Jason volvió la cabeza nuevamente. Cada vez estaba más nervioso. Sus manos, que siempre se hallaban en contacto cotidiano con el hierro, le habían empezado a picar.
—Bueno, chicos, me parece que deberíamos ir pensando en volver a casa —consiguió decir.
—Qué noche tan bonita —dijo Panadero, sin moverse de donde estaba—. Mirad cómo parpadean esas estrellas.
—Pero empieza a hacer un poco de frío —dijo Jason.
—El aire huele a nieve —dijo Carretero.
—Oh, sí —dijo Panadero—. Eso es. Nieve en pleno verano. Eso es lo que les cae encima allí donde no brilla el sol.
—Calla, calla, calla —dijo Jason.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—¡Algo va mal! ¡No deberíamos estar aquí arriba! ¿Es que no lo sentís?
—Oh, siéntate de una vez —dijo Tejedor—. Todo va bien. Lo único que noto es el aire. Y todavía queda un poco de esfumino en la jarra.
Panadero se recostó.
—Me estoy acordando de una vieja historia sobre este sitio —dijo—. Un hombre se quedó dormido aquí, cuando había salido a cazar.
La jarra gorgoteó en la penumbra.
—¿Y qué? Eso de quedarse dormido también puedo hacerlo yo —dijo Carretero—. Cada noche lo hago, ¿sabes?
—Ah, pero ese hombre, cuando despertó y volvió a su casa, se encontró con que su esposa estaba viviendo con otro tipo y todos sus hijos habían crecido y no sabían quién era él.
—Justo lo que me sucede a mí un día sí y otro también —dijo Tejedor con voz lúgubre.
Panadero olisqueó el aire.
—Sabéis, la verdad es que sí que huele un poquito a nieve. Ya sabéis a qué me refiero, ¿no? Esa especie de olor picante.
Techador se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en el brazo.
—Os diré una cosa —anunció—. Si yo creyera que mi pariente se casaría con otro y que esas montañas que tengo por hijos se largarían a otro sitio y dejarían de vaciar la despensa cada día, subiría corriendo aquí con una manta. ¿Quién tiene esa jarra?
Jason bebió un trago para calmarse los nervios, y descubrió que se sentía mejor apenas el alcohol empezó a disolver sus sinapsis.
Pero hizo un esfuerzo.
—Eh, muchachos —dijo con voz pastosa—, tengo otra jarra enfriándose en la artesa de la fragua. ¿Qué me decís? Podríamos bajar allí. ¿Muchachos? ¿Muchachos?
Hubo un coro de suaves ronquidos.
—Oh, muchachos.
Jason se levantó.
Las estrellas giraron.
Jason se desplomó suavemente. La jarra se le cayó de las manos y rodó sobre la hierba.
Las estrellas parpadeaban, la brisa era fría y olía a nieve.
El rey cenó solo, lo cual quiere decir que cenó en un extremo de la mesa mientras Magrat cenaba en el otro.
Pero consiguieron quedar para tomar una última copa de vino delante del fuego.
Siempre les costaba saber qué decir en momentos como aquellos. Ninguno de los dos estaba acostumbrado a pasar lo que se podría llamar tiempo de calidad en compañía de otra persona. La conversación tendía hacia lo críptico.
Y básicamente giraba alrededor de la boda. Para la realeza, las cosas son diferentes. Para empezar, ya tienes de todo. La tradicional lista de bodas con el juego completo de recipientes de plástico y la vajilla de doce piezas parece un poco fuera de lugar cuando ya tienes un castillo con tantísimas habitaciones amuebladas cerradas desde hace tanto tiempo que las arañas se han escindido en un montón de especies distintas siguiendo estrictos principios evolutivos. Y no puedes limitarte a multiplicarlo todo por el factor realeza y pedir Un Ejército en un Motivo Rojo y Blanco que haga juego con el papel de pared de la cocina. Cuando, se casa, la realeza recibe cosas muy pequeñas, como huevos de relojería exquisitamente construidos, o artículos enormes y bastante voluminosos, como duquesas.
