Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—Con mi ayuda, me parece que podrías llegar a serlo —dice la mujer del círculo—. Creo que tu chico te está buscando —añade con dulzura.

Otro de esos encogimientos de hombros unilaterales, para indicar que por lo que a ella respecta, el chico se puede pasar el día entero buscándola.

—Lo seré, ¿verdad?

—Podrías ser una gran bruja. Podrías ser cualquier cosa. Lo que quieras ser. Entra en el círculo. Deja que te lo muestre.

La joven avanza unos pasos y titubea. Hay algo en el tono de la mujer. Su sonrisa es encantadora y afable, pero algo en la voz… demasiado desesperada, demasiado apremiante, demasiado ávida.

—Pero estoy aprendiendo muchas…

—¡Entra en el círculo ahora mismo!

La joven vuelve a titubear.

—¿Cómo sé que…?

—¡El tiempo del círculo ya casi ha terminado! ¡Piensa en todo lo que puedes aprender! ¡Hazlo!

—Pero…

Pero eso ocurrió hace mucho tiempo, en el pasado.[3] Y además, ahora la perra es…

… más vieja.

Una tierra de hielo…

No invierno, porque eso presupone un otoño y quizá algún día una primavera. Esta es una tierra de hielo, no solo un tiempo de hielo.

Y tres figuras a caballo, en lo alto de la ladera nevada, que no apartan los ojos del anillo formado por ocho piedras. Vistas desde este lado parecen mucho más grandes.

Podrías observar a las figuras durante algún tiempo antes de darte cuenta de qué había de extraño en ellas —más extraño, es decir, que sus ropas—. El hálito caliente de sus monturas quedaba suspendido en la gélida atmósfera. Pero el de los jinetes no.

—Y esta vez —dijo la figura del centro, una mujer vestida de rojo— no habrá derrota. La tierra nos recibirá con los brazos abiertos. A estas alturas ya debe de odiar a los humanos.

—Pero había brujas —dijo uno de los jinetes—. Me acuerdo de las brujas.

—Las había, sí —dijo la mujer—. Pero ahora… Pobres, pobres criaturitas. Apenas si les queda ningún poder. Y se han vuelto sugestionables. Sus mentes son dóciles y maleables. He estado rondando por ahí, querido mío. Por la noche, yendo de un lado a otro. Sé qué clase de brujas tienen ahora. Deja que yo me ocupe de las brujas.

—Me acuerdo de las brujas —dijo el tercer jinete con insistencia—. Mentes como… como metal.

—Ya no. Te repito que yo me ocuparé de ellas.

La reina sonrió benévolamente al círculo de piedras.

—Y luego podréis hacer lo que queráis con ellas —dijo—. Yo, por mi parte, prefiero tener un esposo mortal. Un mortal especial. Una unión de los mundos. Para que vean que esta vez tenemos intención de quedarnos.

—Al rey no le gustará nada.

—¿Y cuándo ha importado eso?

—Nunca, mi señora.

—El momento se aproxima, Lankin. Los círculos se están abriendo. Pronto podremos regresar.

El segundo jinete se apoyó en el pomo de la silla de montar.

—Y entonces podré volver a cazar —dijo—. ¿Cuándo? ¿Cuándo, oh, cuándo?

—Pronto —dijo la reina—. Pronto.

Hacía una noche muy oscura, con la clase de oscuridad que no se explica simplemente por la ausencia de luna o estrellas, sino esa oscuridad que parece rezumar de algún otro lugar, tan espesa y tangible que podrías coger un puñado de aire y escurrir la noche de él.

Era la clase de oscuridad que hace que las ovejas salten las vallas y los perros se refugien en sus casetas.

Y sin embargo el viento era más bien cálido, y no tanto fuerte como ruidoso, la clase de viento que aúlla en los bosques y gime dentro de las chimeneas.

Era la clase de noche en que las personas normales se tapan la cabeza con la manta, porque perciben que hay ciertos momentos en los que el mundo pertenece a otras entidades. Por la mañana volvería a ser humano: habría ramas caídas y unas cuantas tejas se habrían desprendido del techo, pero todo sería humano. Hasta que llegara ese momento, no obstante, más valía estar bien tapadito en la cama.

Pero había un hombre despierto.

Jason Ogg, herrador y maestro de forja, accionó un par de veces el fuelle de su fragua por aquello de mantener la imagen y volvió a sentarse encima de su yunque. En la fragua siempre hacía calor, incluso cuando el viento silbaba alrededor de los aleros.

