—¿Qué ocurre? —preguntó el tesorero despertándose.
—Hay un troll en el puente —dijo Ridcully—, pero está debajo de un casco, así que probablemente se trata de algo oficial y se meterá en un buen lío si se come a alguien.[22] No hay de qué preocuparse.
El tesorero se rió, porque se hallaba en la curva ascendente de cualquiera que fuese la montaña rusa por la que estaba viajando su mente en ese instante.
El troll apareció en la ventanilla de la diligencia.
—Buenas tardes, excelencias —dijo—. La inspección de aduanas de costumbre, ya saben.
—Me parece que no tenemos ninguna —balbuceó el tesorero con una gran sonrisa—. Quiero decir que solíamos tener la tradición de hacer rodar huevos duros colina abajo el Martes del Pastel del Alma, pero…
—No —dijo el troll—, me refería a si traen alguna clase de cerveza, bebidas espirituosas, vinos, licores, hierbas alucinógenas o libros de naturaleza salaz o licenciosa.
Ridcully apartó al tesorero de la ventana.
—No —dijo.
—¿No?
—No.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Les interesaría comprar algunos?
—Ni siquiera tenemos —dijo el tesorero, a pesar de los esfuerzos de Ridcully por sentarse encima de su cabeza— un chivo.
Ciertas personas son capaces de ponerse a cantar el himno sudista en el Congreso Nacional de la Gente de Color.
Pero incluso esas personas considerarían carente de tacto mentarle la palabra «chivo» a un troll.
La expresión del troll fue cambiando lentamente, como un glaciar que erosiona media montaña. Ponder trató de meterse debajo del asiento.
—Así que ahora seguiremos tranquilamente, ¿verdad? —dijo el tesorero, con la voz un poco ahogada a esas alturas.
—No quería decirlo —se apresuró a aclarar el archicanciller—. Han sido las píldoras de extracto de rana hablando por él.
—Le aseguro que perdería el tiempo comiéndoseme —dijo el tesorero—. A quien sí que querrá comerse es a mi hermano, que está mucho más mfmfff mfmfff…
—Bueno, en ese caso creo que… —comenzó el troll, y entonces vio a Casavieja—. Ojojó —dijo—. Contrabando de enanos, ¿eh?
—No sea ridículo, amigo —dijo Ridcully—. El contrabando de enanos no existe.
—¿Sí? ¿Y entonces qué es lo que tienen aquí?
—Soy un gigante —dijo Casavieja.
—Los gigantes son mucho más grandes.
—He estado enfermo.
El troll se quedó perplejo. Para un troll, aquello era pensamiento puro a nivel de doctorado. Pero tenía ganas de jaleo. Finalmente lo encontró en el techo de la diligencia, donde el Bibliotecario había estado tomando un baño de sol.
—¿Qué hay dentro de ese saco que llevan ahí arriba?
—Eso no es un saco. Es el Bibliotecario.
El troll hundió un dedo en la voluminosa masa de pelos rojos.
—Ook…
—¿Cómo? ¿Un mono?
—¿Oook?
Unos minutos después, los viajeros estaban apoyados en el parapeto y contemplaban con expresión pensativa el río que discurría allá abajo.
—Ocurre a menudo, ¿verdad? —dijo Casavieja.
—Últimamente ya no tanto —dijo Ridcully—. Es como… ¿Cuál es la palabra, Stibbons? Ya sabe, todo eso del reproducirse y pasarles ciertas cosas a tus críos.
—Evolución —dijo Ponder. Las ondulaciones seguían lamiendo las orillas.
—Exacto. Verás, mi padre tenía un chaleco con pavos reales bordados, y me lo dejó, y ahora lo tengo yo. Lo llaman hereditariedad…
—No, eso no es… —comenzó Ponder, sin la menor esperanza de que Ridcully lo escuchara.
—… así que de todas maneras, ahora en casa la mayoría de las personas ya saben distinguir entre los simios y los monos —dijo Ridcully—. Es pura evolución: si te duele muchísimo la cabeza porque un orangután ha estado intentando agujerear el pavimento con ella, cuesta bastante dejar descendencia. Las ondulaciones habían cesado.
—¿Cree que los trolls saben nadar? —preguntó Casavieja.
—No. Se limitan a hundirse y luego vuelven a la orilla andando —dijo Ridcully, dándose la vuelta y apoyando los codos en el parapeto—. Realmente es como regresar al pasado, sabes. Ah, el viejo río Lancre… Ahí abajo hay truchas que podrían arrancarte un brazo.
—No solo truchas —dijo Ponder, viendo cómo un casco emergía del agua.
