra largarte a esos lugares del extranjero en los que de pronto puedes encontrarte con una fortuna en las manos y nada en que gastarla.
—Nos quedamos dormidos y hemos pasado toda la noche aquí arriba —dijo Jason con vacilación—. Eso es peligroso.
—En eso tiene razón, señor Ogg —dijo Carretero—. Me parece que algo ha ido al lavabo dentro de mi oreja.
—Quiero decir que se te pueden meter cosas extrañas en la cabeza.
—Sí, yo también me refería a eso.
Jason parpadeó. Estaba seguro de que había soñado. Se acordaba de haber soñado. Pero no conseguía recordar qué había soñado. Aun así, todavía tenía la sensación de que en su cabeza había muchas voces hablando, pero demasiado lejos para que pudieran ser oídas.
—Oh, bueno —dijo, logrando levantarse al tercer intento—, probablemente no habrá ocurrido nada demasiado grave. Volvamos a casa y veamos en qué siglo estamos.
—Oye, ¿y en qué siglo estamos? —preguntó Techador.
—El Siglo del Murciélago Frugívoro, ¿no? —dijo Panadero.
—Puede que ya no lo sea —dijo Carretero esperanzadamente.
Acabó resultando que era el Siglo del Murciélago Frugívoro. Lancre apenas tenía necesidad de emplear unidades de tiempo más pequeñas que una hora o más grandes que un año, pero unas cuantas personas estaban engalanando la plaza del pueblo y un grupo de hombres habían empezado a erigir el Poste de Mayo. Alguien estaba clavando un retrato muy mal pintado de Verence y Magrat debajo del que se leía: Dioses Vendigan a sus Maiestades.
Sin apenas intercambiar palabra, los hombres se separaron y cada uno siguió su tambaleante camino.
Una liebre trotó a través de las neblinas matinales hasta llegar a la vieja cabaña torcida que se alzaba en su claro del bosque.
Llegó a un tocón que había entre la letrina y las Hierbas. La mayoría de los animales del bosque se mantenía alejada de las Hierbas. Eso se debía a que durante los cincuenta últimos años, los animales que no se mantenían alejados de las Hierbas habían tendido a no tener descendientes. Unos cuantos zarcillos ondulaban en la brisa, lo cual era bastante extraño porque no había ninguna brisa.
La liebre se sentó en el tocón.
Y entonces hubo una sensación de movimiento. Algo dejó a la liebre y atravesó el aire hacia una ventana abierta en el piso de arriba. El algo era invisible, al menos para la vista normal.
La liebre cambió. Antes se había movido con un propósito deliberado. Ahora saltó al suelo y empezó a lavarse las orejas.
Pasado un rato la puerta trasera se abrió y Yaya Ceravieja salió por ella, moviéndose con envarada lentitud y llevando un cuenco de pan y leche en las manos. Lo dejó en el escalón y se volvió sin mirar atrás, cerrando nuevamente la puerta detrás de ella.
La liebre se acercó un poco más.
Es difícil saber si los animales entienden las obligaciones o la naturaleza de las transacciones. Pero eso carece de importancia. Las obligaciones forman parte de la brujería. Si de verdad quieres poner nerviosa a una bruja, hazle un favor que no tenga manera de devolverte. La obligación incumplida la roerá por dentro como un sordo dolor de tripas.
Yaya Ceravieja había estado montando la mente de la liebre durante toda la noche. Ahora le debía algo. Durante unos días habría pan y leche delante de su cabaña.
Tenías que devolver lo que se te había dado, bueno o malo. Existía más de un tipo de obligación. Eso era lo que la gente nunca llegaba a entender, se dijo Yaya mientras volvía a la cocina. Magrat no lo había entendido, y aquella chica nueva tampoco. Las cosas tenían que equilibrarse. No podías marcarte la meta de ser una bruja buena o una bruja mala. Eso nunca funcionaba mucho tiempo. Lo único que podías tratar de ser era una bruja, con todas tus fuerzas.
Se sentó junto al frío hogar, y resistió la tentación de peinarse las orejas.
