Tata Ogg vivía sola, porque decía que las personas mayores tenían necesidad de su orgullo y su independencia. Además, Jason vivía a un lado, y él o su esposa comosellamara podían ser despertados en cuestión de segundos mediante una bota enérgicamente aplicada a la pared, y Shawn vivía al otro lado y Tata lo había convencido de que debía colgar un largo trozo de cordel con unas cuantas cacerolas atadas por si se daba el caso de que su presencia fuera necesaria. Pero aquello era solo para las emergencias, por ejemplo cuando Tata quería una taza de té o se sentía aburrida.
Bong cuernos clang…
Tata Ogg no tenía cuarto de baño pero sí una bañera de estaño, que normalmente colgaba de un clavo en la parte de atrás del retrete. En aquel momento la estaba metiendo en casa. La bañera ya casi había recorrido todo el huerto, después de haber rebotado contra varios árboles, paredes y enanos de jardín a lo largo del trayecto.
Tres grandes pucheros negros humeaban encima del fuego. Junto a ellos había media docena de toallas, la esponja de baño, la piedra pómez, el jabón, el jabón para cuando se perdiera el primer jabón, el cazo para sacar arañas del agua, el pato de goma empapado con su bocinita medio herniada, el cepillo grande, el cepillo pequeño, el cepillo con un palito para recovecos difíciles, el banjo, la cosa con todas aquellas cañerías y pequeños grifos cuya utilidad realmente nadie conocía y una botella de esencia de baño Noches Klatchianas, una sola gota de la cual podía evaporar la pintura.
Bong clang slam…
Todos los habitantes de Lancre habían aprendido a reconocer las actividades preablutivas de Tata, más que nada en un acto de defensa propia.
—¡Pero si todavía no es abril! —se decían los vecinos mientras echaban las cortinas.
En la casa que ocupaba el tramo de ladera situado inmediatamente por encima de la cabaña de Tata Ogg, la señora Skindle agarró del brazo a su esposo.
—¡La cabra todavía está fuera!
—¿Estás loca? ¡No voy a salir ahí! ¡No ahora!
—¡Ya sabes lo que pasó la última vez! ¡Estuvo paralizada de medio cuerpo durante tres días enteros, hombre, y no había manera de conseguir que bajara del tejado!
El señor Skindle asomó la cabeza por la puerta. Todo estaba tranquilo. Demasiado tranquilo.
—Probablemente estará llenando la bañera —dijo.
—Tienes uno o dos minutos —dijo su esposa—. Ve, o pasaremos unas semanas bebiendo yogur.
El señor Skindle cogió una brida de detrás de la puerta, y fue sigilosamente hasta el sitio donde tenían atada a su cabra cerca del seto. La pobre bestia también había aprendido a reconocer el ritual de la hora de bañarse, y estaba tiesa de miedo.
Tratar de llevársela a rastras no serviría de nada. El señor Skindle acabó optando por cogerla en brazos.
Hubo un lejano pero insistente ruido de agua derramada, y el sonido de una piedra pómez flotante chocando con los lados de una bañera de estaño.
El señor Skindle echó a correr.
Entonces se oyó el tañido lejano de un banjo siendo afinado.
El mundo contuvo la respiración.
Y de pronto llegó, como un tornado barriendo una pradera.
—Eeeeeeeeeeeeellll…
Tres macetas se resquebrajaron una tras otra junto a la puerta. Los fragmentos pasaron silbando junto a la oreja del señor Skindle.
—… cayaaaaaado duuuun maaaaago tiene un nudoenla puuuunta, un nudoenlapuuuunta…
El señor Skindle lanzó la cabra a través del hueco de la puerta y saltó tras ella. Su esposa estaba esperando, y cerró detrás de ellos con un portazo.
La familia entera, cabra incluida, se acurrucó debajo de la mesa.
No se trataba de que Tata Ogg cantara mal. El problema estribaba en que podía alcanzar notas que, cuando eran amplificadas por una bañera de estaño medio llena de agua, dejaban de ser sonido para convertirse en una especie de presencia invasiva.
Había habido muchas cantantes cuyas notas más agudas podían hacer añicos una copa, pero el do de pecho de Tata podía limpiarla.
La cuadrilla de bailes tradicionales de Lancre estaba sentada en la hierba mientras una jarra de barro iba pasando cansinamente de mano en mano. No había sido un buen ensayo.
—No funciona, ¿verdad? —dijo Techador.
—No tiene ninguna gracia, que yo sepa —dijo Tejedor—. No consigo imaginarme al rey tronchándose de risa mientras ve cómo interpretamos a una pandilla de rústicos artesanos que no saben representar una obra.
