Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

Su cara redonda y honrada desapareció. Uno o dos minutos después oyeron el crujido del rastrillo.

—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Tata Ogg.

—Muy sencillo —dijo Yaya—. Shawn sabe que tú nunca harías estallar su tonta cabeza.

—Bueno, yo sé que tú tampoco lo harías.

—No, no lo sabes. Solo sabes que de momento todavía no lo he hecho.

Magrat había creído que aquellas cosas solo existían en los chistes, pero no era así. La Gran Sala del castillo tenía una mesa muy, muy larga, y ella estaba sentada a un extremo con Verence sentado al otro.

Todo lo cual tenía relación con la etiqueta.

El rey tenía que sentarse a la cabecera de la mesa. Eso era obvio. Pero si Magrat se sentaba a un lado de él eso hacía que los dos se sintieran incómodos, porque entonces tenían que estar volviéndose a cada momento para hablar el uno con el otro. La única solución era extremos opuestos y gritar.

Después estaba la logística de la mesa auxiliar. Una vez más, la opción más sencilla —el que los dos fueran hasta allí y se sirvieran— quedaba descartada. Si los reyes habieran de ponerse comida en el plato, todo el sistema de la monarquía se hubiera desmoronado.

Desgraciadamente, eso significaba que el servicio tenía que correr a cargo del señor Spriggins, el mayordomo, el cual tenía muy mala memoria, tics nerviosos y una rodilla de goma, y de una especie de sistema elevador medieval que conectaba con la cocina y sonaba como el traqueteo de una carreta. El pozo del elevador era una especie de sumidero calórico. La comida caliente siempre llegaba al comedor fría, y la comida fría acababa más fría. Nadie sabía qué le había ocurrido al helado, pero probablemente habría obligado a volver a escribir las leyes de la termodinámica.

Además, la cocinera no conseguía cogerle el tranquillo al vegetarianismo. La cocina palaciega tradicional abundaba en platos obstructores de las arterias tan llenos de grasas saturadas que estas rezumaban formando grandes glóbulos temblorosos. Las verduras existían como elementos destinados a absorber la salsa sobrante y, en cualquier caso, generalmente eran hervidas hasta que adquirían un uniforme tono amarillo. Magrat había intentado explicarle ciertas cosas a la señora Ascórbica, la cocinera, pero las tres papadas de la mujer habían temblado de manera tan amenazadora ante la mera mención de palabras como «vitaminas» que Magrat se había apresurado a inventarse una excusa para largarse de la cocina.

Por el momento se las estaba apañando con una manzana. La cocinera conocía las manzanas. Eran unas cosas enormes a las que, una vez asadas, se les extraía el interior para rellenarlas con pasas y crema. Debido a ello, Magrat había recurrido a robar una del altillo donde las almacenaban. También estaba planeando averiguar dónde guardaban las zanahorias.

Verence era lejanamente visible detrás de los candelabros de plata y un montón de libros de contabilidad.

De vez en cuando alzaban la mirada y se sonreían el uno al otro. O al menos parecía una sonrisa, aunque costaba estar seguro a aquella distancia.

Al parecer Verence acababa de decir algo.

Magrat se llevó las manos a la boca para hacerse bocina.

—¿Cómo has dicho?

—Necesitamos un…

—¿Cómo dices?

—¿Qué?

—¿Qué?

Finalmente Magrat se levantó y esperó mientras Spriggins, el rostro púrpura por el esfuerzo, tiraba de su asiento hacia Verence. Podría haberlo hecho ella misma, pero las reinas no hacían esas cosas.

—Deberíamos tener un Poeta Laureado —dijo Verence, dejando una señal en el libro para indicar hasta dónde había llegado—. Los reinos han de tener uno. Escriben poemas para celebraciones especiales.

—¿Sí?

—Quizá podríamos utilizar a la señora Ogg. He oído decir que sabe cantar canciones muy divertidas.

Magrat consiguió permanecer impasible.

—Yo… eh… creo que conoce montones de rimas para ciertas palabras —dijo.

—Al parecer la tarifa actual es cuatro peniques al año y un trozo de saco —dijo Verence, contemplando la página—. Aunque también podría tratarse de un saco de trozos.

—¿Qué tendría que hacer exactamente? —quiso saber Magrat.

—Aquí dice que las funciones del Poeta Laureado consisten en recitar poemas en ocasiones estatales —dijo Verence.

Magrat había asistido a algunos de los recitados humorísticos de Tata Ogg, sobre todo a los que iban acompañados con gestos. Asintió solemnemente.