Jason Ogg podía herrar cualquier cosa. Una vez le trajeron una hormiga, para gastarle una broma, y Jason pasó la noche en vela trabajando con una lupa y el yunque que había hecho con la cabeza de un alfiler. La hormiga todavía andaba por allí, en algún lugar de la fragua: de vez en cuando, Jason podía oír el ruidito metálico que producía al ir y venir por el suelo.

Pero esta noche… Bueno, esta noche, en cierta manera, iba a pagar el alquiler. La fragua era de su propiedad, por supuesto. Llevaba muchas generaciones pasando de un Ogg a otro. Pero una fragua era algo más que ladrillos, hierro y argamasa. Jason no hubiese podido ponerle un nombre, pero estaba allí. Representaba la diferencia entre ser un maestro herrador y meramente alguien que se limitaba a retorcer el hierro dándole formas complicadas para ganarse la vida. Y tenía algo que ver con el hierro. Y algo que ver con el que se te permitiera ser muy bueno en lo que hacías. Se hubiera podido decir que era una especie de alquiler.

Un día su papá llevó al joven Jason a dar un paseo por el bosque y le explicó lo que tendría que hacer en noches como aquella.

Habría noches, le dijo, habría noches —y Jason sabría cuándo era una de esas noches sin necesidad de que se lo dijeran—, habría noches en que alguien vendría con un caballo para que se lo herraran. Trátalo bien. Ponle herraduras. No te distraigas. Y procura pensar únicamente en las herraduras.

A estas alturas, Jason ya se había acostumbrado.

El viento se incrementó, y el crujido de un árbol cayendo resonó en algún lugar del bosque.

El pestillo vibró.

Y luego llamaron a la puerta. Una vez. Dos.

Jason Ogg cogió su venda y se la puso sobre los ojos. La venda era muy importante, le había dicho su papá. Evitaba que te distrajeras.

Abrió la puerta.

—Buenas noches, milord —dijo.

—QUÉ NOCHE TAN ESPANTOSA.

Jason olió a caballo mojado mientras el animal era conducido hacia el interior de la fragua con un repiqueteo de cascos sobre las losas.

—Hay té encima del fuego, y nuestra Dreen nos ha llenado de galletas la lata en la que pone Un Regalo de Ankh-Morpork.

—GRACIAS. CONFÍO EN QUE ESTARÁN TODOS BIEN.

—Sí, milord. Ya he hecho las herraduras. No le haré esperar demasiado. Sé que siempre está usted muy… ocupado, digamos.

Un instante después oyó el chasquido de unos pasos que cruzaban el suelo en dirección a la vieja silla de cocina reservada para los clientes o, al menos, para los dueños de los clientes.

Jason ya tenía preparadas las herraduras, los clavos y las herramientas encima del banco que había junto al yunque. Se limpió las manos en el delantal, cogió una lima y empezó a trabajar. No le gustaba mucho herrar en frío, pero llevaba herrando caballos desde que tenía diez años. Podía hacerlo por el tacto.

Y tenía que admitir que aquel era el caballo más obediente que se había encontrado en toda su vida. Lástima que nunca hubiera llegado a verlo. Un caballo semejante tenía que ser realmente magnífico.

No intentes echarle un vistazo, le había dicho su papá.

Oyó el gorgoteo de la tetera y luego el sonido de una cucharilla removiendo líquido, seguido por un suave tintineo metálico cuando la cucharilla fue depositada en la mesa.

Nunca hay ruidos, le había dicho su papá. Excepto cuando camina y habla, nunca le oirás producir el más leve ruido. No hay chasquidos de labios ni nada por el estilo.

No hay respiración.

Oh, y otra cosa. Cuando saques las herraduras viejas, no las dejes tiradas en el rincón para que acaben fundiéndose con el resto de la chatarra. Mantenlas separadas. Fúndelas por separado. Utiliza un recipiente especial, y haz las nuevas herraduras con ese metal. Hagas lo que hagas, nunca pongas ese hierro en otro ser vivo.

De hecho, Jason había conservado un par de aquellas herraduras para emplearlas en las competiciones de lanzamiento de herraduras en las distintas ferias de la aldea, y cuando las lanzaba nunca perdía. Ganar tan a menudo acabó poniéndolo un poco nervioso, y ahora las herraduras pasaban la mayor parte del tiempo colgadas de un clavo detrás de la puerta.

A veces el viento sacudía el marco de la ventana, o hacía que las ascuas crujieran y chisporrotearan. Una serie de golpes sordos y un cacareo lejano sugirieron que el gallinero del final del huerto se había despedido del suelo.

El dueño del cliente se sirvió otra taza de té.

Jason terminó una pezuña y la soltó. Luego extendió la mano. El caballo desplazó el peso de una pata a otra y levantó la última pezuña.