Y luego está la lista de invitados. La lista ya trae bastantes quebraderos de cabeza en una boda corriente, con todos esos viejos parientes que babean y sueltan juramentos, los hermanos que se ponen belicosos en cuanto han bebido una copa, y todas esas personas que No Se Hablan con otras personas debido a Lo Que Dijeron de Nuestra Sharon. La realeza tiene que vérselas con países enteros que se ponen belicosos en cuanto han bebido una copa, y reinos enteros que Han Roto Relaciones Diplomáticas después de lo que el Príncipe de la Corona Dijo de Nuestra Sharon. Verence había conseguido resolver todos esos problemas, pero luego había que pensar en las especies. Los trolls y los enanos de Lancre se llevaban bastante bien entre sí por el sencillo método de no tener nada que ver los unos con los otros, pero bastaría con que hubiera demasiados de ellos bajo el mismo techo, en especial si corría la bebida, y sobre todo si esta corría en dirección a los enanos, para que los invitados empezaran a Romperle los Brazos a la Gente debido a lo que, más o menos, Sus Antepasados Dijeron de Nuestra Sharon.
Y luego hay otras cosas…
—¿Cómo está la chica que trajeron?
—Le he dicho a Millie que no la pierda de vista. ¿Qué están haciendo esas dos?
—No lo sé.
—Eres el rey, ¿no?
Verence se removió nerviosamente.
—Pero ellas son brujas. No me gusta hacerles preguntas.
—¿Por qué no?
—Podrían darme respuestas. ¿Y qué haría yo entonces?
—¿De qué quería hablarte Yaya?
—Oh, ya sabes… cosas…
—No sería… acerca del sexo, ¿verdad?
De pronto Verence puso la cara de un hombre que ha estado esperando un ataque frontal y descubre que están ocurriendo cosas muy desagradables detrás de él.
—¡No! ¿Por qué lo preguntas?
—Tata intentó darme varios consejos de madre. Tuve que morderme la lengua para no echarme a reír. Francamente, las dos me tratan como si fuera una niña grande.
—Oh, no. Nada de eso.
Siguieron sentados a cada lado de la enorme chimenea, ambos sonrojados de pura incomodidad.
Luego Magrat dijo:
—Eh… pediste que te enviaran ese libro, ¿verdad? Ya sabes… el que tenía grabados.
—Oh, sí. Sí, lo hice.
—Ya debería haber llegado.
—Bueno, solo recibimos una diligencia de correos una vez a la semana. Supongo que llegará mañana. Estoy harto de tener que bajar corriendo hasta ahí cada semana por si acaso Shawn llega primero.
—Eres el rey. Deberías decirle que no lo hiciera.
—Bueno, en realidad no querría tener que hacerlo. Se lo toma todo con tanto entusiasmo…
Un leño muy grande se partió en dos con un crujido encima de los morillos de hierro.
—¿Realmente se puede conseguir libros sobre… eso?
—Se puede conseguir libros sobre cualquier cosa.
Los dos miraron el fuego. Verence pensaba: No le gusta ser reina, eso ya lo veo, pero eso es lo que eres cuando te casas con un rey, todos los libros lo dicen…
Y Magrat pensaba: Lo encontraba más agradable cuando era un hombre con campanillas plateadas en el sombrero y cada noche dormía en el suelo delante de la puerta de su señor. Entonces podía hablar con él…
Verence dio una palmada.
—Bien, pues ya está bien por hoy. Mañana tendremos un día muy ajetreado, con la llegada de los invitados y todo lo demás.
—Sí. Va a ser un día muy largo.
—Prácticamente el día más largo. Jajá.
—Sí.
—Bueno, supongo que habrán puesto calentadores en nuestras camas.
—¿Shawn ya le ha cogido el tranquillo?
—Eso espero. No puedo permitirme muchos colchones más.
Era una sala muy grande. Las sombras se aglutinaban en los rincones, a cada extremo.
—Supongo —dijo Magrat mientras los dos contemplaban el fuego— que realmente nunca ha habido muchos libros en Lancre. Hasta ahora.
—La alfabetización es una gran cosa.
—Y supongo que la gente se las arreglaba sin ellos.
—Sí, pero no como es debido. Sus técnicas agrícolas eran muy primitivas.
Magrat miró el fuego. Pues sus técnicas matrimoniales tampoco son nada del otro mundo, pensó.
—Entonces más vale que nos vayamos a la cama, ¿no te parece?
—Supongo que sí.
Verence cogió dos palmatorias de plata, encendió las velas con un cirio y le entregó una a Magrat.
—Buenas noches, pues.
—Buenas noches.
Se besaron y se encaminaron hacia sus respectivas habitaciones.
Las sábanas de la cama de Magrat empezaban a ponerse marrones. Sacó el calentador y lo tiró por la ventana.
Después se volvió hacia el guardarropa y lo miró fijamente.
Magrat probablemente fuese la única persona en todo Lancre a la que le preocupaba el que las cosas fueran biodegradables. Los demás se limitaban a esperar que duraran, sabiendo que prácticamente todo termina pudriéndose si le das el tiempo suficiente.
