—Y ahora —dijo Ridcully—, agradecería a todos los que están escondidos detrás de las rocas que se pusieran donde pueda verlos. Muy bien. Señor Stibbons, usted y el Bibliotecario ya pueden ir pasando el sombrero, por favor.
—¡Pero esto es un robo! —dijo el cochero—. ¡Y usted lo ha convertido en una fruta!
—Un vegetal —dijo Ridcully—. En cualquier caso, el efecto, se disipará en un par de horas.
—Y a mí se me debe un caballo —dijo Casavieja.
Los bandidos pagaron, entregando de bastante mala gana todo su dinero a Ponder y, también de mala gana pero muy rápidamente, al Bibliotecario.
—Hay casi trescientos dólares, señor —dijo Ponder.
—Y un caballo, que no se le olvide. De hecho, había dos caballos. Me había olvidado del otro caballo hasta ahora.
—¡Magnífico! Ya tenemos dinero para el resto del viaje. Así que si estos caballeros tienen la amabilidad de apartar el obstáculo, seguiremos nuestro camino.
—De hecho, había un tercer caballo del cual acabo de acordarme.
—¡Esto no es lo que se supone que deben hacer! ¡Se supone que tienen que dejar que les roben! —gritó el cochero.
Ridcully lo derribó de un empujón.
—Estamos de vacaciones —dijo.
La diligencia se puso en movimiento. Hubo un grito lejano de «¡Y cuatro caballos, que no se le olvide!» antes de que doblara una curva del camino.
La calabaza desarrolló una boca.
—¿Se han ido?
—Sí, jefe.
—Llévame rodando hasta la sombra, ¿quieres? Y que nadie vuelva a hablar de esto nunca más. ¿Alguien tiene alguna píldora de extracto de rana?
Verence II respetaba a las brujas. Las brujas lo habían puesto en el trono. Estaba prácticamente seguro de eso, aunque no tenía del todo claro cómo había llegado a ocurrir. Y además le tenía pánico a Yaya Cera vieja.
La siguió mansamente hacia las mazmorras, apretando el paso para que no lo dejara atrás con sus largas zancadas.
—¿Qué está ocurriendo, señora Ceravieja?
—Quiero enseñarte algo.
—Antes mencionó a los elfos.
—Así es.
—Creía que eran una historia de hadas.
—¿Y?
—Quiero decir que… ya sabe… ¿un cuento de viejas?
—¿Y?
Yaya Ceravieja parecía generar un campo giroscópico: si empezabas con mal pie, ella se aseguraba de que nunca consiguieras recuperar el equilibrio.
—Lo que intento decir es que no existen.
Yaya llegó a la puerta de una mazmorra. La puerta consistía mayormente en roble ennegrecido por la edad, pero un ventanuco provisto de barrotes ocupaba una parte de la mitad superior.
—Ahí dentro.
Verence echó un vistazo.
—¡Cielos!
—Hice que Shawn la abriera, y no creo que nadie más nos viera pasar. No se lo digas a nadie. Si los enanos y los trolls se enteran, harían pedazos los muros para llevárselo de aquí.
—¿Por qué? ¿Para matarlo?
—Por supuesto. Tienen mejor memoria que los humanos.
—¿Y qué se supone que he de hacer con esa cosa?
—De momento bastará con que lo mantengas encerrado. ¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Necesito pensar!
Verence le echó otra mirada al elfo, que se había hecho un ovillo en medio del suelo.
—¿Eso es un elfo? Pero si solo es… un humano alto y delgado con una cara zorruna. Más o menos. Creía que eran hermosos.
—Oh, lo son cuando están conscientes —dijo Yaya, agitando una mano—. Proyectan esa… esa cosa que… Cuando la gente los mira, ve belleza, ve algo a lo que quieren gustar y complacer. Pueden parecer lo que tú quieras que parezcan. Es lo que llaman glamour. Siempre se sabe cuándo hay elfos cerca. La gente empieza a comportase de una manera muy extraña. Dejan de pensar con la cabeza. ¿Es que no te han enseñado nada?
—Creía que… los elfos no eran más que historias… como el Hada de los Dientes, esa que les deja una monedita debajo de la almohada a los niños cuando se les cae un…
—A ver si somos un poco más respetuosos, ¿eh? —dijo Yaya—. El Hada de los Dientes es una mujer muy trabajadora, créeme. Nunca entenderé cómo se las apaña con la escalera y todo lo demás. No. Los elfos son reales. Oh, maldición. Escucha… —Se volvió y levantó un dedo—. Sistema feudal, ¿de acuerdo?
—¿Qué?