—Lo que pasa es que no sabéis actuar —dijo Jason.
—Se supone que no debemos saber actuar —dijo Tejedor.
—Sí, pero el problema es que no sabéis interpretar a alguien que no sabe actuar —dijo Calderero—. No tengo ni idea de cómo os las apañáis, pero sé que no lo estáis haciendo bien. No podéis esperar que todos los grandes lores y damas…
Una brisa sopló sobre el páramo, trayendo consigo el sabor del hielo en pleno verano.
—… se rían de nosotros porque no sabemos interpretar a alguien que no sabe actuar.
—Y de todas maneras, no sé qué puede haber de gracioso en una pandilla de rústicos artesanos que tratan de representar una obra —dijo Tejedor.
Jason se encogió de hombros.
—Dicen que toda la aristocracia…
Una tenue vibración en el viento, un repentino sabor metálico a nieve…
—… de Ankh-Morpork se estuvo riendo durante semanas con ella —dijo—. Aguantó tres meses en la Gran Vía.
—¿Qué es la Gran Vía?
—Es donde están todos los teatros. El Dysko, los hombres de lord Wynkin, el Sobaco del Oso…
—Allá abajo se ríen de cualquier cosa —dijo Tejedor—. Y además, creen que aquí arriba todos somos tontos. Creen que siempre estamos diciendo oo-aah y cantando estúpidas canciones folklóricas, y que apenas tenemos tres neuronas acurrucadas en un rincón para darse calor porque no paramos de beber esfumino.
—Sí. Pásame esa jarra.
—Condenados bastardos de ciudad.
—No saben lo que es estar metido hasta el sobaco en el trasero de una vaca durante una noche de nevada. ¡Ja!
—Y ni uno solo de ellos es capaz de… ¿De qué estás hablando? Tú no tienes una vaca.
—No, pero sé lo que es eso.
—No saben lo que es meter la bota en un campo lleno de boñigas, y nunca vivirán ese momento horrible en el que agitas el pie sabiendo que, lo pongas donde lo pongas, siempre acabará atravesando la corteza.
La jarra de barro cocido gorgoteó suavemente mientras pasaba de una mano temblorosa a otra.
—Di que sí. Tienes toda la razón. ¿Y los has visto bailar alguna danza tradicional? Te entran ganas de tirar el pañuelo, créeme.
—¿Cómo, danzas tradicionales en una ciudad?
—Bueno, al menos en Sto Helit lo hacen. Un montón de magos y comerciantes que apenas podían tenerse en pie. Los estuve viendo bailar una hora entera y no machacaron ni una sola ingle.
—Condenados bastardos de ciudad. Vienen aquí, nos quitan los trabajos…
—No digas tonterías. Esos tipos no saben lo que es trabajar.
La jarra gorgoteó pero esta vez con un tono más grave, sugiriendo que contenía un montón de vacío.
—Pero nunca han estado metidos hasta el sobaco en…
—Eso es. Eso es. Eso. Eso es, sí. Ja. Siempre riéndose de unos decentes artesanos rústicos, ¿eh? Quiero decir. Quiero decir. ¿Y en realidad de qué se trata? Quiero decir. Quiero decir. Quiero decir. La obra cuenta cómo unos rústicos y catetos… artesanos gilipollas hacen el ridículo representando una obra sobre un montón de lores y damas que…
Un súbito enfriamiento del aire, cortante como carámbanos…
—Necesita algo más.
—Cierto. Cierto.
—Un elemento mítico.
—Exacto. Eso es. Eso es. Eso es. Necesita un argumento que los espectadores puedan silbar mientras vuelven a casa. Exactamente.
—Así que habría que hacerlo aquí, al aire libre. Abierta al cielo y las colinas.
Jason Ogg frunció las cejas. De todas maneras sus cejas siempre estaban bastante fruncidas, porque Jason no podía evitar fruncirlas cada vez que tenía que enfrentarse a las complejidades del mundo. El hierro era el único terreno en que sabía exactamente qué debía hacer. Pero levantó un dedo vacilante y trató de contar a sus compañeros tespianos. Dado que la jarra ya estaba vacía, aquello supuso todo un esfuerzo. Parecía haber un promedio de siete personas más. Pero Jason no podía evitar la vaga sensación de que algo no iba del todo bien.
—Al aire libre —dijo, no muy convencido.
—Buena idea —dijo Tejedor.
—¿No ha sido idea tuya? —preguntó Jason.
—Creía que lo habías dicho tú.
—Yo creía que lo habías dicho tú.