Habían logrado abrirse paso por algún sitio. Yaya podía sentirlo en los árboles, en las mentes de diminutos animales. Y ella estaba planeando algo para dentro de poco. El solsticio de verano no tenía nada de especial en el sentido oculto del término, por supuesto, pero sí en las mentes de las personas. Y las mentes de las personas era el sitio donde los elfos eran más fuertes.
Yaya sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a la reina. No a Magrat, sino a la auténtica reina.
Y sería derrotada.
Yaya había dedicado toda su vida a controlar los recovecos de su propia mente. Se enorgullecía de ser lo mejor que había.
Pero ya no. Justo cuando necesitaba toda su segundad en sí misma, no podía confiar en su mente. Podía sentir los cautelosos sondeos de la reina y todavía podía recordar la sensación de aquella mente, de hacía tantas décadas. Y no parecía haber perdido su habitual habilidad con el Préstamo. Pero en cuanto a ella misma… Bueno, si no hubiera tomado la costumbre de dejarse notas, se habría sentido totalmente perdida. Ser una bruja significaba saber con toda exactitud quién eras y dónde estabas, y Yaya estaba perdiendo la capacidad de saber ambas cosas. Anoche se había sorprendido a sí misma poniendo la mesa para dos personas. Había intentado entrar en una habitación que no tenía. Y pronto tendría que luchar con un elfo.
Si te enfrentabas a un elfo y perdías… entonces, si tenías suerte, morirías.
Una Millie Chillum que no paraba de soltar risitas le llevó el desayuno a la cama a Magrat.
—Los invitados ya están llegando, señora. ¡Y en la plaza hay banderas y todo lo demás! ¡Y Shawn ha encontrado la carroza de la coronación!
—¿Cómo puedes perder una carroza? —preguntó Magrat.
—La habían metido en uno de los viejos establos, señora. Ahora mismo le está dando una capa de pintura dorada.
—Pero vamos a casarnos aquí —dijo Magrat—. No tenemos que ir a ninguna parte.
—El rey dijo que quizá podrían ir un ratito en ella. Puede que hasta llegar a Culo de Mal Asiento, dijo. Con Shawn Ogg como escolta militar. Para que la gente pueda saludarlos agitando la mano y gritando hurra. Y luego volver aquí.
Magrat se puso su bata y fue a la ventana de la torre. Desde allí podía ver más allá de las murallas exteriores y hasta la misma plaza de Lancre, que ya se hallaba llena de gente. Habría sido un día de mercado en cualquier caso, pero además habían empezado a colocar bancos y el Poste de Mayo ya estaba en su sitio. Hasta había unos cuantos enanos y trolls, educadamente alejados los unos de los otros.
—Acabo de ver a un mono cruzando la plaza —dijo Magrat.
—¡El mundo entero está viniendo a Lancre! —dijo Millie, que en una ocasión había ido hasta Tajada.
Magrat divisó el lejano retrato de ella y su prometido.
—Menuda tontería —dijo hablando consigo misma, pero Millie la oyó y se quedó perpleja.
—¿Qué quiere decir, señora?
—¡Todo esto! ¡Por mí!
Millie retrocedió, presa de un súbito temor.
—¡Solo soy Magrat Ajostiernos! ¡Los reyes deberían casarse con princesas y duquesas y personas así! ¡Personas que estén acostumbradas a todo eso! ¡No quiero que la gente grite hurra solo porque he pasado por ahí en una carroza! ¡Y especialmente no personas que me conocen de toda la vida! Todo esto… esto… —su frenético ademán abarcó el odiado guardarropa, la enorme cama de cuatro postes y el vestidor repleto de caros y tiesos vestidos— todas estas cosas… ¡no son para mí! Son para una especie de idea. ¿Cuando eras pequeña nunca tuviste esos recortables, esas muñecas, ya sabes… esas muñecas que recortabas, y también había todos esos vestidos que se podían recortar? ¿Y podías hacerles hacer todo lo que quisieras? ¡Pues esa soy yo! Es… ¡es como las abejas! ¡Me están convirtiendo en una reina tanto si quiero como si no! ¡Eso es lo que me está ocurriendo!