—¡Sistema feudal! Presta atención. Sistema feudal. El rey arriba de todo, después los barones y todo eso, y luego todos los demás… con las brujas un poquito hacia un lado —añadió Yaya diplomáticamente. Formó un puente con los dedos—. Sistema feudal. Como esos edificios puntiagudos en los que entierran a los reyes paganos. ¿Comprendes?
—Sí.
—Muy bien. Así es como los elfos ven las cosas. Cuando entran en un mundo, los demás pasan a estar abajo de todo. Esclavos. Peor que esclavos. Peor que animales, incluso. Los elfos toman lo que quieren, y lo quieren todo. Pero lo peor del asunto es… que te leen la mente. Oyen lo que estás pensando, y una reacción de autodefensa hace que pienses lo que ellos quieren que pienses. Glamour. Y entonces viene el cerrar las ventanas durante la noche, y el dejar comida para las hadas delante de la puerta, y el dar tres vueltas antes de hablar de ellos, y las herraduras encima de la puerta.
—Creía que esa clase de cosas eran, ya sabe… —el rey sonrió temblorosamente— ¿folklore?
—¡Por supuesto que son folklore, estúpido!
—Oiga, da la casualidad de que soy rey —dijo Verence en tono de reproche.
—Estúpido rey, majestad.
—Gracias.
—¡Pero eso no quiere decir que no sea cierto! Aunque puede que con los años vaya dejando de estar tan claro como al principio: la gente olvida los detalles, y olvidan el porqué hacen las cosas. Como lo de la herradura.
—Sé que mi abuela tenía una encima de la puerta —dijo el rey.
—¿Lo ves? No tiene nada que ver con su forma. Pero si vives en una vieja cabaña y eres pobre, probablemente es el trozo de hierro con agujeros que tendrás más a mano.
—Ah.
—Y lo peor de los elfos es que no tienen… eh… eso que empieza con m, caramba —dijo Yaya, chasqueando los dedos con irritación.
—¿Modales?
—¡Ja! Eso tampoco, pero no es la palabra.
—¿Músculos? ¿Mocos? ¿Misterio?
—No. No. No. Es algo como… ver las cosas desde el punto de vista de otra persona.
Verence intentó ver el mundo desde la perspectiva de Yaya Ceravieja, y empezó a concebir ciertas sospechas.
—¿Empatía?
—Exacto. Ni pizca de ella. Incluso un cazador, un buen cazador, puede sentirla por la presa. Eso es lo que lo convierte en un buen cazador. Los elfos no son así. Son crueles porque les divierte serlo, y son incapaces de entender cosas como la clemencia. No pueden entender que algo pueda tener sentimientos aparte de ellos. Ríen mucho, sobre todo si han capturado a un humano solitario o a un enano o a un troll. Los trolls quizá estén hechos de roca, majestad, pero lo que te estoy diciendo es que, comparado con los elfos, un troll es tu hermano. Dentro de la cabeza, quiero decir.
—Pero ¿por qué no sé todo eso?
—Glamour. Los elfos son hermosos. Tienen —Yaya escupió la palabra— estilo. Belleza. Gracia. Eso es lo que importa. Si los gatos parecieran ranas, enseguida nos daríamos cuenta de lo desagradables y crueles que son esos pequeños bastardos. Estilo. Eso es lo que recuerda la gente. Se acuerdan del glamour. Todo lo demás, toda la verdad del asunto, termina convirtiéndose en… cuentos de viejas.
—Magrat nunca me ha hablado de ellos.
Yaya titubeó.
—Magrat apenas sabe nada acerca de los elfos —dijo—. Ja. De momento ni siquiera es una joven esposa. No es algo de lo que se hable mucho hoy en día. No es bueno hablar de ellos. Ojalá todo el mundo se olvidara de ellos. Los elfos vienen… cuando se los llama, y no me estoy refiriendo a llamadas como «¡Hola, venid aquí!». Vienen cuando se los llama dentro de la cabeza de la gente. Basta con que la gente quiera que estén aquí. Verence agitó las manos en el aire.
—Todavía estoy aprendiendo en qué consiste la monarquía —dijo—. No entiendo de estas cosas.
—No hace falta que lo entiendas. Eres un rey. Escucha. Por eso levantaron los Danzarines ahí arriba. Son una especie de muro.
—Ah.
—Pero a veces las barreras entre los mundos se debilitan, ¿comprendes? Es como las mareas. Eso es lo que ocurre durante un tiempo del círculo.
—Ah.
—Y si la gente se comporta estúpidamente en esos momentos, entonces ni siquiera los Danzarines son capaces de mantener cerrada la puerta. Porque allí donde el mundo se vuelve más tenue, incluso un pensamiento equivocado puede crear la conexión.
—Ah.
Verence tuvo la sensación de que la conversación había orbitado nuevamente hacia el área dentro de la que podía hacer alguna contribución.