En casa —corrección, en la cabaña donde solía vivir— había una letrina al fondo del huerto. Magrat lo aprobaba. Con un cubo regular de cenizas, un ejemplar del Almanaque del año anterior colgado de un clavo y la forma de un racimo de uvas recortada en la madera de la puerta, la letrina funcionaba de manera muy efectiva. Cada tres o cuatro meses, Magrat tenía que cavar un agujero grande y buscar a alguien que la ayudara a trasladar la caseta.
El guardarropa consistía en: una especie de cuartito techado incrustado en el muro, con un asiento de madera encima de un agujero cuadrado que descendía hasta la base del muro del castillo muy por debajo de allí, donde a su vez había una abertura a partir de la cual una vez a la semana tenía lugar lo de la biodegradabilidad mediante un proceso órgano-dinámico conocido como Shawn Ogg y su carretilla. Eso Magrat lo entendía, y más o menos encajaba con el concepto de la realeza y los plebeyos. Lo que la dejó perpleja fue que dentro hubiera tantos colgadores.
Eran para guardar ropa. Millie le había explicado que las pieles y demás prendas más caras se dejaban colgadas allí. Las polillas eran ahuyentadas por la corriente de aire que salía del agujero y… por el olor.[20]
Magrat había conseguido salirse con la suya en lo tocante a eso, al menos.
Ahora estaba acostada en su cama y miraba el techo.
Por supuesto que quería casarse con Verence, incluso con su barbilla de bebé y sus ojos ligeramente llorosos. Sola en plena noche, Magrat sabía que no estaba en situación de andarse con demasiadas exigencias y, dadas las circunstancias, conseguir un rey era un auténtico golpe de suerte.
Era solo que Magrat lo había preferido cuando era un bufón. Hay algo de verdad atractivo en un hombre que hace tilín-tilín cada vez que se mueve.
Era solo que podía ver un futuro hecho de pésimos tapices y de permanecer sentada mirando por la ventana con expresión melancólica.
Era solo que estaba harta de los libros de etiqueta y linaje y de la Nobleza de Twurp de las Quince Montañas y las Llanuras de Sto.
Para ser una reina tenías que saber esa clase de cosas. Había libros repletos de ellas en la Larga Galería, y Magrat ni siquiera había explorado el final del pasaje. Cómo dirigirse al primo tercero de un conde. Lo que significaban las imágenes de los escudos, todos esos leones passant y regardant. Y lo de la ropa tampoco estaba mejorando. Magrat se había negado a ponerse un griñón, y el enorme sombrero puntiagudo del cual colgaba un pañuelo tampoco le hacía ninguna gracia. A la dama de Shallot probablemente le quedaría precioso, pero en la cabeza de Magrat le daba el aspecto de alguien a quien se le ha caído un enorme cucurucho de helado encima del cuello.
Tata Ogg se había puesto la bata y estaba sentada delante del fuego, fumando su pipa mientras se cortaba las uñas de los pies. De vez en cuando se oía un leve ping seguido por un rebote en partes alejadas de la habitación, y en un momento dado hubo un leve tintineo cuando una lámpara de aceite resultó hecha añicos.
Yaya Ceravieja yacía en su cama, inmóvil y fría. En sus manos surcadas de venas azules, las palabras: NO ESTOI MUERTA…
Su mente vagaba por el bosque, buscando, buscando…
El problema estribaba en que Yaya no podía ir allí donde no había ojos para ver ni oídos para oír.
Por eso no llegó a darse cuenta de que había ocho hombres durmiendo en una hondonada cerca de las piedras. Y soñando…
Lancre se encuentra separado del resto de las tierras de la humanidad por un puente que cruza la Garganta de Lancre, por encima del angosto pero venenosamente rápido y traicionero río Lancre.[21]
La diligencia se detuvo en el otro extremo.
Donde había un poste bastante mal pintado de rojo, negro y blanco tendido a través del camino. El cochero hizo sonar su bocina.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ridcully, asomando la cabeza por la ventanilla.
—Puente de troll.
—Ooops.
Pasado un rato se oyó un retumbar ahogado debajo del puente, y un troll trepó por el parapeto. Para ser un troll iba muy vestido. Además del taparrabos obligatorio, llevaba un casco. El casco había sido diseñado para una cabeza humana, y se mantenía unido a la mucho más voluminosa cabeza del troll gracias a un cordel, pero aun así probablemente no hubiera una palabra mejor que «llevaba».