—¿Qué más da quién lo haya dicho? —replicó Techador—. Es una buena idea. Parece… apropiado.
—¿Qué era todo eso de la cualidad mífica?
—¿Qué es mífico?
—Algo que has de tener —dijo Tejedor, experto teatral—. Muy importante, eso de la mífica.
—Mi madre dijo que nadie debía subir a… —comenzó Jason.
—No bailaremos ni nada por el estilo —dijo Carretero—. Comprendo que no quieras que alguien suba hasta aquí para hacer magia de tapadillo. Pero no veo qué puede haber de malo en que todo el mundo venga aquí. El rey y todos los demás, quiero decir. Tu madre también. ¡Ja, seguro que ella sabrá cómo dar su merecido a la primera chica desnuda que pase por allí!
—No creo que sea solo… —comenzó Jason.
—Y la otra también estará allí —dijo Tejedor.
Pensaron en Yaya Ceravieja.
—Caramba, a esa sí le tengo miedo —dijo Techador tras un momento—. La manera en que mira a través de ti. Yo nunca diría una palabra contra ella, cuidado, porque es una mujer magnífica —dijo en voz alta y después, con tono bastante más bajo, añadió—: Pero dicen que de noche ronda por ahí, como una liebre o un murciélago o algo por el estilo. Cambia de forma y todo. No es que yo me crea nada de todo eso —subió la voz, y luego dejó que esta volviera a bajar—, pero el viejo Weezen de Tajada me contó que una noche le dio a una liebre en la pata y al día siguiente la señora Ceravieja se cruzó con él en el camino, dijo «Ay» y le atizó un capón en la nuca.
—Mi padre me contó —dijo Tejedor— que un día estaba llevando nuestra vieja vaca al mercado y que de pronto se le puso enferma y se cayó en el camino que hay cerca de la cabaña de la señora Ceravieja, y no había manera de que la vaca se moviese de allí y mi padre fue a su cabaña y llamó a la puerta y ella abrió y, antes de que el pudiera abrir la boca, ella le dijo: «Tu vaca está enferma, Tejedor», así como si tal cosa… Y luego le dijo…
—¿Te refieres a esa vieja vaca pinta que tenía tu padre?-quiso saber Carretero.
—No, el que tenía la vaca pinta era mi tío, la nuestra era la que tenía un cuerno medio aplastado —dijo Tejedor—. Bueno, el caso es que…
—Hubiese jurado que era pinta —dijo Carretero—. Me acuerdo de que un día mi padre la estaba mirando por encima del seto y dijo: «Hay que ver lo bonitas que son las manchas de esa vaca, hoy en día ya no hacen manchas así». Eso fue cuando teníais aquel viejo campo al lado del Pozo de Cabb.
—Nosotros nunca hemos tenido ese campo, el que lo tenía era mi primo —dijo Tejedor—. Bueno, el caso es que…
—¿Estás seguro?
—El caso es que —dijo Tejedor— ella le dijo: «Espera aquí y te daré algo para la vaca», y fue a la parte de atrás de su cocina y volvió con un par de enormes píldoras rojas, y entonces le…
—¿Y cómo se aplastó el cuerno? —preguntó Carretero.
—… y entonces le dio una de las píldoras a mi padre y dijo: «Lo que tienes que hacer es subirle el rabo y meterle esta píldora allí donde no brilla el sol, y enseguida se levantará y echará a correr», y mi padre le dio las gracias, y cuando iba a salir de su cabaña se le ocurrió preguntarle para qué era la otra píldora, y ella lo miró de una manera muy rara y dijo: «Bueno, supongo que querrás alcanzarla, ¿no?».
—Sería ese valle tan profundo que hay cerca de Tajada —dijo Carretero.
Todos lo miraron.
—¿De qué estás hablando exactamente? —preguntó Tejedor.
—Queda justo detrás de la montaña —dijo Carretero, asintiendo como si hubiera estado allí—. Siempre hay mucha sombra. Supongo que la señora Ceravieja se refería a eso, ¿no? El sitio donde no brilla el sol. Claro que queda un poco lejos para una píldora, pero supongo que las brujas son así.
Tejedor les guiñó un ojo a los demás.
—Oye —dijo—, lo que os estaba diciendo es que ella se refería a… Bueno, al sitio donde el mono puso su nuez.
Carretero meneó la cabeza.
—En Tajada no hay monos —dijo. Una lenta sonrisa iluminó su rostro—. ¡Oh, ahora lo entiendo! ¡Esa mujer está lela!
—Me parece que esos tipos de Ankh que escriben obras nos tienen pero que muy bien calados, ¿eh? —dijo Panadero—. Pásame la jarra.