Era un caballo entre un millón. Quizá más.

Poco después, ya había terminado. Era curioso, pero nunca parecía tardar mucho en acabar. Jason no tenía reloj porque no le habría encontrado ninguna utilidad, pero sospechaba que un trabajo que requería la mayor parte de una hora al mismo tiempo quedaba terminado en cuestión de minutos.

—Listo —dijo—. Ya está.

—GRACIAS. DEBO DECIR QUE ESTAS GALLETAS SON EXCELENTES. ¿CÓMO SE LAS ARREGLAN PARA METERLES DENTRO LOS TROCITOS DE CHOCOLATE?

—No lo sé, milord —dijo Jason, mirando fijamente el interior de su venda.

—PORQUE EL CHOCOLATE DEBERÍA DERRETIRSE CUANDO LAS HORNEAN, ¿VERDAD? ¿CÓMO CREE QUE LO HACEN?

—Probablemente sea un secreto del oficio —dijo Jason—. Yo nunca hago esa clase de preguntas.

—BRAVO. SABIA DECISIÓN. Y AHORA DEBO…

Tenía que preguntarlo, aunque solo fuera porque de esa manera siempre sabría que lo había preguntado.

—¿Milord?

—¿SÍ, SEÑOR OGG?

—Tengo una pregunta…

—¿SÍ, SEÑOR OGG?

Jason se pasó la lengua por los labios.

—Si me… quitara la venda, ¿qué vería? —Bueno, ya estaba hecho.

Hubo una rápida serie de chasquidos sobre las losas, y un cambio en la circulación del aire sugirió a Jason que ahora su interlocutor se encontraba delante de él.

—¿ES USTED UN HOMBRE DE FE, SEÑOR OGG?

Jason se lo pensó un poco antes de responder. Lancre no tenía muchas religiones. Estaban los Prodigioseros del Noveno Día, y los Offlianos Estrictos, y perdidos en claros lejanos había varios altares consagrados a unos cuantos dioses menores. Al igual que les ocurría a los enanos, Jason nunca había sentido la necesidad de tener una religión. El hierro era hierro y el fuego era fuego y si empiezas a ponerte metafísico, en el momento menos pensado descubrirás que estás rascando tu pulgar de la parte plana del martillo.

—¿EN QUÉ TIENE REALMENTE FE AHORA MISMO, SEÑOR OGG?

Lo tengo a unos centímetros de distancia, pensó Jason. Podría alargar la mano y tocar…

Había un olor. No era desagradable. De hecho, apenas era nada. Era el olor del aire en viejas habitaciones olvidadas. Si los siglos pudieran oler, entonces los más viejos olerían así.

—¿SEÑOR OGG?

Jason tragó saliva.

—Bueno, milord —dijo—, en este momento… La verdad es que ahora mismo creo en esta venda.

—BRAVO. HACE USTED BIEN. Y AHORA… HE DE IRME.

Jason oyó subir el pestillo. Hubo un golpe sordo cuando las puertas giraron hacia atrás, empujadas por el viento, y luego un ruido de cascos volvió a resonar sobre los adoquines.

—Y COMO SIEMPRE, HA HECHO UN TRABAJO SOBERBIO.

—Gracias, milord.

—HABLANDO DE ARTESANO A ARTESANO, YA ME ENTIENDE.

—Gracias, milord.

—VOLVEREMOS A VERNOS.

—Sí, milord.

—LA PRÓXIMA VEZ QUE MI CABALLO NECESITE HERRADURAS.

—Sí, milord.

Jason cerró la puerta y echó el pestillo, aunque pensándolo bien probablemente no fuese necesario hacerlo.

Pero ese era el trato: herrabas cualquier cosa que te trajeran, cualquier cosa, y el pago era que podías herrar cualquier cosa. En Lancre siempre había habido un herrero, y todo el mundo sabía que el herrero de Lancre era un herrero muy, muy poderoso.

Era un trato muy antiguo, y tenía algo que ver con el hierro.

El viento estaba perdiendo fuerza. Ahora era un susurro alrededor de los horizontes, a medida que salía el sol.

Aquella era tierra de hierba octarina. Un suelo magnífico, en especial para cultivar maíz.

Y allí había un campo lleno de maíz, meciéndose lentamente entre los setos. No un gran campo. No uno notable, solo un campo en el que había maíz, excepto naturalmente durante el invierno, cuando solo contenía palomas y cuervos.

El viento amainó.

El maíz siguió meciéndose. Pero no lo hacía con las ondulaciones normales producidas por el viento. Estas, en cambio, emanaban del centro del campo como las ondas que irradian al tirar una piedra al agua.

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