—Y un poco más arriba hay lagunas de límpidas aguas —dijo Ridcully—. Llenas de, de, de… límpidos y todas esas cosas. Y puedes bañarte desnudo y nadie te vería. Y pequeños remansos llenos de… agua, no sé, y flores y montones de cosas más. —Suspiró—. Saben, fue en este mismo puente donde ella me dijo que…
—Ha salido del río —dijo Ponder. Pero el troll no se daba mucha prisa en moverse, porque el Bibliotecario había empezado a aplicar plácidamente el principio de la palanca a una de las enormes piedras que formaban el parapeto.
—En este mismo puente le pregunté…
—Tiene un garrote muy grande —dijo Casavieja.
—Este puente, se podría decir, fue el sitio donde estuve a punto de…
—¿Podría dejar de sostener esa roca en alto de una manera tan provocativa, Bibliotecario? —pidió Ponder.
—Oook.
—Siempre sería una ayuda.
—El puente, por si le interesa a alguien, es el sitio donde toda mi vida cambió para…
—¿Por qué no seguimos nuestro camino? —preguntó Ponder—. Todavía le queda mucha distancia por trepar.
—Es una suerte para él que no haya llegado aquí arriba, ¿eh? —dijo Casavieja. Ponder le dio la vuelta al Bibliotecario y lo empujó hacia la diligencia.
—De hecho, este es el puente donde…
Ridcully se volvió.
—¿Viene o no? —preguntó Casavieja, con las riendas en la mano.
—La verdad es que estaba disfrutando de un momento de calidad compuesto por nebulosas rememoraciones nostálgicas —dijo Ridcully—. Cosa de la que ninguno de ustedes, mamones, se ha dado cuenta, por supuesto.
Ponder le sostenía la puerta.
—Bueno, ya sabe lo que dicen —comentó—. No se puede cruzar el mismo río dos veces, archicanciller.
Ridcully lo miró fijamente.
—¿Por qué no? Eso de ahí es un puente.
En el techo de la diligencia, el Bibliotecario cogió el cornetín del cochero, mordió la punta con expresión pensativa —bueno, nunca se sabe— y después sopló tan fuerte que consiguió dejarlo recto.
Era primera hora de la mañana en Lancre, y el pueblo se hallaba más o menos desierto. Los granjeros se habían levantado horas antes para maldecir, mascullar y tirarles un cubo a las vacas, y luego se habían vuelto a la cama.
El sonido del cornetín rebotó en las casas.
Ridcully bajó de la diligencia dando un gran salto e hizo una profunda y melodramática inspiración de aire.
—¿Pueden olerlo? —preguntó—. Es auténtico aire fresco de la montaña, eso es lo que es —añadió dándose una palmada en el pecho.
—Acabo de pisar algo rural —dijo Ponder—. ¿Dónde está el castillo, señor?
—Creo que podría ser esa enorme cosa negra que se eleva por encima del pueblo —dijo Casavieja.
El archicanciller se plantó en el centro de la plaza y giró lentamente con los brazos extendidos.
—¿Ven esa taberna? —dijo—. ¡Ja! Si tuviera un penique por cada vez que me echaron a patadas de allí, tendría… cinco dólares y treinta y ocho peniques. Y ahí arriba está la vieja fragua, y un poco más allá está la casa de la señora Persifleur, donde me alojaba. ¿Ven ese pico de ahí? Pues es Cabeza de Cobre. Un día subí a la cima con el viejo Carbonáceo el troll. Oh, grandes días, grandes días. ¿Y ven ese bosque que hay allá abajo, en la colina? Ahí es donde ella… —Su voz se convirtió en un balbuceo entrecortado—. Oh, caramba. Todo me está volviendo a la memoria… Menudo verano. Ya no hacen veranos así —suspiró—. Saben, daría cualquier cosa por volver a recorrer esos bosques con ella. Había tantas cosas que nunca… Oh, bueno. Vamos.
Ponder contempló Lancre. Había nacido y se había criado en Ankh-Morpork. En lo que a él concernía, el campo era algo que les ocurría a otras personas, y la mayor parte de ellas tenía cuatro patas. En lo que a él concernía, el campo era como el caos primigenio que había precedido al universo, o sea lo que existía antes de que se creara algo con adoquines y paredes, algo civilizado.
—¿Esto es la capital? —preguntó.
—Más o menos —dijo Casavieja, que solía sentir lo mismo hacia los lugares que no estaban pavimentados.
—Apuesto a que no hay ni una sola delicatessen en ningún sitio —dijo Ponder.
—Y la cerveza de aquí —dijo Ridcully—, la cerveza de aquí… ¡Bueno, más vale que prueben la cerveza de aquí! Y además tienen una cosa llamada esfumino, que fabrican con manzanas y… y que me cuelguen si sé qué otras cosas le meten, aunque les aseguro que no te atreves a echarlo en un tazón metálico. Debería probarlo, señor Stibbons. Le haría salir pelo en el pecho. Y en el suyo… —Se volvió hacia el siguiente en bajar de la diligencia, que casualmente era el Bibliotecario.