—¿Estúpidamente? —preguntó.
—Llamándolos. Atrayéndolos.
—Ah. Bueno, ¿y yo qué hago?
—Bastará con que sigas reinando. Creo que estamos a salvo. No pueden pasar. Les he parado los pies a las chicas, así que no habrá más canalizaciones. Ten a buen recaudo a ese elfo, y no se lo cuentes a Magrat. No hay por qué preocuparla, ¿verdad? Algo atravesó la barrera, pero le tengo echado el ojo.
Yaya se frotó las manos con sombría satisfacción.
—Creo que lo tengo todo resuelto —dijo.
Parpadeó.
Se pellizcó la nariz.
—¿Qué acabo de decir? —preguntó.
—Uh. Ha dicho que creía tenerlo todo resuelto.
Yaya Ceravieja parpadeó.
—Eso es —dijo—. Sí, eso he dicho. Sí. Y estoy en el castillo, ¿verdad? Sí.
—¿Se encuentra bien, señora Ceravieja? —preguntó el rey con súbita preocupación.
—Estupendamente, estupendamente. Estupendamente. En el castillo. ¿Y los niños también se encuentran bien?
—¿Cómo dice?
Yaya volvió a parpadear.
—¿Qué?
—No tiene usted muy buen aspecto…
Yaya frunció la cara y sacudió la cabeza.
—Sí. El castillo. Yo soy yo, tú eres tú, y Gytha está arriba con Magrat. Eso es. —Miró al rey—. Solo es un… un poquito de cansancio. Nada de que preocuparse. Absolutamente nada de que preocuparse.
Tata Ogg contempló con expresión dubitativa el preparado de Magrat.
—Pues a mí una cataplasma de pan mohoso no me suena muy mágica —dijo.
—La Abuela Whemper siempre decía que iban muy bien. Pero no sé qué podemos hacer acerca del coma.
Magrat estaba pasando esperanzadamente las viejas páginas que crujían. Sus brujas ancestrales habían anotado las cosas más o menos a medida que les iban ocurriendo, por lo que hechizos y observaciones de importancia se mezclaban con comentarios acerca del estado de sus pies.
—Aquí pone que las pequeñas piedras puntiagudas que se encuentran a veces son conocidas como dardos de los elfos, y que son las puntas de las flechas élficas de tiempos pasados. Eso es todo lo que he podido encontrar. Y hay un dibujo. Pero yo también he visto esas piedrecitas por los campos.
—Oh, hay montones de ellas —dijo Tata, vendando el hombro de Diamanda—. Cada vez que cavo en mi huerto encuentro unas cuantas.
—¡Pero los elfos no van por ahí disparándole a la gente! ¡Los elfos son buenos!
—Entonces probablemente solo dispararon unas cuantas flechas contra Esme y la chica para divertirse, ¿verdad?
—Pero…
—Mira, querida, vas a ser reina. Es un trabajo importante. Tú ocúpate del rey, y deja que Esme y yo nos ocupemos de… otras cosas.
—¿Ser reina? ¡Todo consiste en tapices y en llevar vestidos incomodísimos! Conozco a Yaya. No le gusta ninguna cosa que… que tenga estilo y gracia. Está tan amargada…
—Me atrevería a decir que tiene sus razones —replicó Tata afablemente—. Bueno, ya hemos remendado a la chica. ¿Y ahora qué hacemos con ella?
—Tenemos docenas de dormitorios de sobra —dijo Magrat—, y todos están listos para recibir a los invitados. Podemos ponerla en uno de ellos. Hum. ¿Tata?
—¿Sí?
—¿Te gustaría ser doncella en una boda?
—Pues no, querida. Ya estoy un poco vieja para esa clase de cosas. —Hizo una pausa—. Claro que supongo que no tendrás nada que preguntarme, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Teniendo en cuenta que tu mamá ha muerto, que no tienes familia por parte femenina y todo lo demás…
Magrat todavía parecía perpleja.
—Acerca de lo que viene después de la boda, quiero decir —le aclaró Tata.
—Oh, eso. No; se lo encargaremos casi todo a uno de esos servicios especializados en organizar banquetes. La cocinera del castillo no tiene mucha mano para los canapés y demás.
Tata examinó el techo con atención.
—¿Y lo que viene después de eso? —preguntó finalmente—. Supongo que sabes a qué me refiero, ¿no?
—Haré venir a un montón de muchachas para que se ocupen de la limpieza. Oye, no te preocupes. He pensado en todo. Me gustaría que tú y Yaya no me tratarais como si acabara de nacer.
Tata tosió.
—En fin, supongo que tu hombre habrá visto mucho mundo —dijo—. Y sin duda habrá salido con docenas de jovencitas.