—Con tal que —dijo—, y quiero estar absolutamente segura de que me has entendido, con tal que ocupe su puesto después de la boda.

—Oh, vaya. ¿De veras?

—Después de la boda.

—Oh.

—Confía en mí.

—Bueno, por supuesto, si eso te hace feliz…

Hubo una conmoción al otro lado de las puertas, que al instante se abrieron al ser empujadas con brusquedad. Tata Ogg y Yaya Ceravieja entraron, con Shawn tratando de alcanzarlas.

—¡Oh, venga, mamá! ¡Se supone que yo he de entrar primero para anunciar quién es!

—Ya les diremos quiénes somos. Caramba, sus majestades —dijo Tata.

—Que las bendiciones caigan sobre este castillo —dijo Yaya—. Magrat, una persona necesita ciertos cuidados médicos. Aquí.

Tiró al suelo un candelabro y un poco de cubertería con un dramático movimiento del brazo y depositó a Diamanda encima de la mesa. De hecho había varios acres de mesa desprovistos de obstáculos, pero no tiene sentido hacer una entrada espectacular a menos que estés dispuesto a acompañarla armando mucho follón.

—¡Pero creía que ayer estuvo peleando contigo! —dijo Magrat.

—¿Y qué más da? —dijo Yaya—. Buenos días, majestad.

El rey Verence asintió. En ese momento algunos reyes habrían empezado a llamar a gritos a los guardias, pero Verence no hizo lo que hubiesen hecho esos reyes porque era un hombre sensato, se trataba de Yaya Ceravieja y, en cualquier caso, el único guardia disponible era Shawn Ogg, que estaba tratando de enderezar su trompeta.

Tata Ogg había derivado rápidamente hacia la mesa auxiliar. Tata era una persona tan sensible como la que más, pero las últimas horas habían sido muy ajetreadas y allí había un montón de desayuno por el que nadie parecía estar interesado.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Magrat, inspeccionando a la muchacha.

Yaya recorrió la sala con la mirada. Armaduras, escudos colgados de las paredes, viejas picas y espadas oxidadas… Sí, probablemente había suficiente hierro.

—Un elfo la ha herido con…

—Pero… —dijeron Magrat y Verence al unísono.

—Ahora no hay tiempo para preguntas. Un elfo la ha herido con una de esas horribles flechas suyas. Hacen que la mente empiece a vagabundear por su cuenta. Bien, ¿puedes hacer algo?

Magrat no se enfadaba casi nunca, pero no pudo evitar sentir un chispazo de justa indignación.

—Oh, así que de pronto vuelvo a ser una bruja cuando tú…

Yaya Ceravieja suspiró.

—Tampoco hay tiempo para eso —dijo—. Me he limitado a preguntártelo. Basta con que digas que no, ¿de acuerdo? Entonces me la llevaré y no volveré a molestarte.

La suavidad de su voz era tan inesperada que Magrat tropezó con su propia ira. Trató de recuperar el equilibrio.

—No estaba diciendo que no fuera a hacerlo, solo decía que…

—Perfecto.

Una serie de ruidos metálicos indicó que Tata Ogg estaba levantando las tapas de los distintos compartimientos de la gran sopera de plata.

—¡Eh, tienen tres clases de huevos!

—Bueno, no hay fiebre —dijo Magrat—. El pulso es bastante lento y no consigue enfocar la mirada. ¿Shawn?

—¿Sí, señorita reina?

—Pasados por agua, revueltos y fritos. Eso es lo que yo llamo lujo.

—Ve corriendo a mi cabaña y tráeme todos los libros que encuentres. Estoy segura de haber leído algo sobre esto en alguna ocasión, Yaya. ¿Shawn?

Shawn se detuvo a medio camino de la puerta.

—¿Sí, señorita reina?

—Antes de salir del castillo, pasa por las cocinas y diles que hiervan bastante agua. En cualquier caso, siempre podemos empezar limpiando la herida. Pero mira, eso de los elfos…

—Bueno, entonces te dejaré trabajar —dijo Yaya, dándose la vuelta—. ¿Podría hablar un momento contigo, majestad? Abajo hay algo que deberías ver.

—Necesitaré un poco de ayuda —dijo Magrat.

—Tata se ocupará de ello.

—Esa soy yo —balbuceó Tata, despidiendo una lluvia de migas.

—¿Qué estás comiendo?

—Un bocadillo de huevo frito y salsa de tomate —dijo Tata alegremente.