—¿Oook?
—Bueno, yo, eh, en su caso yo me limitaría a beber lo que más me apeteciera —dijo Ridcully.
Bajó el saco del correo del techo.
—¿Qué hacemos con esto? —preguntó.
Oyó pasos detrás de él y se volvió para ver a un joven bajito y sonrojado envuelto en una enorme cota de mallas que le quedaba grande y le daba la apariencia de un lagarto que ha perdido kilos muy deprisa.
—¿Dónde está el cochero de la diligencia? —preguntó Shawn Ogg.
—No se encuentra muy bien —dijo Ridcully—. Tuvo un súbito ataque de bandidos. ¿Qué hacemos con esto?
—Yo cojo las cosas del palacio, y generalmente dejamos el saco colgado de un clavo delante de la taberna para que la gente se vaya sirviendo —dijo Shawn.
—¿No es un poco peligroso? —preguntó Ponder.
—No lo creo. Es un clavo muy sólido —dijo Shawn, hurgando en el saco.
—Me refería a que alguien podría robar cartas.
—Oh, nunca harían eso, nunca harían eso. Si alguien lo hiciera, entonces una de las brujas iría y lo miraría fijamente. —Shawn se metió unos paquetes debajo del brazo y colgó el saco del susodicho clavo.
—Sí, esa es otra cosa que solían tener por aquí —dijo Ridcully—. ¡Brujas! Esperen, voy a contarles unas cuantas cosas acerca de las brujas de por aquí…
—Mi mamá es una bruja —dijo Shawn afablemente mientras continuaba hurgando en el saco.
—Por mucho que busquen no las encontrarán mejores, no señor —dijo Ridcully, cambiando la marcha mental en una fracción de segundo—. Y digan lo que digan, les aseguro que no son ninguna pandilla de viejas entrometidas y ávidas de poder.
—¿Han venido para asistir a la boda?
—Así es. Soy el archicanciller de la Universidad Invisible, este es el señor Stibbons, un mago, este es… ¿Dónde se ha metido? Oh, ahí está: este es el señor Casavieja…
—Conde —dijo Casavieja—. Soy conde.
—¿De veras? No nos lo había dicho.
—Bueno, ustedes tampoco me lo preguntaron, ¿verdad? No es lo primero que dices cuando te encuentras con alguien.
Ridcully entrecerró los ojos.
—Pero yo creía que los enanos no tenían títulos —dijo.
—Le presté un pequeño servicio a la reina Agantia de Skund —explicó Casavieja.
—¿Eso hizo? Vaya, vaya. ¿Como cuánto de pequeño?
—No tanto.
—Caramba. Y ese es el tesorero, y ese es el Bibliotecario. —Ridcully dio un paso atrás, movió las manos en el aire y articuló silenciosamente las palabras: No Diga Mono.
—Encantado de conocerlo —dijo Shawn educadamente.
Ridcully se sintió impulsado a investigar.
—El Bibliotecario —repitió.
—Sí, ya me lo ha dicho. —Shawn dirigió una inclinación de la cabeza al orangután—. ¿Cómo está usted?
—Ook.
—Quizá se esté preguntando por qué tiene ese aspecto —insistió Ridcully.
—No, señor.
—¿No?
—Mi mamá dice que ninguno de nosotros puede evitar ser como es —dijo Shawn.
—Qué dama tan singular. ¿Y cómo se llama? —preguntó Ridcully.
—Señora Ogg, señor.
—¿Ogg? ¿Ogg? Ese nombre me suena. ¿Algún parentesco con Sobriedad Ogg?
—Era mi papá, señor.
—Cielos. Así que eres el hijo del viejo Sobriedad, ¿eh? ¿Y qué tal está el viejo diablo?
—Pues como está muerto la verdad es que no lo sé, señor.
—Oh, vaya. ¿Hace cuánto tiempo?
—Murió hará unos treinta años —dijo Shawn.
—Pero no pareces tener más de veinte… —comenzó Ponder, y Ridcully le asestó un codazo en la caja torácica.
—Esto es el campo —siseó—. Aquí la gente hace las cosas de otra manera. Y más a menudo —añadió, volviéndose hacia el rosado y servicial rostro de Shawn—. Bueno, parece que Lancre está empezando a despertar —dijo después, y lo cierto era que los postigos se iban abriendo por toda la plaza—. Desayunaremos en la taberna. Solían preparar desayunos realmente maravillosos. —Volvió a olisquear el aire y sonrió—. Esto es lo que yo llamo aire fresco.
Shawn miró en torno con gran atención.
—Sí, señor —dijo—. Nosotros también lo llamamos así.