—Ya puestos, más vale que la cocinera también te hierva a ti —dijo Magrat, subiéndose las mangas—. Ve a verla. —Examinó la herida—. Y averigua si tiene algún trozo de pan que se haya llenado de moho…

La unidad básica del estamento mágico es la Orden o el Colegio o, naturalmente, la Universidad.

La unidad básica de la brujería es la bruja, pero la unidad básica continuada, como ya se ha indicado, es la cabaña.

La cabaña de una bruja es un objeto arquitectónico muy preciso. Exactamente no es que se la construya, sino que se va acumulando a lo largo de los años conforme se van uniendo las distintas áreas de reparación, como un calcetín hecho enteramente de remiendos. La chimenea se retuerce como un sacacorchos. El techo de paja y cañizo es tan viejo que pequeños pero robustos árboles crecen en él, todos los suelos hacen pendiente, y de noche cruje como un velero en una tormenta. Si al menos dos paredes no están apuntaladas con alguna que otra viga, entonces no es una auténtica cabaña de bruja, sino meramente el hogar de una vieja medio chocha que lee las hojas del té y habla con su gato.

Las cabañas tienden a atraer a clases similares de brujas. Es natural. Cada bruja enseña a una o dos brujas jóvenes a lo largo de su vida, y cuando en el curso del tiempo mortal la cabaña queda vacía, entonces lo lógico es que una de esas discípulas se vaya a vivir a ella.

La cabaña de Magrat había alojado tradicionalmente a brujas pensativas que se fijaban en las cosas y las anotaban por escrito. Qué hierbas eran mejores para los dolores de cabeza, fragmentos de antiguas historias, ese tipo de cosillas.

Había una docena de libros escritos con letra minúscula y llenos de dibujos, con la ocasional flor interesante o rana rara minuciosamente prensadas entre las páginas.

Era una cabaña de brujas que se hacían preguntas e investigaban las cosas. ¿El ojo de qué tritón? ¿Qué especie de tiburón de agua salada? Estaba muy bien que una poción requiriese Amor-en-soledad, pero ¿cuál de las treinta y siete plantas comunes a las que se llamaba con ese nombre en distintas partes del continente era la que se empleaba para prepararla?

La razón por la que Yaya Ceravieja era mejor bruja que Magrat era que Yaya sabía que en la brujería importa un pimiento cuál sea esa planta, o incluso que se trate de un trocito de hierba.

La razón por la que Magrat era mejor médico que Yaya era que Magrat creía que sí importaba.

La diligencia se detuvo delante de una barricada que cerraba el camino.

El jefe de los bandidos se ajustó el parche del ojo. Tenía dos ojos en perfecto estado, pero la gente respeta los uniformes. Luego fue hacia la diligencia.

—Buenos días, Jim. Bueno, ¿qué tenemos hoy?

—Uh. Esto podría resultar un poco complicado —dijo el cochero—. Uh, hay un puñado de magos. Y un enano. Y un simio. —Se frotó la cabeza e hizo una mueca—. Sí, decididamente un simio. Y no, y creo que esto debería quedar claro, ninguna otra clase de criatura peluda con forma humana.

—¿Te encuentras bien, Jim?

—Llevo cargando con ellos desde Ankh-Morpork. No se te ocurra hablarme de píldoras de extracto de rana.

El jefe de los bandidos enarcó las cejas.

—De acuerdo. No lo haré.

Llamó con los nudillos a la puerta de la diligencia. La ventanilla bajó.

—No quiero que penséis en esto como un robo —dijo—. Preferiría que lo considerarais una pintoresca anécdota que os encantará relatar a vuestros nietos.

—¡Es él! —dijo una voz desde el interior de la diligencia—. ¡Me robó mi caballo!

Un cayado de mago asomó por la ventanilla. El jefe de los bandidos vio el nudo que había en su punta.

—Veamos —dijo afablemente—, conozco las reglas. Los magos no tienen permitido utilizar la magia contra civiles excepto en situaciones donde su vida corra auténtico pelig…

Hubo un estallido de luz octarina.

—En realidad no es una regla —dijo Ridcully—. Es más bien una pauta general. —Se volvió hacia Ponder Stibbons—. Una utilización muy interesante del Resonador Mórfico de Stacklady, como espero que habrá notado.

Ponder miró hacia abajo.

El jefe de los bandidos había sido convertido en una calabaza aunque, tal como prescribían las reglas del humor universal, todavía llevaba puesto el sombrero.

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